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Una mirada femenina a la Venezuela guzmancista

Souvenirs du Venezuela Librairie Plon, 1884.

Una mirada femenina a la Venezuela guzmancista

Por Guillermo Ramos Flamerich

Publicado originalmente en el Papel Literario de El Nacional el 11 de junio de 2022.

A la Eli

Un libro tiene muchas vidas y estas quedan reflejadas en las marcas físicas que el tiempo le va dejando. De niño me gustaba escudriñar la biblioteca de mi abuela Dilia. Revisaba aquellas sobrias gavetas y encontraba tomos que lo único que hacían eran multiplicarse. Entre el olor de la polilla y el polvo, el tacto áspero al tocar hojas crujientes, y la presencia de imágenes y textos de otra Venezuela, encontré un librito que me hizo vivir la aventura de un mundo perdido. Era el volumen 51 de la Biblioteca Popular Venezolana, aquella empresa del Ministerio de Educación Nacional, que realizó ediciones masivas de clásicos venezolanos y que mantuvo una importante continuidad a mediados del siglo XX. De portada azul cadete, con un dibujo en el centro de una muchacha a medio perfil y unas chozas de fondo y el nombre desconocido y cordial de una «musiúa», Jenny De Tallenay. El título decía Recuerdos de Venezuela y al leer esto solo me pregunté, ¿cuál de todas? Si algo caracterizó mi infancia y adolescencia fue escuchar historias del lugar que estaba desapareciendo en medio de la violencia política. Pero el país en el que estuvo Jenny era a su vez otro —el de los años del guzmancismo—, en donde se escenificaba un progreso material en medio de la dispersión de siempre.

Recuerdos de Venezuela es de los pocos diarios de viajes —de los que se conocen— escritos por una mujer sobre la Venezuela del siglo XIX. Fue originalmente publicado en francés por la Librairie Plon en 1884. Bajo el título de Souvenirs du Venezuela. Notes de voyage, la edición original la ilustró Saint-Elme Gautier. Estos grabados han sido reproducidos posteriormente en libros y enciclopedias de historia, quizás sin pensar que la inspiración de Gautier fueron las descripciones de la joven. El diario fue publicado en español setenta años después. La traducción se la debemos a René L. F. Durand, personaje hasta cierto punto desconocido, cuando uno indaga sobre su vida aparece muy poco, en la base de datos de la Biblioteca Nacional Francesa (BNF) se dice que murió centenario en 2010. Lo que sorprende de este también poeta es su catálogo de traducciones de autores latinoamericanos al francés: Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Salvador Elizondo; de los venezolanos: Rómulo Gallegos, Miguel Otero Silva, Ramón Díaz Sánchez, Juan Liscano, así como una antología de «algunos poetas venezolanos».

Pero ¿quién era Jenny? Los datos sobre su vida son escasos, el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar nos avisa que nació en Francia en 1855 y que posiblemente falleció en ese mismo país en 1884. Sin embargo, la base de datos de la BNF toma como lugar y fecha de su nacimiento Weimar, Alemania, 1869 y el fallecimiento en 1920. Existen detalles contradictorios tanto en el diccionario como en la biblioteca francesa. De Tallenay no murió en 1884, esto se confirma al revisar sus publicaciones posteriores. De regreso a Europa escribió artículos sobre arte y cultura, tradujo al poeta Heinrich Heine y publicó poesía, novelas cortas, así como la novela histórica sobre la mártir cartaginense Vivia Perpetua (1905). Otras de sus facetas fue su interés por el espiritismo, popular en la época, a lo cual dedicó parte de sus escritos. Además, fue próxima al círculo del ocultista francés Joséphin Peladan. El otro detalle contradictorio es si tomamos su fecha de nacimiento como 1869. Si esto es así, la Jenny que llegó a Venezuela era una niña de nueve años, no la joven que se expresa en su diario, la cual se casó en Caracas, en diciembre de 1880, con el embajador belga Ernest Van Bruysell, y se fue de luna de miel a Puerto Cabello y a las Minas de Aroa. El nacimiento y la muerte parecen guardadas en el misterio. En un sito web de genealogías aparece una tercera fecha, 1863. Si la tomamos como cierta, estuvo con nosotros entre los quince y dieciocho años. Hay contradicciones, cierto caos en las fechas. Debemos indagar más, buscar otras fuentes. Acaso preguntar.   

Jenny-Jacques De Tallenay llegó a Venezuela junto a sus padres, los marqueses Olga Illyne y Henri de Tallenay, nuevo cónsul general y encargado de negocios de Francia, el 26 de agosto de 1878. Desembarcaron en el puerto de La Guaira después de una breve escala en las islas de Guadalupe y Martinica. Se despidieron del vapor Saint Germain para emprender camino a Caracas. Se alojaron en el Hotel Lange, en la Esquina de Carmelitas, al cual Jenny llamó en su diario el Gran Hotel. Se despidieron de tierra venezolana en abril de 1881, cuando al diplomático lo enviaron en misión a Perú. En el intermedio, Jenny no solo se casó y escribió sobre lo que vio en sus viajes a Maracay, San Juan de los Morros, Puerto Cabello, Tucacas, Valencia, Caracas, también recolectó arañas y coleccionó plantas. Puede ser que con un entusiasmo inspirado Humboldt y Bonpland, fundadores de las aventuras de buena parte de los viajeros europeos en el siglo XIX latinoamericano. El presidente de Venezuela en 1878 era el general Francisco Linares Alcántara. Designado para un periodo de dos años, Guzmán Blanco lo había puesto allí para que le guardara el puesto mientras pasaba una nueva temporada en París. Pero en poco, Linares no quiso ser más un títere y comenzó una rebelión que fue truncada por su misteriosa muerte el 30 de noviembre de aquel año.

Jenny vivió de primera mano el funeral del malogrado presidente Linares Alcántara. Cuenta como de camino al Panteón Nacional, en la Esquina de La Trinidad, el sonido de unos tiros hizo que parte de los presentes sacaran sus pistolas y entre la estampida de la gente huyendo de una posible ráfaga, la urna cayó al suelo. En sus páginas hay anécdotas como esta, así como la crónica de la «guerra civil» llamada Revolución Reivindicadora y que ratificó el poder de Guzmán Blanco. Eran los inicios de su segundo gobierno directo, conocido en la historiografía como el «Quinquenio». Con un buen número de inexactitudes Jenny ofrece un breve panorama de la historia venezolana. Comenta de Francisco de Miranda, Simón Bolívar y Antonio Leocadio Guzmán. El ilustrador resumió este capítulo con el retrato de Guzmán Blanco, el cual solo sale descrito con el parco título de presidente de la república. En las notas de viaje de Jenny están presentes la descripción del paisaje, pueblos, canciones y gastronomía populares, cuadros costumbristas y tradiciones como la Semana Mayor.

Jenny de Tallenay hizo un inventario de los geosímbolos construidos por Guzmán Blanco en su anhelo de hacer de Caracas una París suramericana. En su catálogo está la Plaza Bolívar, el Panteón, los bulevares y el Capitolio. De la Casa Amarilla admiró su patio al estar «sombreado de plátanos magníficos», pero de su decorado dijo que era «con bastante lujo, pero sin demasiado buen gusto». Si algo hemos mantenido los venezolanos es esa fascinación de que la mirada externa nos interpele, nos legitime. Jenny hace el recuento de las conversaciones que tuvo con caraqueños sobre los cambios que estaba viviendo la ciudad: «– ¿Cómo encuentra Ud. a Caracas? –decían unos– ¿No se parece a París? – ¿Tienen Uds. en Europa –preguntaban otros– parques tan bonitos como la plaza Bolívar? Casi había miedo de contradecirles». Ese diálogo da para múltiples interpretaciones, lo cierto es que la presencia de la joven en lo círculos de la élite caraqueña no pasó inadvertida. El escritor Luis Correa en su libro de ensayos Terra Patrum: páginas de crítica y de historia literaria (1930), comenta que Jenny fue la «musa extranjera» de varios poetas locales. Y que, si bien Guzmán Blanco la había querido sacar a bailar en la gala de Año Nuevo de 1881, el poeta Francisco Guaicaipuro Pardo se le había adelantado al presidente no con el baile, sino en una extensa plática en la cual confesaba su veneración. Como gesto con Pardo, Jenny tradujo al francés uno de sus poemas y lo incluyó junto a Andrés Bello, Pérez Bonalde y Eduardo Blanco, en el capítulo que dedicó a las letras venezolanas.

