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Palabras para recibir el nuevo año 2018

Fin de Año - Manzanares 01

Palabras de Guillermo Ramos Flamerich en representación de la juventud en la misa de Fin de Año de la Iglesia de Manzanares.

El sentido de este 2018

Palabras ofrecidas por Guillermo Ramos Flamerich en la misa de Año Nuevo en la Iglesia de Manzanares, parroquia católica Santa María Madre de Dios, Caracas.

Ante todo, es momento de agradecer a Dios la vida que nos ha juntado hoy. Estamos aquí, en el último día de un año, que para ninguno de nosotros podrá ser indiferente. Agradecer a Dios en su sabiduría infinita, cada una de las lecciones aprendidas. Agradecer a todas aquellas personas que nos legaron su amor y su parábola vital como ejemplo de vida y que en este 2017 nos abandonaron del plano terrenal.

Este ha sido un año de contradicciones, pasiones al límite y vacíos.

A mediados de agosto tres amigos decidimos recorrer el país para así buscar respuestas del significado de eso que llaman el «Alma venezolana». Ya para ese momento el olor de las lacrimógenas iba desapareciendo de nuestras vías principales, aunque la sangre inocente sobre el pavimento seguía allí, como rastro de la intransigencia y el dolor colectivo.

Uno de estos amigos quería conocer esos pueblos perdidos de nuestra geografía, tomarse una foto en cada Plaza Bolívar, hablar con la gente y, sobre todo, escucharla. El otro quería retomar los ánimos después de un torbellino de protestas que, al parecer, no habían logrado los cambios reclamados.

En mi caso, creo que conjugaba ambas necesidades, recorrer esos lugares que uno ve tan próximos y damos por sentado que en cualquier momento los conoceremos y quizás eso nunca ocurra. También, el mes anterior había fallecido mi abuela y si algo me había dejado, era su amor profundo por el país.

A quienes les comentábamos del viaje, casi en su totalidad, nos decían que era algo demasiado arriesgado. La delincuencia, las alcabalas, el mal estado de las carreteras, la crisis… Pero es que a mi generación no le ha tocado otra cosa que vivir en una crisis eterna convertida en anormal cotidianidad.

Un carro, provisiones básicas y alguno que otro contacto en las paradas principales. Todo salió según lo planeado y hasta mejor, porque en cada pueblo en el que nos paramos, nos encontramos con gente buena, que buscaban ayudarte aunque nada tuvieran. También observamos muchas miradas tristes ante tantas atrocidades que padecen. Miradas que pueden convertirse en sonrisa y trabajo si juntos nos damos alientos y nos llenamos de fe. Pensábamos que más nos impresionaría la geografía física de cada región, y vaya que es impresionante la potencialidad de nuestra tierra, eso ya lo sabemos. Pero lo fundamental fue esa geografía humana, colmada de mujeres, hombres y niños que están dispuestos a ser mejores y no dejarse vencer por las calamidades del presente. Venezuela es una apuesta al futuro y ese futuro significa ¡Hoy!

Fin de Año - Manzanares 02

Es verdad que mientras el tiempo pasa sentimos un país que se nos va y cada vez es más difícil retenerlo. La nostalgia se ha convertido en la gran compañera de muchos padres aquí presentes, que tienen a sus hijos dispersos alrededor del mundo. O que los tienen aquí con la mente en remotos lugares. Se ha dado el caso de que un joven que no llega a los 27 años, tenga a su novia en Francia, y los mejores amigos regados entre España, Uruguay, México, Australia, los Estados Unidos…

Muchas de esas conversaciones esenciales con amigos y familiares, siguen ocurriendo, y siguen siendo hasta altas horas de la noche, pero ahora a través de grupos Whatsapp, de Skype o de cualquier otra aplicación que ofrezca el mundo globalizado. Pero aunque todo esto pueda sonar triste, no debe significar fatalidad. Lo que hemos experimentado estos años y, sobre todo, este año, debe significar fortaleza.

El reto es convertirnos en lo mejor de nosotros mismos y demostrar con el ejemplo que podemos transformar nuestra sociedad. Allí afuera hay gente que padece por lo más básico, esa ni es la Venezuela que queremos ni la que merecemos.

Pero como dijera alguna vez Elie Wiesel, sobreviviente de los campos de concentración Nazi y Premio Nobel de la Paz: «la indiferencia puede ser tentadora, más que eso, seductiva. Es mucho más fácil alejarse de las víctimas. Es tan fácil evitar interrupciones tan rudas en nuestro trabajo, nuestros sueños (…). Es, después de todo, torpe, problemático, estar envuelto en los dolores y las desesperanzas de otra persona».

