Luis Herrera Campíns sobre Doña Bárbara

Luis Herrera Campíns, c. 1978.

Palabras en la inauguración del XIX Congreso de Literatura Iberoamericana

Versión taquigráfica del saludo a los delegados ofrecido por el presidente Luis Herrera Campíns. Caracas, 29 de julio de 1979. Tomado del libro Relectura de Rómulo Gallegos (CELARG, 1979), pp. 33-37.

Queridas amigas, queridos amigos presentes en la sesión inaugural de este congreso de literatura iberoamericana, que considerará como materia central la obra de Don Rómulo Gallegos, con motivo de los 50 años de la aparición de Doña Bárbara y la narrativa sudamericana subsiguiente.
Como Presidente de la República, me complace dar la bienvenida a todos los miembros de este Segundo Congreso, que han llegado desde otras tierras para hacer interesantes aportes, desde el punto de vista de la consideración crítica y literaria sobre la obra de nuestro gran escritor Don Rómulo Gallegos, y saludar y felicitar al propio tiempo a organizadores y participantes de este evento, que por la calidad de sus miembros y por la densidad de los temas que van a ser tratados, honra a Caracas, a Venezuela y a la Literatura Iberoamericana.
Ustedes han escuchado esta tarde dos admirables discursos, el de Oscar Sambrano Urdaneta, conocido y afamado crítico literario venezolano, y el de Manuel Alfredo Rodríguez, viejo compañero de luchas universitarias, cuando ya empezaba a ser ese gran señor de la palabra que dijo Sambrano y quien está rindiendo una magnífica labor al frente del Centro de Estudios Latinoamericanos «Rómulo Gallegos».
Mi intervención esta noche está lejos de toda pretensión literaria.
No soy crítico literario. No soy especialista en Gallegos. No fui amigo de la intimidad del novelista, ni siquiera compañero de su tienda política. Lo conocí prácticamente en los últimos años de su vida, después de haberlo admirado como todos los venezolanos, a través de sus páginas, en las cuales no solamente recogió la visión de diversas regiones del país, sino que en cada una de ellas había como una especie de radiografía de la nación total.
El recuerdo que ha hecho Manuel Alfredo de sus infantiles lecturas galleguianas me trae a la memoria mi encuentro inicial con Doña Bárbara en un pequeño pueblo del llano venezolano, en Acarigua, en los años finales de la dictadura gomecista. Recuerdo que alguna vez, en una de esas conversaciones que tienen los mayores y que creen que los niños no se dan cuenta de lo que se está hablando, un grupo de amigos, en mi casa comentaba con papá la prohibición de Doña Bárbara, que no la dejaban leer, no se podía encontrar en los escasos expendios de libros y revistas que había en aquella alejada población.
Y seguramente dijeron algo así, como que cuidara un ejemplar de Doña Bárbara que tenía. A mí se me quedó en la memoria, sobre todo el nombre de la novela y, rebuscando —como hacen normalmente todos los niños cuando los padres se descuidan— en los papeles de los mayores, muchísimos meses después, encontré, no la novela íntegramente, sino apenas un capítulo de ella. Recuerdo que era el capítulo sobre la «Miel de Aricas». Lo leí y realmente en mi mente de niño de nueve o diez años, no encontré ninguna razón que explicara por qué aquel libro estaba prohibido y me quedó siempre grabada la última frase del capítulo: «Eso malo tiene la miel de las aricas. Es muy dulce, pero abrasa como un fuego».
Cuando vino la época de transición democrática, posterior a la muerte del General Gómez, una de mis aspiraciones en el orden de la lectura más sentida fue la de tratar de leer aquel libro que me llamaba la atención, entre otras cosas, porque había oído decir que estaba prohibido.
Yo soy del Llano, pero nadie nos había explicado ni interpretado nuestra tierra. Ni nadie nos había dicho siquiera cómo creía o pensaba que éramos los llaneros. Y allí, en una vieja edición de Doña Bárbara, en la cual recuerdo que se anunciaba en la contraportada, dos novelas con títulos que nunca han figurado en la bibliografía galleguiana, e entré, con pasión de adolescente y de lector que siempre he sido, a la novela. Y puedo decir que mi admiración por el escritor que interpretaba ese llano al cual yo pertenecía, que ya no tenía esa vibración heroica, que trepida, en las páginas de las novelas de Gallegos, comenzó a acentuarse y acendrarse, y hasta puedo decir que desde entonces en la memoria se me grabaron muchas de esas páginas:


La llanura es bella y terrible a la vez; en ella caben, holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Esta acecha por todas partes; pero allí nadie la teme. El Llano asusta; pero el miedo del Llano no enfría el corazón: es caliente como el gran viento de su soleada inmensidad, como la fiebre de sus esteros.
El Llano enloquece y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser lanero siempre. En la guerra buena, esa locura fue la carga irresistible del pajonal incendiado en Mucuritas, y el retozo heroico de Queseras del Medio; en el trabajo: la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del «cacho» en la bellaquería del «pasaje», en la melancolía sensual de
la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza, al principio, y luego la franqueza absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor: «primero mi caballo».
¡La llanura siempre!
Tierra abierta y tendida, buena para el esfuerzo y para la hazaña, toda horizontes, como la esperanza, toda caminos como la voluntad.