Después de descubrir estas memorias entre los libros de mi abuela, leí todo lo que pude hasta que cayó la noche y me buscaron mis padres para llevarme a casa. Lo dejé en un rinconcito, para irlo revisando en cada nueva visita. Mi abuela al ver lo mucho que me gustó, terminó regalándomelo. En 2017 volví a leerlo para un trabajo de la cátedra de Geohistoria en la universidad. Lo finalicé horas antes de despedirme de mi abuela, quien falleció el lunes 10 de julio. Por varios días miré fijamente la firma que ella había dejado en la página 50, era algo que acostumbraba con todos sus libros. Por cosas del azar estoy viviendo y estudiando en París. Aquí conseguí la edición francesa —la de los grabados— en una encuadernación de papel jaspeado. Regresé de inmediato a Jenny de Tallenay, a releerla, para comenzar un viaje doble. Hacia la Venezuela que vio Jenny y al país de mi infancia, dos mundos ya desaparecidos.

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Luis Herrera Campíns sobre Doña Bárbara

Luis Herrera Campíns, c. 1978.

Palabras en la inauguración del XIX Congreso de Literatura Iberoamericana

Versión taquigráfica del saludo a los delegados ofrecido por el presidente Luis Herrera Campíns. Caracas, 29 de julio de 1979. Tomado del libro Relectura de Rómulo Gallegos (CELARG, 1979), pp. 33-37.

Queridas amigas, queridos amigos presentes en la sesión inaugural de este congreso de literatura iberoamericana, que considerará como materia central la obra de Don Rómulo Gallegos, con motivo de los 50 años de la aparición de Doña Bárbara y la narrativa sudamericana subsiguiente.
Como Presidente de la República, me complace dar la bienvenida a todos los miembros de este Segundo Congreso, que han llegado desde otras tierras para hacer interesantes aportes, desde el punto de vista de la consideración crítica y literaria sobre la obra de nuestro gran escritor Don Rómulo Gallegos, y saludar y felicitar al propio tiempo a organizadores y participantes de este evento, que por la calidad de sus miembros y por la densidad de los temas que van a ser tratados, honra a Caracas, a Venezuela y a la Literatura Iberoamericana.
Ustedes han escuchado esta tarde dos admirables discursos, el de Oscar Sambrano Urdaneta, conocido y afamado crítico literario venezolano, y el de Manuel Alfredo Rodríguez, viejo compañero de luchas universitarias, cuando ya empezaba a ser ese gran señor de la palabra que dijo Sambrano y quien está rindiendo una magnífica labor al frente del Centro de Estudios Latinoamericanos «Rómulo Gallegos».
Mi intervención esta noche está lejos de toda pretensión literaria.
No soy crítico literario. No soy especialista en Gallegos. No fui amigo de la intimidad del novelista, ni siquiera compañero de su tienda política. Lo conocí prácticamente en los últimos años de su vida, después de haberlo admirado como todos los venezolanos, a través de sus páginas, en las cuales no solamente recogió la visión de diversas regiones del país, sino que en cada una de ellas había como una especie de radiografía de la nación total.
El recuerdo que ha hecho Manuel Alfredo de sus infantiles lecturas galleguianas me trae a la memoria mi encuentro inicial con Doña Bárbara en un pequeño pueblo del llano venezolano, en Acarigua, en los años finales de la dictadura gomecista. Recuerdo que alguna vez, en una de esas conversaciones que tienen los mayores y que creen que los niños no se dan cuenta de lo que se está hablando, un grupo de amigos, en mi casa comentaba con papá la prohibición de Doña Bárbara, que no la dejaban leer, no se podía encontrar en los escasos expendios de libros y revistas que había en aquella alejada población.
Y seguramente dijeron algo así, como que cuidara un ejemplar de Doña Bárbara que tenía. A mí se me quedó en la memoria, sobre todo el nombre de la novela y, rebuscando —como hacen normalmente todos los niños cuando los padres se descuidan— en los papeles de los mayores, muchísimos meses después, encontré, no la novela íntegramente, sino apenas un capítulo de ella. Recuerdo que era el capítulo sobre la «Miel de Aricas». Lo leí y realmente en mi mente de niño de nueve o diez años, no encontré ninguna razón que explicara por qué aquel libro estaba prohibido y me quedó siempre grabada la última frase del capítulo: «Eso malo tiene la miel de las aricas. Es muy dulce, pero abrasa como un fuego».
Cuando vino la época de transición democrática, posterior a la muerte del General Gómez, una de mis aspiraciones en el orden de la lectura más sentida fue la de tratar de leer aquel libro que me llamaba la atención, entre otras cosas, porque había oído decir que estaba prohibido.
Yo soy del Llano, pero nadie nos había explicado ni interpretado nuestra tierra. Ni nadie nos había dicho siquiera cómo creía o pensaba que éramos los llaneros. Y allí, en una vieja edición de Doña Bárbara, en la cual recuerdo que se anunciaba en la contraportada, dos novelas con títulos que nunca han figurado en la bibliografía galleguiana, e entré, con pasión de adolescente y de lector que siempre he sido, a la novela. Y puedo decir que mi admiración por el escritor que interpretaba ese llano al cual yo pertenecía, que ya no tenía esa vibración heroica, que trepida, en las páginas de las novelas de Gallegos, comenzó a acentuarse y acendrarse, y hasta puedo decir que desde entonces en la memoria se me grabaron muchas de esas páginas:


La llanura es bella y terrible a la vez; en ella caben, holgadamente, hermosa vida y muerte atroz. Esta acecha por todas partes; pero allí nadie la teme. El Llano asusta; pero el miedo del Llano no enfría el corazón: es caliente como el gran viento de su soleada inmensidad, como la fiebre de sus esteros.
El Llano enloquece y la locura del hombre de la tierra ancha y libre es ser lanero siempre. En la guerra buena, esa locura fue la carga irresistible del pajonal incendiado en Mucuritas, y el retozo heroico de Queseras del Medio; en el trabajo: la doma y el ojeo, que no son trabajos, sino temeridades; en el descanso: la llanura en la malicia del «cacho» en la bellaquería del «pasaje», en la melancolía sensual de
la copla; en el perezoso abandono: la tierra inmensa por delante y no andar, el horizonte todo abierto y no buscar nada; en la amistad: la desconfianza, al principio, y luego la franqueza absoluta; en el odio: la arremetida impetuosa; en el amor: «primero mi caballo».
¡La llanura siempre!
Tierra abierta y tendida, buena para el esfuerzo y para la hazaña, toda horizontes, como la esperanza, toda caminos como la voluntad.