Pero si algo hemos aprendido en estos años de brega es que estamos llamados a ser uno para poder ser todos. Junto con el que goza, como con el que padece, con el que sueña y también con el que tiene pesadillas. Es apostar a la esperanza en el momento más oscuro, y como dijera el Papa Emérito, Benedicto XVI, en su carta encíclica Spe Salvi: «esperanza que nos da el valor para ponernos de la parte del bien aun cuando parece que ya no hay esperanza». Se trata de «aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido».

Ese sentido tiene el nombre de Venezuela, pero también el de la honra de nuestros muertos. Tiene el nombre de nuestra familia, el de nuestros padres e hijos. El del amigo, el del vecino y hasta del contrario.

Ese sentido debe ser devolverle la ilusión al rostro de las nuevas generaciones. Debe convertirse en una doble llama que llene de esperanza tanto a los que se quedaron, como a los que se fueron. Para que los que aquí se encuentran no vean el país como una prisión y los que se fueron, nunca lo hagan en espíritu.

Damos la bienvenida a este 2018 con el mayor ánimo posible. El cambio de una fecha no representa un borrón y cuenta nueva, pero sí una esperanza renovada en nuestros corazones. Damos así la bienvenida a ese hermoso regalo que es seguir viviendo y hacer de nuestras vidas una herramienta fundamental para surgir, no solo como individuos, no solo como familia, sino como nación. Porque nosotros confiamos en Dios nuestro hogar, ese hogar que merece todo el trabajo y la gloria posible. Ese hogar que se llama: Venezuela.

Fin de Año - Manzanares 03

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Elogio de Dilia Díaz Cisneros

Guillermo Ramos Flamerich y Dilia Díaz Cisneros

Guillermo Ramos Flamerich y su abuela, Dilia Elena Díaz Cisneros, la «Eli» (1925-2017).

Botella al mar de los cielos

Por Guillermo Ramos Flamerich

I

Una noche de julio o agosto de 1998, nos encontrábamos mi papá (su hijo), mi Eli y yo (su nieto) en la buhardilla de la casa que tenemos en la vía a la Colonia Tovar. Estábamos viendo televisión. El aparato, en pobre señal analógica, presentaba el cuerpo de un venerable anciano fallecido. Era alguna película cuyo nombre no recuerdo ya, pero en mi impresión de niño de siete años, solo podía pensar en que mi abuela era vieja y no quería verla de esa manera, en un ataúd.

La abracé tan fuerte que ella sonrió y entonces eso le dije: «No quiero crecer nunca, quiero ser siempre niño para que tú siempre estés conmigo». A lo que ella respondió: «Tendrás entonces que irte con Peter Pan, porque te toca crecer y ser un hombre de bien». Esa noche no me acuerdo qué soñé, pero siempre que regreso a ella, tengo la visión panorámica, como si lo estuviera viendo desde lejos, desde el futuro. Ese momento en que observo a esas tres personas hablando y con la televisión encendida, es hoy.

Muchas veces conversamos sobre la muerte. Desde que estaba niño. Mi Eli me decía que no me encariñara con ella, porque ya estaba mayor y entonces yo iba a sufrir mucho cuando partiera. Yo le decía que no, que ella era como la protagonista de esa serie de los ochenta, llamada La Súper Abuela, una que en los noventa todavía transmitía Venezolana de Televisión y yo de vez en cuando veía en su casa. Es que era todavía muy ágil para su edad, siempre activa y con las ganas de pasar conmigo esos momentos que hoy agradezco, los cuales me dan la fuerza para escribir estas líneas.

También me repetía que su mayor deseo era poder verme graduado en la universidad, pero que quizás cuando creciera la iba a dejar de querer, por esas cosas de adolescente o de adulto. Eso último nunca ocurrió. Asimismo me decía que no aspirara para ella una larga vida, que no quería ser una «vieja chuchumeca», de esas que ya no pueden hacer nada. Eso sí se cumplió. Fue longeva. 92 años de vida, casi un siglo, gracias a esos años, me vio graduado y tuve el hermoso regalo de disfrutar a esa viejita ya como un adulto.

La noche del 10 de julio de 2017, cuando la vi ahí en su cama, serenísima, con la piel todavía caliente y su olor por cada rincón de la habitación, solo pude darle un beso en la boca y otro en la frente y pedirle la bendición. Horas antes lo había hecho, fue la última vez que conversamos. Ella sacó fuerzas de donde no las tenía y me dio la bendición, con la coletilla de: «Ya no puedo hablar». Cuando recibí la noticia por parte de mi tío Joseito y mi tía Mercedes, se confirmaba el peor de mis temores. Pero no fue el llanto supremo lo que se apoderó de mí, sino una paz absoluta que quizás ella me otorgó para que el tránsito de esas horas no fuera tan despiadado como siempre imaginé.