Eso que recuerdo, sin forzar la memoria, deja ver, o quiero que deje ver a ojos de quienes no son llaneros, de quienes no son venezolanos, la impresión que unas páginas tan hermosas y profundas, dejaron en el alma de un niño. Pero después encontraba, y me ha sido de mucha utilidad en el ejercicio de la acción política, otro recuerdo de la misma novela, cuando el mayordomo Antonio Sandoval trata de explicarle a Santos Luzardo, de dónde le viene al llanero su fuerza, siendo tan Jipato, tan pálido, tan descolorido, como es su semblante, y le decía que una vez se había presentado a buscar trabajo un llanero de por los lados del Cunaviche. La montura era un matalón y el apero apenas una tereca. Y cuando le dice que lo que le ofrece es montura, cualquiera de esos caballos montaraces, que le ponga la vista al que le guste y que lo amanse, pero que no le ofrece silla y que él tiene que operarlo entonces viene un diálogo, o una respuesta, a lo mejor incomprensible hasta para los llaneros de ahora, cuando Pajarote, según refiere Gallegos, poniéndole la mano a la tereca dice: «Yo tengo apero. Me falta el arricés, el guardabastos se me perdió, el fuste me lo robaron y la coraza no sé qué se me hizo; pero me queda el sufridor». Y Antonio Sandoval le decía a Santos Luzardo: le quedaba el sufridor, es decir, la voluntad de pasar trabajo.
Hoy en día, desde luego, las cosas son distintas. Ya ese Llano bravío, prácticamente, no existe en ninguna parte. Y, por supuesto, por más que los llaneros nos veamos reflejados en las grandes páginas del escritor, sabemos que pertenecemos a otros tiempos.
Pero lo grande, a mi juicio, de las novelas de Gallegos —y dispénsenme que yo entre en este terreno, donde no deben entrar criterios legos como el mío— es la extraordinaria capacidad para aprehender la realidad, para describirla y proyectarla al propio tiempo como simbología. Y por eso es que los libros de Gallegos tienen esa fascinación para todos. Se desenvuelven dentro del mundo semi-misterioso, mágico o semi-mágico, racional e irracional en que nos movemos los venezolanos, particularmente en razón del altivismo de diversas razas que llevamos en las venas y en la herencia vital.
Y las obras de Gallegos, se han venido haciendo, cada día, más universales, hasta en una simple cuestión: las primeras ediciones de Doña Bárbara, por ejemplo, tenían un diccionario de venezolanismos, una explicación de las palabras que no eran de uso común, sino muy local, llanero, que en la novela se utilizaban. Eso desapareció después porque la fuerza de la narración y de la descripción es tan grande que la palabra, aunque no se entienda, se interpreta. Y de ahí que, hoy en día, tanto en las obras completas, como en las diversas ediciones de las diez novelas galleguianas, o en las ediciones de Doña Bárbara concretamente, no venga ese diccionario o ese léxico de venezolanismos.
Gallegos es, desde luego, una figura que pertenece a la totalidad de los venezolanos. Es una figura que pertenece al Continente y a las letras del mundo. Y bien está que se haga, con motivo de los cincuenta años de Doña Bárbara, esta reunión que congrega tan esclarecidas mentalidades, tantos escritores e intelectuales, tantos críticos expertos en bucear en los mares de la literatura, en interpretar lo que se dice, en buscar la proyección más allá de las palabras y más allá quizá de la voluntad de los propios autores. Y, desde luego, en Gallegos hay una mina inacabable en este sentido de la interpretación. Porque, digo, lo suyo tiene ese sentido de lo clásico por intemporal, por no haber sido escrito para un tiempo determinado sino para mantener su vigencia y mantener también la vigencia de lo simbólico que encierra.
Yo sé, desde luego, que esas novelas, esa trilogía de novelas fundamentales, Doña Bárbara, Cantaclaro y Canaima, son las que más atraen la atención de la gente, sin que por esto desmerezcan las restantes novelas, que en algún viejo ensayo el crítico alemán Ulrich Leo calificaba como de novelas cinematográficas, las novelas de final abrupto, que son las últimas novelas de Gallegos, mientras que las anteriores, como las tres mencionadas, son novelas en las cuales prácticamente, los protagonistas no terminan. Son novelas en las cuales los protagonistas se sumergen y se van diluyendo poco a poco en una atmósfera medio fantasmal, medio fantástica, medio embrujada y medio misteriosa. Cada cual imagina el destino final. Allí esta Doña Bárbara que nadie sabe dónde va a ser su paradero. Allí está Cantaclaro que se supone que se lo llevó el diablo, después que cantó con él y lo venció en un contrapunteo. O allí está ese Marcos Vargas de Canaima, del cual solamente se hace, al final, si mi memoria no falla, una referencia muy impersonal y muy a la venezolana, cuando le traen a Gabriel Ureña ese niño, también llamado Marcos Vargas, y le dicen algo así como: Aquí le mandan. Por eso se adivina, se intuye que el que manda es el Marcos Vargas del ¡Qué hubo!, ¿Se es o no se es?, para navegar por ese mundo en el cual durante cincuenta años ha habido exploradores de todos los idiomas, de todas las profesiones, de todos los conocimientos, de todas las actitudes vitales. Y yo tengo la sensación de que van a hacer en estos días de intensas jornadas, una labor admirable en favor, no solamente de un escritor y de un hombre público, y de un gran ciudadano, y de un eminente pensador, sino en favor de todo lo que, como presencia, cada día con más proyección universal, tiene la literatura iberoamericana, la literatura latinoamericana.
Muchas gracias.

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