Eso que recuerdo, sin forzar la memoria, deja ver, o quiero que deje ver a ojos de quienes no son llaneros, de quienes no son venezolanos, la impresión que unas páginas tan hermosas y profundas, dejaron en el alma de un niño. Pero después encontraba, y me ha sido de mucha utilidad en el ejercicio de la acción política, otro recuerdo de la misma novela, cuando el mayordomo Antonio Sandoval trata de explicarle a Santos Luzardo, de dónde le viene al llanero su fuerza, siendo tan Jipato, tan pálido, tan descolorido, como es su semblante, y le decía que una vez se había presentado a buscar trabajo un llanero de por los lados del Cunaviche. La montura era un matalón y el apero apenas una tereca. Y cuando le dice que lo que le ofrece es montura, cualquiera de esos caballos montaraces, que le ponga la vista al que le guste y que lo amanse, pero que no le ofrece silla y que él tiene que operarlo entonces viene un diálogo, o una respuesta, a lo mejor incomprensible hasta para los llaneros de ahora, cuando Pajarote, según refiere Gallegos, poniéndole la mano a la tereca dice: «Yo tengo apero. Me falta el arricés, el guardabastos se me perdió, el fuste me lo robaron y la coraza no sé qué se me hizo; pero me queda el sufridor». Y Antonio Sandoval le decía a Santos Luzardo: le quedaba el sufridor, es decir, la voluntad de pasar trabajo.
Hoy en día, desde luego, las cosas son distintas. Ya ese Llano bravío, prácticamente, no existe en ninguna parte. Y, por supuesto, por más que los llaneros nos veamos reflejados en las grandes páginas del escritor, sabemos que pertenecemos a otros tiempos.
Pero lo grande, a mi juicio, de las novelas de Gallegos —y dispénsenme que yo entre en este terreno, donde no deben entrar criterios legos como el mío— es la extraordinaria capacidad para aprehender la realidad, para describirla y proyectarla al propio tiempo como simbología. Y por eso es que los libros de Gallegos tienen esa fascinación para todos. Se desenvuelven dentro del mundo semi-misterioso, mágico o semi-mágico, racional e irracional en que nos movemos los venezolanos, particularmente en razón del altivismo de diversas razas que llevamos en las venas y en la herencia vital.
Y las obras de Gallegos, se han venido haciendo, cada día, más universales, hasta en una simple cuestión: las primeras ediciones de Doña Bárbara, por ejemplo, tenían un diccionario de venezolanismos, una explicación de las palabras que no eran de uso común, sino muy local, llanero, que en la novela se utilizaban. Eso desapareció después porque la fuerza de la narración y de la descripción es tan grande que la palabra, aunque no se entienda, se interpreta. Y de ahí que, hoy en día, tanto en las obras completas, como en las diversas ediciones de las diez novelas galleguianas, o en las ediciones de Doña Bárbara concretamente, no venga ese diccionario o ese léxico de venezolanismos.
Gallegos es, desde luego, una figura que pertenece a la totalidad de los venezolanos. Es una figura que pertenece al Continente y a las letras del mundo. Y bien está que se haga, con motivo de los cincuenta años de Doña Bárbara, esta reunión que congrega tan esclarecidas mentalidades, tantos escritores e intelectuales, tantos críticos expertos en bucear en los mares de la literatura, en interpretar lo que se dice, en buscar la proyección más allá de las palabras y más allá quizá de la voluntad de los propios autores. Y, desde luego, en Gallegos hay una mina inacabable en este sentido de la interpretación. Porque, digo, lo suyo tiene ese sentido de lo clásico por intemporal, por no haber sido escrito para un tiempo determinado sino para mantener su vigencia y mantener también la vigencia de lo simbólico que encierra.
Yo sé, desde luego, que esas novelas, esa trilogía de novelas fundamentales, Doña Bárbara, Cantaclaro y Canaima, son las que más atraen la atención de la gente, sin que por esto desmerezcan las restantes novelas, que en algún viejo ensayo el crítico alemán Ulrich Leo calificaba como de novelas cinematográficas, las novelas de final abrupto, que son las últimas novelas de Gallegos, mientras que las anteriores, como las tres mencionadas, son novelas en las cuales prácticamente, los protagonistas no terminan. Son novelas en las cuales los protagonistas se sumergen y se van diluyendo poco a poco en una atmósfera medio fantasmal, medio fantástica, medio embrujada y medio misteriosa. Cada cual imagina el destino final. Allí esta Doña Bárbara que nadie sabe dónde va a ser su paradero. Allí está Cantaclaro que se supone que se lo llevó el diablo, después que cantó con él y lo venció en un contrapunteo. O allí está ese Marcos Vargas de Canaima, del cual solamente se hace, al final, si mi memoria no falla, una referencia muy impersonal y muy a la venezolana, cuando le traen a Gabriel Ureña ese niño, también llamado Marcos Vargas, y le dicen algo así como: Aquí le mandan. Por eso se adivina, se intuye que el que manda es el Marcos Vargas del ¡Qué hubo!, ¿Se es o no se es?, para navegar por ese mundo en el cual durante cincuenta años ha habido exploradores de todos los idiomas, de todas las profesiones, de todos los conocimientos, de todas las actitudes vitales. Y yo tengo la sensación de que van a hacer en estos días de intensas jornadas, una labor admirable en favor, no solamente de un escritor y de un hombre público, y de un gran ciudadano, y de un eminente pensador, sino en favor de todo lo que, como presencia, cada día con más proyección universal, tiene la literatura iberoamericana, la literatura latinoamericana.
Muchas gracias.

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Elogio de Paula Vásquez Lezama

Paula Vásquez Lezama por @andreinamujica, 2020.

Elogio de Paula Vásquez Lezama

Por Guillermo Ramos Flamerich

Conocí a Paula Vásquez un miércoles de octubre de 2018 en París, en un café cercano a la estación de metro de Birk-Hekeim. El profesor Tomás Straka había servido de puente o, lo que él llamó, «the french connection». Era un momento en que me debatía entre el optimismo y el vértigo de estudiar y vivir en una ciudad que no acaba nunca, como alguna vez tituló Vila-Matas. Al encontrarme con Paula lo primero que pude notar fue su sonrisa y una mirada apasionada cuando hablaba de Venezuela. De ese instante nació una complicidad duradera.

En adelante las reuniones en su apartamento se hicieron más frecuentes. Entre sus libros, la gata, sus amigos y familia, me hizo sentir en casa. Su agenda siempre estaba llena de compromisos en congresos, foros y declaraciones para los medios. Se había convertido en Francia en una voz de sindéresis ante la compleja y muchas veces mitificada realidad venezolana. Pero ella tenía su rol muy claro: «Soy socióloga y antropóloga; estoy involucrada en la vida pública y trato de no servir a ningún dogma», como dijo en la introducción de una de sus obras. Esta autoridad la llevó a coordinar el número 697, dedicado a Venezuela, de Les Temps Modernes, la icónica revista que habían fundado Sartre y de Beauvoir en 1945, y que para principios de 2018 todavía dirigía Claude Lanzmann.

Su pasión por el país se traducía en una espléndida trayectoria académica. Socióloga de la Universidad Central de Venezuela y doctora en antropología social y etnología, en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (EHESS), era además investigadora permanente del Centro Nacional para la Investigación Científica en Francia (CNRS) y miembro del Centro de Estudios Sociológicos y Políticos Raymond Aron. Más allá de su resumen curricular, sus trabajos nos dejaron algo que es fundamental no solo para comprender el país, sino para transformarlo. De explicación pedagógica, de pluma suelta, supo combinar el trabajo de campo al aproximarse a las tragedias de Vargas, Amuay o la muerte de Franklin Brito, en conjunto con el rigor del análisis académico y la generación de conocimiento sobre el control político a partir de los desastres y el estado de excepción.

Esto la llevó a publicar tres títulos ineludibles para entender nuestra contemporaneidad: Poder y Catástrofe. Venezuela bajo la tragedia de 1999 (2008), Le chavisme : un militarisme compassionnel (2013) y Pays hors service (2019). Este último, a medio camino entre la crónica, el análisis metódico y la inquietud de lo que podría traer el futuro. En 2021 apareció la versión en español bajo el título de País fuera de servicio. Sobre ello fue una de las últimas conversaciones que tuvimos. A pesar de su estado cada vez más delicado, mucha era su alegría por la nueva edición.

Pero ahora quiero recordar la última vez que nos vimos y compartimos en persona. Fue en su apartamento más reciente, el que tiene una ventana que da a la colina de Montmartre. Una tarde de domingo, junto a mi novia, conversamos de política, autores y música. Una amante empedernida del tango, Paula recitó alguno de memoria. Entusiasta de la salsa brava y el bolero, una forma de conocerla y mantenerle presente es escuchando las canciones de su playlist La Vásquez en París, en Spotify. Escribo estas palabras desde el dolor por la partida de una amiga, pero también por la pérdida para Venezuela de una de sus mentes más claras en la hora actual.