II

Se llamaba Dilia Elena y había nacido el 1 de junio de 1925 en un pueblito conocido como El Hatillo, estado Miranda. Ese que hoy sirve para el esparcimiento –entre churros, centros comerciales y un clima todavía benéfico– de la atormentada Caracas. Digo pueblito, porque para el año en que ella nació, vivir allí e ir a la capital, era toda una travesía. Con unos automóviles llevados por unas cadenas especiales, que les permitían rodar por aquellos caminos de tierra, rumbo a la ciudad que poco a poco dejaba su provinciana fisonomía y se convertía, al ritmo del Foxtrot y los tangos, en una ciudad más cosmopolita.

Se llamaba Dilia, pero mi prima Mercedes Elena la bautizó como Eli. No sé el origen de ese nombre, pero yo también empecé a decirle así. Tanta era la costumbre, que una amiga de mi prima la trataba como «la señora Eli». Mi otra prima paterna, Ailid, si le llamaba abuela, pero en su nombre, siempre la lleva consigo, porque, ¿Qué dice Ailid cuando lo leemos a la inversa? Dice Dilia.

Se llamaba Dilia Elena Díaz, pero a la hora de escribir poesías escolares, su seudónimo era el de Ailid Zaid.

Cómo evoco esos poemas que ella siempre me leía desde chiquito. Creo que uno de los primeros que me enseñó fue el que escribiera en el ya remoto 1947 y que estaba dedicado a «El Descubrimiento de América».

Empezaba así:

I

Cristóbal Colón nos trajo

un ramillete de flores,

que al regarlas en América

la pintó de mil colores.

II

Vino en sus tres carabelas,

con mucha tripulación

que al ver estaban perdidos

matarían a Colón.

Y continuaba la travesía en esas letras, con el grito de Rodrigo de Triana y la tierra que encontraban aquellos advenedizos. Creo que una vez lo recité un 12 de octubre en mi colegio. Siempre, en una efeméride, algún acto especial, me entregaba un papel con alguno de sus escritos, los cuales adoraba que yo se los leyera. Con ella aprendí a leer con el método de alfabetización del trienio adeco, el ¡Abajo Cadenas!, en el cual se contaba la historia de Juan Camejo, un campesino que no solo había sido alfabetizado, también votaba y ayudaba, echando DDT, a eliminar el paludismo de los campos venezolanos. Me transporto a la tarde en que terminamos de leer juntos ese libro. ¡Qué privilegio y qué historias! Ella lo anotó en su diario y yo, como Juan Camejo de fin de siglo, podía ahora conocer un universo que se abría gracias a la paciencia de la Eli y la mano franca de mis padres.

Víctor Guillermo Ramos y Dilia Díaz Cisneros

Dilia y su esposo, Víctor Guillermo Ramos Rangel, en «Apamate», la casa que tenían en Cúa, estado Miranda.

III

Su oficio siempre fue el de educadora. Al venirse a Caracas, comienza a estudiar en la Unidad Escolar Gran Colombia, de la cual egresaría en 1947 como parte de la promoción «Licenciado Miguel José Sanz». Son los años en que el uniforme era azul y blanco y entre el trabajo de tejer escarpines y el estudio, la jornada era tan larga que a veces se dormía en clases. Ante esta situación, uno de sus maestros decidió ayudarla y poco después empezaría a ganarse la vida como docente en una escuela que se llamaba Costa Rica. Con los años volvería a tejer escarpines, pero para sus hijos, para sus nietos. Cómo me gustaba usarlos, los pies se sentían arropados, protegidos, mientras me recordaban que habían sido hechos con el amor de los amores. Eso, sus hallaquitas y las hallacas decembrinas que preparaba con mi mamá en la casa de Cúa, solo pueden producir una sonrisa que aplaca cualquier tristeza.

Hablando de esa casa de Cúa –Se llamaba Apamate el refugio que tuvo con mi abuelo Víctor Guillermo en los Valles del Tuy–, en ese sitio descubrí la magia de los libros, el inconfundible aroma a polvo, la humedad de páginas que crujen pero tienen una nueva oportunidad de ser leídas. Descubrí lo que era un tocadiscos y el placer de lanzarse en esa torre de revistas viejas que me relataban la Venezuela que había sido. Mi Eli me entusiasmaba a escudriñar la biblioteca, a llevarme esos tomos viejos para la casa. Los Almanaques Mundiales del 68, del 71, las revistas Élite, Momento y Venezuela Gráfica; el Decreto de Instrucción Pública de Guzmán Blanco del 27 de junio de 1870; los discos de zarzuela, clásicos, merengues, joropos tuyeros y por supuesto, conocer del  maestro Vicente Emilio Sojo y su Orfeón Lamas. Mi abuelo había sido parte de esa camada que preparara el Maestro Sojo y lo ayudaría a recopilar canciones del acervo popular venezolano. La Eli formaría parte, por poco tiempo, del orfeón, pero con mi abuelo estaría casada por casi cuatro décadas, hasta que él falleciera en diciembre de 1986.