Paula Vásquez Lezama nació en Caracas el 9 de febrero de 1969 y falleció en París el 22 de marzo de 2021.

*Publicado originalmente en La Gran Aldea el 26 de marzo de 2021

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De la quema de libros a la reconstrucción de nuestra memoria

Biblioteca José Ramón Medina

«Pienso en el caso de la biblioteca de José Ramón Medina, poeta y político guariqueño fallecido hace ya una década. Fundador de la Biblioteca Ayacucho, procurador y contralor general de la nación. Lo mínimo que hubiese podido hacer alguna de estas instituciones públicas era el de interesarse en preservar por entero su biblioteca y archivo.» Foto de Carlos Arveláiz.

De la quema de libros a la reconstrucción de nuestra memoria

Por Guillermo Ramos Flamerich

Junio de 2020 comenzó en Venezuela con dos noticias insólitas: el momento histórico en que la gasolina nacional dejaba de ser la más barata del mundo y se transformó en un producto importado que se vende en dólares, y las imágenes por redes sociales de unos cuantos, muchísimos, libros quemados. La biblioteca general de la Universidad de Oriente (UDO), núcleo Cumaná, acababa de sufrir un incendio. ¿Vandalismo o accidente? ¿Una combinación de ambas en un campus sin los recursos necesarios para su mantenimiento?

Las hojas ardían mientras evocaban tristes páginas de la historia de la humanidad. En un país que pareciera no saber qué hacer consigo mismo, es otro síntoma de ese huracán formado por demonios reales e imaginarios, que nos está llevando a todos.

Los cientos, quizás miles, de libros hechos cenizas representan una de las características más resaltantes de lo que va de nuestro siglo XXI: la lucha desde el poder por arrebatarnos nuestra memoria colectiva. El chavismo ha declarado una guerra contra nuestra historia, mientras la simplifica para utilizarla como una herramienta más de su propaganda. No han dejado de sorprendernos con lo que son capaces de hacer con este propósito, ni siquiera con todo lo que han descrito al respecto durante años nuestros mejores investigadores historiográficos, sociológicos y discursivos.

El proyecto hegemónico ha buscado vencer, entre otras cosas, a partir del olvido.

Primero fueron nombres de avenidas, parques, instituciones. Cambiaron la bandera, el escudo, los logos de las organizaciones públicas, todo lo que pudieron desde los vagones del Metro de Caracas hasta el nombre oficial del país. Después vino la reescritura de fechas y efemérides sin consenso previo.

Pero quizás uno de los crímenes más viles de estos años ha sido la omisión que acompaña a la desidia, como ha pasado en la UDO.

Biblioteca UDO Cumaná

Biblioteca general de la Universidad de Oriente, núcleo Cumaná, 1 de junio de 2020.

Las hogueras frías del abandono

Lo vemos en la red de bibliotecas públicas y en el poco interés que se le da a la Biblioteca Nacional de Venezuela, en Caracas. Un catálogo en línea que funciona de cuando en vez, y unas instalaciones en las que sus empleados tienen que hacer malabares para intentar cuidar libros, documentos y equipos. También la crisis, la siempre mencionada crisis nacional, se está llevando consigo bibliotecas privadas que pertenecieron a personajes que aportaron en la construcción de la república civil. Al estos fallecer, muchas veces los familiares no saben qué hacer con colecciones tan grandes. Ante el desafío de costos que significa asumirlas por alguna universidad o fundación privada, y ante el vacío gubernamental, el país pierde un patrimonio fundamental para su espíritu y memoria. Pienso en el caso de la biblioteca de José Ramón Medina, poeta y político guariqueño fallecido hace ya una década. Fundador de la Biblioteca Ayacucho, procurador y contralor general de la nación. Lo mínimo que hubiese podido hacer alguna de estas instituciones públicas era el de interesarse en preservar por entero su biblioteca y archivo.

La falta de una política cultural, uno llega a pensar que adrede, hace que una sociedad denostada siempre como «sin memoria», siga ahogándose en su ignorancia.

Pero no siempre hemos vivido esta desidia. Personas e instituciones han logrado llevar a cabo proyectos valiosos con la intención de proteger la memoria histórica del país: entre 1974 y 1999, Virginia Betancourt trabajó por la radical transformación de la Biblioteca Nacional de Venezuela.  De unos libros en mal estado, hacinados en el palacete guzmancista de la Avenida Universidad, pasaron a un moderno edificio diseñado por Tomás José Sanabria en el llamado Foro Libertador. En un cuarto de siglo, la Biblioteca Nacional se fue erigiendo como una de las más importantes de América Latina, por estar a la vanguardia en sus técnicas de catalogación y cuidado de los libros, pero también por un personal altamente competente. Esta experiencia de gestión cultural Virginia igualmente la ha vertido en mantener vigente la memoria de su padre. La Fundación Rómulo Betancourt, a partir de finales de los ochenta, empezó a publicar el archivo del expresidente, así como ensayos y estudios acerca de nuestra historia política. A partir de 2009, en alianza con la Universidad Pedagógica Experimental Libertador, se iniciaron las clases del Diplomado en Historia Contemporánea de Venezuela, con el foco en formar maestros de escuela primaria, bachillerato y profesores universitarios. De esta misma determinación han nacido las colecciones de libros: Cuadernos de Ideas Políticas y Serie Antológica de Historia Contemporánea de Venezuela.

Otro testimonio de este trabajo por la memoria venezolana fue el llevado a cabo por el historiador y expresidente Ramón J. Velásquez. Luego de su labor de preservación del Archivo Histórico de Miraflores, así como la publicación de la colección de Pensamiento Político Venezolano del siglo XIX y del de buena parte del siglo XX, una de sus labores menos estudiadas fue la creación de la Fundación para el Rescate del Acervo Documental de Venezuela (Funres) en la década de los ochenta. Desde allí se emprendió un trabajo inmenso no solo en la divulgación de archivos prácticamente desconocidos, sino en el apoyo a nuevas publicaciones y la búsqueda de fuentes y testimonios sobre Venezuela en diferentes partes del planeta. Cabe recordar la recuperación y publicación en un tomo de las caricaturas que alrededor del mundo aparecieron sobre Cipriano Castro.

En la actualidad la preservación de la memoria venezolana ha quedado relegada a contadas acciones privadas ante la orfandad oficial. Se pueden mencionar el ahínco de la Fundación para la Cultura Urbana durante dos décadas, y ahora con una labor de curaduría y difusión de su archivo fotográfico, así como el trabajo continuo de Fundación Empresas Polar, que a su vez han asumido el reto de fomentar el estudio y difusión histórica al mundo digital.

Los guardianes

Pero también se hallan esfuerzos particulares en defensa de reconocernos como país. La Fundación John Boulton tiene una colección rica en documentos y objetos del siglo XIX venezolano. A partir de 2007 la Casona Santaella, ubicada entre la triada de la Biblioteca Nacional, el Panteón y el Archivo General de la Nación, alberga un museo de acceso gratuito, en el que podemos encontrar no solo objetos que pertenecieron a Simón Bolívar, sino también los muebles y curiosidades del escritor Arístides Rojas, y recuerdos del periodo guzmancista, quizás los más vistosos los dos fragmentos de sus derribadas estatuas: un puño del «Manganzón» y la cabeza y pecho del «Saludante».

Tenemos el caso de La Poeteca, una fundación para el incentivo de la lectura, pero también un lugar de encuentro en el que se preserva una cada vez más rica colección de ediciones de poesía venezolana de todos los tiempos. A esto quiere sumar dos trabajos que se están haciendo en las regiones: El Correo de Lara, que busca preservar viejas fotografías del estado y contar grandes y menudas historias sobre la región. El otro es La Rama Dorada, librería-café en Mérida que tiene un «Libro Club» en el que uno puede pedir en préstamo libros que no se consiguen actualmente en el mercado (desde ediciones venezolanas que no han sido reeditadas, hasta clásicos de la literatura universal).

A esto se le suma el trabajo de la Universidad Católica Andrés Bello al acoger el archivo y libros de Sofía Ímber y las salas virtuales de investigación. El de la Universidad Metropolitana, en la cual se preservan las bibliotecas particulares de Pedro Grases, Arturo Uslar Pietri y Ramón J. Velásquez. Y la iniciativa familiar de reedición de la obra escrita de Rafael Caldera y la digitalización de su archivo (libros, discursos, cartas, fotos y videos),  la cual se está convirtiendo en la primera biblioteca presidencial digital de Venezuela

En mi generación, nacida entre los últimos años del sistema democrático representativo y el comienzo de la «revolución», hay una nostalgia por un país que no conocimos. Cada vez es más popular que en redes se compartan fotos, videos, crónicas y momentos fragmentarios de esa Venezuela que se creyó a un paso de la modernidad. Ha habido cierta inquietud por crear una plataforma online para preservar la memoria cultural venezolana, pero ya hay algunas iniciativas individuales en marcha.

Andrés della Chiesa creó en Instagram una cuenta llamada La palabra compartida, donde difunde cada cierto tiempo frases, imágenes e historias de la memoria venezolana. Andrés considera que cree en la tradición «la cual nos une y alimenta como pueblo». También se declara venezolanista y ve en el pasado una forma de conseguir respuestas y repensar la crisis cultural y educativa. Guiado por la figura de Arturo Uslar Pietri, se ha dedicado estos días de cuarentena, junto a la Casa AUP, a presentar conversatorios y charlas en línea sobre el escritor, así como de temas que van desde la historia del humorismo local, hasta el análisis del proceso guerrillero en los años sesenta.

Con una perspectiva diferente, Gabriel «Chacho» Domínguez fundó hace ocho años el Instituto Progresista. Junto al debate de temas de actualidad como derechos ambientales, feminismo y movimientos sociales, otro de sus propósitos ha sido revitalizar la memoria de los líderes de la democracia venezolana. «Si la gente añora algo que no recuerda muy bien, hay que mostrárselo como vigente y vivo», me dice. Considera que sobre la Venezuela democrática hay una amplia historia por contar, que no ha sabido cómo presentarse. Hay que convencer, mostrar que es algo atractivo, interesante, para el presente. Por eso desde este instituto se han apoyado jornadas sobre la historia democrática, encuentros llamados La cueva de Clío y una campaña en redes denominada Ellos también fueron jóvenes, mostrando los primeros pasos de algunos de nuestros dirigentes históricos.

Yo también estoy afincando mis esfuerzos en la recuperación de la memoria democrática venezolana. De eso puedo hablar otro día. Lo que sí les puedo decir es que es un trabajo complejo en una Venezuela que luce arrasada, tal cual la biblioteca de la UDO. Pero la acción de unos cuantos quemando libros y borrando nuestra memoria, serán solo episodios de una historia y de un pasado que debe revisarse, para sentar las bases vigorosas del país de la reconstrucción.

*Publicado originalmente por Cinco8 el 6 de junio de 2020.

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Gustavo Guerrero, caballero francés de las artes

Escritor venezolano Gustavo Guerrero en París

Gustavo Guerrero y Alain Rouquié en la Casa de la América Latina de París.

Gustavo Guerrero, caballero francés de las artes

Por Guillermo Ramos Flamerich

Son las seis y veinte de la tarde en el 217 del elegante Boulevard de Saint-Germain-des-Prés. Es el miércoles 10 de abril de 2019 y en el nivel inferior de la Casa de la América Latina de París suena la canción «Volverte a ver» en la voz de Oscar de León. Esa pieza ameniza la exposición Fiesta Gráfica, la cual es un viaje por el diseño contemporáneo en Latinoamérica y Francia. Un piso más arriba, se espera que al pasar de diez minutos ocurra el solemne acto de imponer la orden de Caballero de las Artes y las Letras de Francia, al escritor, editor y profesor venezolano Gustavo Guerrero.

El evento comienza con veinte minutos de retraso en la Sala de los Embajadores. Esta condecoración, otorgada por el Ministerio de la Cultura (ese órgano creado hace sesenta años y encabezado por primera vez por el escritor André Malraux), ha tenido entre sus recipiendarios a figuras como los actores Jackie Chan y Leonardo DiCaprio, las filósofas feministas Julia Kristeva y Judith Butler, o la cantante colombiana Shakira. El encargado de colocar esta insignia será el diplomático Alain Rouquié, director de la Casa de la América Latina y reconocido politólogo con sendos libros publicados sobre las dictaduras militares y la democracia en nuestro continente.

Rouquié comentará la trayectoria académica y literaria de Guerrero, lo que no sabe es que al colocarle el medallón en el pecho, lo hará de una manera tan fuerte que el venezolano lo sentirá como la aguja indeleble de un tatuaje.

Guerrero, nacido en Caracas en 1957, tiene como primera carrera la abogacía. Luego de ello, estudiará letras hispánicas en París y dedicará su línea de investigación a la lírica poética y la crítica de escritores y estilos. El Neobarroco, Severo Sarduy o Camilo José Cela, del cual contará en su ensayo Historia de un encargo, el periplo del novelista español para escribir La Catira (1955), aquella obra con «historias de Venezuela», la cual el dictador Marcos Pérez Jiménez pensó como la sustituta perfecta de Doña Bárbara para la era del «Nuevo Ideal Nacional». Este trabajo le valdrá a Guerrero el Premio Anagrama de Ensayo en el 2008.

También ha sido profesor visitante en la Universidad de Princeton, en los Estados Unidos y actualmente imparte clases en la Universidad Paris Cergy-Pontoise. Se ha dedicado a la transmisión e internacionalización de obras latinoamericanas, desde su posición como consejero editorial de literatura hispana en el prestigioso sello francés de Gallimard. A partir de 2016 lleva el proyecto-seminario MEDETLAT, el cual pretende estudiar la traducción y mediación de obras latinoamericanas en Francia (1945-2000).

En sus palabras de agradecimiento en fluido francés, Gustavo Guerrero hablará de aquellos venezolanos que han encontrado una oportunidad en ese país. También mencionará la crisis que vive Venezuela y recordará que la nación gala no ha sido indiferente. Reconocerá a sus compañeros de la editorial y, entre ternura y complicidad, se dirigirá a su esposa Laurence al recordar el verso de T.S. Eliot: «estas son palabras privadas que te dirijo en público».

Al finalizar el evento, mientras se brindaba por el nuevo caballero francés, al fondo, en una biblioteca, se podían observar decenas de tomos de la colección de la Academia Nacional de la Historia de Venezuela. El país se expresaba entonces no solo en la memoria de su pasado, también en la capacidad de su gente en el presente.

*Publicado originalmente en el suplemento cultural Verbigracia de El Universal, el 17 de mayo de 2019

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#ReseñaVenezolana: Envuelto en el manto de Iris – Mariano Nava Contreras

Envuelto en el manto de Iris (2010) - Mariano Nava Contreras

Mariano Nava Contreras. Envuelto en el manto de iris. Humanismo clásico y literatura de la independencia en Venezuela. II edición. Mérida. Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes, 2010. 131 pp.

 

Publicada originalmente en 1996, por la Fundación Casa de las Letras Mariano Picón Salas, con una segunda edición revisada y prologada por el crítico literario Gregory Zambrano, en 2010, esta obra del escritor y profesor universitario Mariano Nava Contreras (Maracaibo, 1967) busca, de manera orgánica, reconocer los conceptos tomados de la antigüedad grecolatina presentes en nombres estelares del proceso de Independencia de Venezuela.