Allí me inculcó el amor por nuestras melodías, por lo que hemos sido, somos y seremos. Descubrir a Venezuela más allá de las fatalidades del día a día y sentir que esta tierra es nuestra, no por el simple capricho de un discurso nacionalista, sino porque existe una tradición que nos arropa y que nos guía como luz en el futuro. Cuando vi la caja de sus cenizas, entendí perfectamente esa frase que reza: Tu patria es donde están tus muertos.

Me sorprendía siempre con regalos que cada día aprecio más. Desde un dorado trencito con melodía de carrusel, hasta las bellas tarjetas, con alguna rima personalizada, por el fin del año escolar, el cumpleaños, o algún premio recibido, el cual siempre celebrábamos con ella, comiendo en un restaurante de mi elección.

Cuando me regalaba libros, siempre estos tenían que ver con nuestra historia, con Caracas y sus cosas, como los de Óscar Yanes, que tanto disfrutábamos leer juntos. Siempre me decía: «Anota la fecha, para que quede registro y no se olvide». Ella tenía la costumbre de marcar sus libros con su firma en la página 50. Qué bonito encontrarse con sus letras, con su huella protectora. Recuerdo una conversación larguísima que tuvimos por teléfono, disertando sobre la ciudad y sus momentos. En sus últimos cuatro años de vida, mi fascinación cada semana, era poder leerle la prensa del día, recitarle poemas, algún texto mío y ver su sonrisa: «Sí que estás hermosa», le decía. Ella respondía con burla: «Linda, linda…». Qué mujer tan primorosa, qué alma tan especial.

Inauguración Caracciolo Parra León, 1971

Inauguración de la Unidad Educativa Nacional Caracciolo Parra León (El Valle, Caracas, 28 de junio de 1972).

IV

El 28 de junio de 1972 debió haber sido una fecha de grandes satisfacciones para mi Eli. Nacía en El Valle la Unidad Educativa Nacional Caracciolo Parra León y ella era su fundadora y directora. Poco a poco he ido consiguiendo información de aquel martes. Algunas fotos donde aparece el entonces presidente Rafael Caldera acompañado del jurista y expresidente Edgar Sanabria, la familia del desaparecido homenajeado y Dilia Elena, en un acto que, según relata la prensa de la época, fue amenizado por la Banda Marcial de Caracas.

Mi Eli y mi abuelo Víctor Guillermo también compusieron el himno de la institución. La estrofa final decía: «Con paz, amor y alegría / Asistamos a la escuela / A escuchar nuestras lecciones / Y luchar por Venezuela». A finales de esa década la Eli se jubilaría y los ochenta y noventa le traerían el regalo de ser abuela. Tres hijos que a su vez tuvieron un hijo cada uno, es decir, eran tres nietos.

Desde chiquito me dediqué a dibujarle tarjetas por la Navidad, Día de la Madre y su cumpleaños. Ella las coleccionaba todas y cada una relataba no solo una historia de amor, sino algún suceso de la actualidad nacional, desde el paro de 2002, pasando por el cierre de RCTV, hasta llegar a la última que le hice en vida, donde toco el tema de las protestas de 2017. A su vez, otra de sus formas de consentirme era con una suerte de mesada que colocaba en un pote de papitas fritas –así como el de las Pringles–. Ese pote sonaba colmado de monedas que me servían para la semana. Pero si me pongo aquí a rememorar anécdotas, pueden ser cientos de páginas. Ya habrá oportunidad.

La memoria es frágil, pero por alguna razón durante los últimos meses de su vida, alguna fuerza superior me estaba preparando para asumir esta pérdida física. Cada vez que cerraba los ojos me transportaba a esas vivencias compartidas a su lado. Estaba allí, con el calorcito de Cúa o la melodía de los sapitos en su casa de Coche. Con el aroma de sus comidas, su voz pausada al conversar y potente a la hora de declamar. Escuchando sus cantos y sintiéndome satisfecho porque su vida había sido larga y la misión había sido cumplida. La tristeza y el duelo son naturales a toda pérdida. Pero debo estar claro que lo que ha marcado y marcará mi periplo vital, no es su ausencia, sino los años junto a ella. Ahora me acompaña en cada paso y puedo pedirle que interceda por mí, para que cada decisión que tome sea la más sabía. Para poder ser siempre un hombre de bien.

Pocos meses antes de su fallecimiento, en uno de esos sábados en que la cuidaba, recuerdo que de la nada me dijo: «¡Gracias! Has sido maravilloso conmigo. Siempre te agradeceré». La abracé y supe en ese instante que ese abrazo duraría para toda la vida.

Guillermo y la Eli (2005)

Guillermo y la Eli (5 de julio de 2005).

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