El libro está estructurado en doce capítulos más un epílogo en los cuales se asienta una base teórica y un recorrido por la enseñanza y tradición de lo clásico en tiempos de la colonia, hasta detenerse en figuras fundamentales del proceso emancipador como Francisco de Miranda, Andrés Bello, Simón Bolívar y Juan Germán Roscio.

Nava Contreras analiza este panorama no desde el asombro de que los antes mencionados conocieran de los literatos clásicos, sino desde la asunción que la cultura en la que estos sujetos se forman es justamente una que involucra, como columna vertebral, el aprendizaje de estos autores y sus textos.

Una de las premisas del libro es aquella de que tener una formación intelectual medianamente solvente en los estertores del régimen colonial significaba manejar los clásicos de manera directa. Bien fuera leyéndolos en su lengua de origen, o las traducciones que se disponían para el momento. Otra de las proposiciones de la obra es explicar a los lectores contemporáneos cómo los padres fundadores manejaban los conceptos e ideas pertenecientes a lo clásico y cómo quedó plasmado en sus realizaciones.

Nava Contreras se une al grupo de ensayistas y pensadores que han buscado redescubrir el pasado colonial de Venezuela, tan denigrado y olvidado por la historia oficial a lo largo de nuestra vida como república independiente. Quiere desmontar el mito de que antes de la generación libertadora no existía una herencia cultural. También, rompe con la hagiografía y la postal heroica que, en muchos textos y discursos, han querido colocar a estos hombres como una generación predestinada en la lucha por la libertad.

Asimismo, intenta ser una aproximación a una de las grandes carencias de la historiografía nacional: el estudio del pensamiento colonial como proceso. Hasta el momento, la mayoría de textos existentes sobre esta temática lo tocan tangencialmente. No existe una obra que calibre a la tradición clásica en Venezuela, como sí existen en otros países de la región.

Una característica a destacar es que este libro no está escrito desde la visión del historiador, sino del filólogo. Nava Contreras, doctor en filología clásica por la Universidad de Granada, deja a un lado al personaje histórico y se fija en el hecho literario. Ejemplo de ello es cuando nos retrata las influencias y características de la poesía de Andrés Bello, para concluir que se distinguen «la adecuación artística de los motivos y temas grecolatinos a la realidad natural americana» (p. 59).

Es así como la mirada del filólogo ayuda a comprender mejor la función de la literatura clásica en el contexto latinoamericano y en el venezolano. Se aprecia entonces el camino de ida y vuelta, y cómo el personaje estudiado recibe la herencia clásica, se la apropia y la reelabora en sus textos.

Para la realización de esta obra Nava Contreras destaca el uso de fuentes primarias, como los diarios de Francisco de Miranda, los escritos de Juan Germán Roscio y antologías poéticas de la Independencia. Pero también revisa a los autores que se han dedicado al estudio de los temas y periodos abordados. Algunos de ellos: Mario Briceño Perozo, Blas Bruni Celli, Miguel Castillo Didier, Caracciolo Parra León y Elías Pino Iturrieta, entre otros.

Envuelto en el manto de iris se convierte así en una contribución al estudio de la historia de las mentalidades en Venezuela, en el que se propone salirse del hecho anecdótico para repensar lo clásico y su influencia hasta nuestros días. Si se comparan la primera con la segunda edición, se infiere que es un libro que puede irse nutriendo continuamente de las investigaciones y descubrimientos en una materia que es todavía susceptible a revisiones.

Esta obra invita al debate. Esperemos que nuevos investigadores se interesen por estos temas y así poder enriquecer las visiones y revisiones de un periodo poco visitado por la historiografía nacional.

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Viajeros del siglo XIX en Venezuela

Velorio de Cruz de Mayo - Göering

Velorio de Cruz de Mayo. Anton Göering. Tomado del Atlas de Tradiciones de Venezuela. Fundación Bigott, 1998. Aparecido originalmente en Von tropischen Tieflande zum ewigen Schnee. Eine malerische Schilderung des schönsten Tropenlandes Venezuela. Leipzig, 1892.

La extraordinaria cotidianidad

Por Guillermo Ramos Flamerich

Comenzaré estas palabras con una evocación muy personal. De niño siempre revisaba el Atlas de Tradiciones de Venezuela (1998) de la Fundación Bigott. Allí conocí de cultores populares, arquitectura local y las fiestas y manifestaciones que acompañan y adornan cada región del país. Cuando llegaba a la sección sobre «La Música Tradicional Venezolana», más allá del texto, quedaba fascinado por un grabado de 1892 sobre los Velorios de Cruz de Mayo.

En el mismo, aparecen tres individuos quienes a punta de furro, maracas y algún cuatro o guitarrilla, ponen a bailar a dos parejas, vestidas a la usanza de los trapos campesinos de la época, vestimentas consideradas actualmente como parte del patrimonio nacional. Otras cuatro personas acompañan la escena, dos a lo lejos, otras dos más cercanas. También son dos las chozas. En la más próxima a nosotros, podemos ver la silueta de un altar, con sus velas y ofrendas a una Cruz de Mayo la cual no es evidente, pero está omnipresente en todo el cuadro. La vegetación es exuberante y distingue un paisaje idílico para cualquier amante de la tierra tropical. Durante mucho tiempo esta sería mi más importante referencia gráfica sobre los Velorios de Cruz en el país y sigue siendo la más antigua que conozco. Solo la sustituiría, o mejor dicho, complementaría, asistir y vivir en pleno este ritual.

Después descubrí que el grabado había sido hecho por un viajero alemán de mediados del siglo XIX llamado Anton Göering (1836-1905), de quien el poeta y geógrafo Pascual Venegas Filardo se preguntaría si era más artista que naturalista, y el cual entregó en sus paisajes «no solo la naturaleza, sino la poesía paisajística de nuestro país»[1].

Es interesante como este registro gráfico se termina convirtiendo en documento y cómo a un venezolano del presente su imaginario sobre sus tradiciones puede ser construido a través de lo que vio un europeo. Una retroalimentación que nos hace reflexionar sobre lo propio, lo cercano y lo ajeno. Lo dice el historiador José Ángel Rodríguez al referirse a los testimonios de extranjeros: «Son ellos una parte vital de nuestro pasado, en particular del siglo XIX, cuyas fuentes históricas están dispersas y existen vacíos de información considerables, sea por la acción del fuego de montoneras y revoluciones sobre el papel en su momento, cuando no por pérdidas posteriores, resultado de otras intervenciones sobre nuestra memoria escrita»[2].

Centrándonos justamente en los mediados del siglo XIX, periodo de contratiempos propios del nacimiento y formación de las repúblicas independientes latinoamericanas, encontramos ciertas características generales que definieron la mirada europea, la cual plasmaron en sus cartas, dibujos y diarios, muchos de ellos publicados en la época, en sus países de origen y en ciudades que constituían el epicentro de la cultura occidental. A diferencia de sus abuelos conquistadores del siglo XVI, estos no llegaban a lo que se pudiera considerar un universo desconocido, propio para que cualquier leyenda o herencia mitológica de la tradición grecolatina[3] y más allá, pudieran hallarse en estos parajes.

El contexto político, histórico y económico era otro. Europa vivía su segunda Revolución Industrial. Las ideas del positivismo y la expansión del imperialismo, creaban en la mentalidad de la época una fascinación por el progreso de la técnica, por describir y medir toda experiencia y por abrir nuevas rutas a los mercados mundiales. Además, si bien las poblaciones latinoamericanas eran subsidiarias de la herencia occidental, estas eran tratadas como periféricas, sirviendo como campo idóneo para sustentar los prejuicios del momento: «También las generalizaciones supuestamente basadas en la observación directa de la sociedad, a menudo producen un diagnóstico distorsionado. Una lectura atenta descubre que no hay tal inmediatez de la observación, sino juicios previamente filtrados por los valores del acervo europeo» [4], como nos explican Elías Pino Iturrieta y Pedro Calzadilla al tocar este tema sobre la mirada del otro.

Existe entonces una barrera mental. Una torre desde la cual el viajero juzga y compara. No se integra al medio, pero le puede ser propio y lo reconoce en todo aquello que pueda servirle a su concepción de mundo: «la mirada del viajero está codificada en términos de la contraposición “civilización” y “barbarie”, expresada mediante la oposición “yo”/“otro” y “blanco”/”negro”, la imagen también esta codificada en términos del comercio. Lo que el viajero “mira” se convierte en un objeto con un valor para el mercado, y con miras a una explotación capitalista» [5].

Muchos pasaban tan solo una temporada en estas tierras, otros se quedaban por largos años. También existen las diferencias entre los que se interrelacionaban con los habitantes del lugar y los que no perdían su aura de advenedizos. En el mismo trabajo de José Ángel Rodríguez, anteriormente citado, se explica la diferencia entre las experiencias de franceses, ingleses y alemanes. Estos últimos, buscaban aprender el idioma, ser parte activa de la vida social del pueblo o ciudad en la que se encontraban, también sirvieron a la formación del conocimiento científico nacional. Muchos de ellos inspirados por el barón Alexander von Humboldt (1767-1835) (quien a comienzos del siglo había recorrido un buen trecho de la geografía local), buscaban emular sus hazañas, pero las circunstancias terminaban haciendo del viaje una vivencia bastante diferente.

Existen otros casos, como el de la viajera francesa Jenny de Tallenay (c. 1855 – ¿?), quien estuvo en Caracas de 1878 a 1881, debatiéndose en sus Recuerdos de Venezuela (1884) entre su cariño por la tierra, la crítica social y cometiendo graves gazapos en su recuento de la historia local y de los personajes y lugares. Algo muy generalizado entre los viajeros, lo cual se anota ante la mirada actual como datos curiosos, no como imprecisiones fatídicas que puedan deslegitimar al documento.

Lo cierto es que cuando los viajeros regresaban a sus lugares de origen, existía un público ansioso por conocer y vivir estos recorridos. La vida cosmopolita del viejo mundo tenía un mercado propicio no solo para las novelas y ficciones de un Julio Verne y un Emilio Salgari, también para la divulgación científica y para la imaginación de lo real. Allí entran los grabados, litografías y luego las primeras fotos, las cuales hicieron vivir a muchos los pasos de los ríos, de la selva, el contacto con civilizaciones que pudieran considerar en su óptica como «semibárbaras», vinieran estas de la América Latina, de África o Asia.

A nosotros, estos testimonios nos servirán mucho tiempo después, luego de ser traducidos y estudiados, como puntos de encuentro con nuestro pasado nacional. Logrando, en muchos casos, tapar esos baches en los que se extravían la cotidianidad de una sociedad y haciendo evidente lo que de tanto parecernos lo obvio y lo común, lo dejamos pasar sin registrarlo. Resultando, en la mirada del viajero, situaciones fabulosas, aventuras inacabadas y relatos extraordinarios dignos de ser contados y mostrados en todo el orbe.

Referencias

[1] Pascual Venegas Filardo, Viajeros a Venezuela en los Siglos XIX y XX. Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1983,  p. 85.

[2] José Ángel Rodríguez, «Viajeros alemanes a Venezuela en el siglo XIX». Se puede revisar este trabajo en el siguiente enlace: http://190.169.94.12/ojs/index.php/rev_ak/article/download/884/813

[3] Sobre este tema y relacionado con Venezuela en específico, se recomienda leer Novus Iason. La tradición grecolatina y la relación del tercer viaje de Cristóbal Colón, del profesor Mariano Nava Contreras. Fondo Editorial Apula, Mérida, 2006.

[4] Elías Pino Iturrieta y Pedro Calzadilla, La mirada del otro. Caracas, Artesano Editores / Fundación Bigott, 2012,  p. 26.

[5] Santiago Muñoz Arbeláez, «Las imágenes de viajeros en el siglo XIX. El caso de los grabados de Charles Saffray sobre Colombia». Historia y Grafía, número 34, 2010, p. 186.

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Sobre Los días de Cipriano Castro; Mariano Picón Salas (1953)

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Los días de Cipriano Castro se convirtió muy pronto en un bestseller nacional, vendiéndose 1000 ejemplares en tan solo 48 horas, un récord en la Caracas de ese entonces.

Sobre Los días de Cipriano Castro

Por Guillermo Ramos Flamerich

La presente publicación es un extracto del trabajo final entregado para la Cátedra de Historiografía en el semestre de nivelación de la Maestría en Historia de Venezuela, Universidad Católica Andrés Bello, Caracas:

En una foto de 1955 de autor desconocido, Mariano Picón Salas aparece rodeado a su derecha por un Arturo Uslar Pietri reflexivo y de brazos cruzados; a su izquierda, por Miguel Acosta Saignes, con los ojos cerrados, en pose meditativa. Mientras tanto, don Mariano está sumido en la lectura ante un viejo micrófono de condensador. El escenario es la Universidad Central de Venezuela, durante el ciclo de foros preparados por la Facultad de Filosofía y Letras, en los que participarían no solo los ya mencionados, también los acompañarían intelectuales como Augusto Mijares, Isaac J. Pardo, Ángel Rosenblat, Pedro Grases, entre otros. Acosta Saignes calificaría todas estas charlas como «una especie de revulsivo»[1] contra la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez, la cual ya ejercía con total plenitud desde hacía más de dos años.

Un año antes, en 1954, Picón Salas había compartido escenario con Uslar Pietri al recaer en ambos el Premio Nacional de Literatura. Uslar por una colección de ensayos titulada como la comedia de Aristófanes: Las nubes; Picón Salas, por su parte, con una obra polémica, de historia reciente, la de comienzos del siglo XX venezolano, donde contaba la vida de un país a través de las horas de un hombre que había marcado no solo los años en que le tocó gobernar, sino que había dejado puerta franca para las transformaciones que los venezolanos de mediados de siglo seguían viviendo y padeciendo. Muchos tomaron el libro como un guiño al presente, nuevamente colmado por la censura y las conversaciones a voz baja y con velo.

Utilizando nuevamente la frase del antropólogo Acosta Saignes, este libro podía ser visto como otro revulsivo contra el autoritarismo, esta vez envuelto en las artes de un prosista que salió de Mérida para estar errante por el mundo. Fueron justamente esos años de la década militar en los que viviría por más largo tiempo en Venezuela desde su autoexilio en Chile cuando apenas contaba con 22 años. Pero para conocer el pulso de la época, es válida la reflexión que hace el historiador Ramón J. Velásquez en 1954 en un prólogo a la edición de los escritos del general Antonio Paredes, sobre el ascenso de Cipriano Castro al poder[2]:

La aparición del libro «LOS DÍAS DE CIPRIANO CASTRO» de Mariano Picón-Salas constituyó un acontecimiento nacional. En menos de una quincena se agotó la primera edición de la obra. Los lectores tomaron beligerante posición frente a las afirmaciones y a las pinturas que con su inimitable estilo y extraordinario talento había realizado el gran escritor. A muchos disgustó el tono de sutil ironía que empleó al retratar figuras y episodios de la turbulenta Venezuela de comienzos del siglo. Se llegó a discutir acerca de los méritos literarios del libro y se examinaron con lupa y telescopio las intenciones entrelíneas. Gentes hubo que quisieron ver en las páginas dedicadas a relatar la marcha de Castro hacia el Capitolio y en la crónica de los días del bloqueo, una nueva y hábil exaltación del caudillismo. Y también quienes, utilizando las mismas páginas y los mismos párrafos, descubrieron en el escritor andino, una marcada tendencia antiandinista, un disolvente propósito de burla. Algunos reclamaron a Picón Salas el no haber destacado con mejores trazos las firmes actitudes nacionalistas de Don Cipriano, al propio tiempo que concedía demasiada extensión al cuento de sus andanzas donjuanescas y de sus salidas de mal gusto. Pero la mayoría estuvo de acuerdo en que la apasionante narración de Picón Salas era el fiel reflejo de cuanto para bien y para mal de Venezuela, ocurrió en aquellos lejanos días. Y que las culpas no eran del historiador, sino de los héroes.

En otra parte de ese mismo prólogo, Velásquez afirma que Picón Salas había «logrado actualizar el tema de Castro y el castrismo». Como una nueva moda, muchos hechos del pasado van logrando acaparar la atención de quienes no pudieron vivirlo a plenitud. Y la pátina del tiempo, formada en los recuerdos de dolientes y defensores que podían permanecer vivos, la reviste ahora el lustre de investigadores e historiadores que ven más allá de la anécdota y buscan en las profundidades de periódicos, documentos oficiales, libros y archivos, las pistas para reencontrarnos con nuestro imaginario como nación.

Sobre la figura y tiempos de Cipriano Castro para la época de publicación de la obra de Picón Salas, los libros existentes van desde los testimonios, hasta las historias panfletarias y la ficción. Bien se puede nombrar a Pío Gil con su novela El Cabito (1917), donde toda la atención se centra en la lujuria desmedida del tirano; las Memorias de un venezolano de la decadencia (1927), de José Rafael Pocaterra, en la que dedica su primera parte a denunciar a Castro; o Bajo la tiranía de Cipriano Castro (1952), de Carlos Brandt, en el cual la historia es solo el hilo conductor de las acusaciones que hace el autor. Mención especial para El hombre de la levita gris (1943), de Enrique Bernardo Núñez, quien busca un análisis sistemático del contexto país y la biografía del hombre, formada por la narración de los hechos cotidianos con «carácter periodístico y el sentido de informar», tal como refiere la investigadora Irene Rodríguez Gallad en el prólogo a la edición de 1991[3]

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«En realidad ese libro más que una intención literaria tiene una intención catártica: la de ayudar a librar a los venezolanos de tantas pesadillas. La edición es muy descuidada y suscitó muchas polémicas; he estado en el índice de los réprobos y por la extraña paradoja me acordaron también un premio», Mariano Picón Salas en correspondencia al escritor mexicano Alfonso Reyes.

Los días de Cipriano Castro (Historia venezolana del 1900) fue impreso por la Compañía Anónima Tipografía Garrido el 8 de diciembre de 1953. Once días antes de cumplirse el aniversario número cuarenta y cinco de la salida del poder de Castro gracias a la patada histórica de su incondicional, el compadre Juan Vicente Gómez. La edición consta de 340 páginas divididas en 19 capítulos y adornada con 12 imágenes repartidas a lo largo del libro y como portada la ilustración de un Cipriano convaleciente, en una mecedora, con semblante de sereno enfermo que te invita a escuchar su historia. Este libro es la quinta aventura biográfica que realiza Picón Salas. La primera de ellas, muy sucinta, un retrato, como él mismo la calificaría, de su amigo recién fallecido: Alberto Adriani en 1936. Continuaría con el periplo y drama de Francisco de Miranda (1946), con el cual había convivido largas horas, revisando los «papeles enigmáticos que se conservan en su archivo» y al cual consideraba un personaje stendhaliano[4]; y la de San Pedro Claver (1949), como consecuencia de su estancia diplomática en Colombia. Así como una breve síntesis de la vida de Simón Rodríguez ese mismo año de 1953 y publicada por la Fundación Eugenio Mendoza.

Fueron mil los ejemplares sobre don Cipriano que se vendieron en tan solo 48 horas, batiendo récord de ventas y convirtiéndose en un bestseller nacional. Muy pronto pasaría a formar parte de los clásicos históricos de nuestras letras. A pesar de eso, por los momentos esa primera edición no es de agrado del autor, así se lo comentará en una carta a su amigo, el escritor mexicano, Alfonso Reyes[5]: «En realidad ese libro más que una intención literaria tiene una intención catártica: la de ayudar a librar a los venezolanos de tantas pesadillas. La edición es muy descuidada y suscitó muchas polémicas; he estado en el índice de los réprobos y por la extraña paradoja me acordaron también un premio».

Pronto aparecerá una segunda edición del libro en 1955 gracias a la Editorial Nueva Segovia, radicada en la ciudad de Barquisimeto y a finales de la década será incluido en la colección del Primer Festival del Libro Venezolano (1958); lo continuarán la edición de la Academia Nacional de la Historia (1986); la edición conmemorativa en conjunto con otras obras biográficas que escribiera el autor, publicada por la Presidencia de Venezuela en 1987; una de la colección El Dorado de Monte Ávila Editores (1991) y la más reciente es de 2011, de la mano de Bid & co editor.

De la edición de 1991 extraemos esta síntesis que hiciera el escritor Karl Krispin en su prólogo a la obra[6]:

En Picón la historia se recurre, se conjuga como una necesidad intelectual a quien el peso específico de la sucesión de hechos de un país constriñe como un deber de reafirmar una especificidad y un carácter nacionales. (…) En Picón parte de lo que fue su día a día como creador fue esa Venezuela que palpita como capítulo esencial de reconocimientos. Es ese rompecabezas armado para convertirlo en espejo. Doble reflejo: el de nosotros mismos y el del país como totalidad vinculante.

Una historia política que se puede leer como una novela de aventuras, la califica el historiador y escritor Rafael Arráiz Lucca[7]. Ciertamente la publicación de esta biografía marca un hito importante en la carrera literaria de Picón Salas, ya reconocido como pedagogo, intelectual y escritor en Venezuela y parte del continente americano. Los días de Cipriano Castro se convierte en uno de sus libros fundamentales y si De la conquista a la Independencia, publicada en México en 1944, le abre una ventana al exterior como libro de texto para los que desean descubrir los devenires de la América hispana, esta historia venezolana del 1900 será un canal de comunicación directa con sus connacionales.

Será en ese mismo 1955, en la misma universidad y la misma Facultad de Filosofía y Letras, la que le otorgue el Doctorado Honoris Causa junto con el historiador Augusto Mijares. Era el 1 de noviembre y en la fotografía que se guarda de aquella ocasión, Picón Salas aparece sonriente, de toga y birrete, al lado de un Mijares menos efusivo y casi de perfil. Los cincuenta serían unos años para don Mariano de consolidación, madurez y de un prestigio que podía sobrepasar cualquier mala jugada de la dictadura militar. Pronto Pérez Jiménez se iría casi que con la década y el merideño tendría nuevos compromisos de pensamiento y acción. Los días de Cipriano Castro se convertiría en su última y más larga obra biográfica, lo siguiente sería una historia más íntima, personal, así como reflexiones sobre la actualidad.

Referencias

  • [1] Rafael Pineda, Iconografía de Mariano Picón Salas. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1989, p. 178.
  • [2] Ramón J. Velásquez, «Antonio Paredes y su tiempo: Los días de Cipriano Castro» (Prólogo) a Cómo llegó Cipriano Castro al poder de Antonio Paredes, Caracas, Tipografía Garrido, 1954, pp. VII-VIII.
  • [3] Irene Rodríguez Gallad, «Prólogo» a El hombre de la levita gris de Enrique Bernardo Núñez, Caracas, Monte Ávila Editores, 1991, p. 7.
  • [4] Mariano Picón Salas, Miranda. Caracas, Monte Ávila Editores, 1997, p. 23.
  • [5] Gregory Zambrano, Odiseo sin reposo. Mariano Picón Salas y Alfonso Reyes (Correspondencia 1927-1959), México, Universidad Autónoma de Nuevo León – Universidad de Los Andes, 2007, p.138.
  • [6]Karl Krispin, «Prólogo» a Los días de Cipriano Castro de Mariano Picón Salas, Caracas, Monte Ávila Editores, 1991, p. 22.
  • [7] Rafael Arráiz Lucca, «Mariano Picón Salas y la historia venezolana» en Rafael Arráiz Lucca y Carlos Hernández Delfino (compiladores), 25 intelectuales en la historia de Venezuela. Caracas, Fundación Bancaribe, 2015, p. 321.

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