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Mariano Picón Salas entrevista a Isaías Medina Angarita (1945)

La presente entrevista (p.p. 9-15) la tomamos de su publicación de la guía Venezuela 1945 (El Mes Financiero y Económico, 1945), dirigida por Plinio Mendoza Neira, bajo la dirección artística de Santiago Martínez Delgado.

Es importarte aclarar que a pesar de ser una exaltación al gobernante de turno, es un testimonio de interés histórico, dado los personajes presentes en el diálogo, como el año de se publicación, el cual se convertiría en el último de su gobierno al ser derrocado el 18 de octubre de 1945.

El presidente Isaías Medina Angarita y el escritor Mariano Picón Salas. Despacho del Palacio de Miraflores, c. 1945.

El gobernante y su pueblo

Entrevista de Mariano Picón Salas con el Señor General Isaías Medina Angarita, Presidente de Venezuela en el periodo constitucional 1941-1946

Varias definiciones sugiere la personalidad del General Isaías Medina Angarita, ahora que las circunstancias políticas y su extraordinario don personal parecen marcarle un misión más duradera que la de un Presidente de los Estados Unidos de Venezuela: la de ser el líder de un gran partido político, el animador o interprete de un movimiento juvenil y popular como no había conocido nuestra historia contemporánea. Quienes le estimamos y seguimos no queremos que al final de su periodo presidencial el General Medina entre en un retiro dorado, porque le están necesitando las asambleas, los grupos entusiastas que se han decidido a hacer marchar a este gran organismo histórico –tanto tiempo dormido y estancado– al que damos el nombre de Venezuela.

Pueden ensayarse sobre el General Medina varias definiciones aproximadas. Podría decirse, por ejemplo, y como primeros rasgos del retrato, que «es un hombre alto y vigoroso, con una tez suave»; que «crea adonde llega una atmósfera amistosa que nos hace olvidar su poder»; que «es político de excelente salud y jovial ánimo, aquí donde tantos hombres públicos llevaron el encono de su hígado enfermo»; que «cuando va a hablar en público y mientras que otros doctores acuden a leer su papel y parecen enredarse en las metáforas y párrafos complicados, él improvisa la palabra justa, sencilla, que da como una flecha certera en quienes le oyen».  Mientras que los oradores están sumidos en sus manuscritos o en la contemplación interior de las frases que quieren decir, él observa al pueblo y es precisamente de los rostros de los auditores, de donde saca la frase que todos aguardan.

Puede ocurrir que usted esté en un grave acto pedagógico –por ejemplo, en la inauguración de alguna escuela– y hay un orador de orden que preparó para la ocasión el discurso de mejor sintaxis y el más severo traje negro. De pronto, para reducir aquel alarde oratorio a las modestas proporciones humanas, el Presidente se pone a hablar con una de las chicas o chicos que eran sufridos espectadores del acto cívico, o tiene una anécdota amable para la maestra, y todo es más eficaz, más elocuente que las anteriores cláusulas castelarianas o ciceronianas. Y ocurre también, en las manifestaciones obreras, como las que se celebraron junto a los pozos de petróleo del Zulia, en 1942, que un sociólogo joven o un líder sindical prepara su alocución con demasiadas teorías, pero de pronto el Presidente, que para estas oportunidades viste una simple chaqueta blanca apropiada al calor y al entusiasmo de las multitudes, se pone a hablar, ya no sobre libros o tesis sindicales, sino de las necesidades inmediatas de aquellos trabajadores que se sentían cohibidos y a quienes la risa ancha del General Medina parece devolver del acto solemne a la sencilla emoción de la vida. Y luego en el sindicato se había improvisado un almuerzo para el Presidente: se tuvo mucho cuidado con el protocolo y se deseaba que el General Medina se colocase al lado de uno de sus ministros, a quienes ve todos los días; pero él llegó, dejó su jipijapa de viajero en cualquier sitio y se puso a beber –porque había sido jornada de mucho sol y muchas ceremonias su vaso de cerveza helada con Juan Pérez o Pedro Peña, hombres del montón, pero que saben más sobre el trabajo y la auténtica «cuestión social» que muchos presuntos doctores.

Los líderes venezolanos que aparecieron después de la dictadura de Gómez tenían demasiadas teorías políticas que no siempre graduaron y dosificaron para el consumo de las masas, e insistieron con exceso en todos los elementos de rencor que quedaban flotando en la vida nacional, pero con mucha frecuencia olvidaban el contacto directo del pueblo después que se apagaban los aplausos multitudinarios. Y la sorpresa de Venezuela en los últimos años es haber encontrado en el joven General Isaías Medina Angarita un líder cordial, un hombre que sin movilizar ningún argumento de odio o pasión túrbida, se puso a hablar en un lenguaje afectuoso, directo, de gran alcance emotivo que constituía una invitación irrenunciable a trabajar por nuestra tierra. Otros presidentes de Venezuela dividieron a sus compatriotas en dos grupos: los buenos y los malos; los buenos eran los que estaban con ellos y los malos aquellos a quienes por ser opositores se les mantenía en un especie de excomunión civil. Y en un país donde prevalecieron por tantos años las formas más orientales de política, la intriga y el chisme palaciegos, la preocupación de los validos que querían poner entre el Gobierno y el pueblo una rígida barrera de fórmulas, el problema más serio de un presidente es bracear y abrirse paso como un nadador hábil entre tantos arrecifes que acumuló la tradición y el prejuicio y ponerse a ver las cosas por sus propios ojos. Pero con gran intuición, Isaías Medina Angarita no hizo caso de aquella clásica frontera entre «buenos» y «malos»; a todos –incluso a aquellos que lo injuriaron en la lucha– quiso conocerlos con la objetividad humana del que comprende que la política no es exclusión, sino más bien pacto o armonía de fuerzas que siempre pueden buscar los puntos de coincidencia.

Hemos hablado con el Presidente en los sitios más diversos: en su despacho del Palacio de Miraflores, en un hotel de New York, en la simpática cabaña montañesa que tiene en El Junquito o en el jardín de su casa, cuando al anochecer, después de una agobiante jornada de audiencias o de un «Consejo de Ministros» llega buscando la sonrisa de sus dos hijas o pide al camarero, a quien trata con la afabilidad que se tiene por un antiguo ordenanza, que prepare ese «Whiskey» bien frio, de antes de cenar, que abre el camino a las conversaciones más directas. Y de todos esos encuentros he querido resumir en un solo diálogo algo de lo que me ha dicho sobre Venezuela y lo que puede llamarse el perfil más general de su política. La señora Irma de Medina Angarita asiste a una de esas conversaciones y completa el retrato privado, que es el antecedente necesario para juzgar al político. 

–Cuando lo conocí  –dice la señora Medina Angarita me pareció ante todo, cordial y emotivo. Su gran sonrisa optimista deshacía todo obstáculo. Y acaso el rasgo más curioso de carácter es que lo mismo que posee como pocos hombres, el don de hacerse amigos, nada lo hiere más que la negativa o el rechazo de aquellos que pudiendo colaborar, se niegan por miedo o por inercia.

—Hombre para trabajar en equipo, para animar ese gran «team» que también se llama la Política –agrego yo– Fíjese usted cuando está en una reunión de amigos. No se aísla con ninguna persona. Puede estar conversando con un Ministro cualquier asunto de Estado, pero está pendiente, al mismo tiempo, de que todos los huéspedes lo pasen bien y ninguno se sienta inferior o deje de participar en aquel coro de voces, de buenas voluntades que allá se armoniza. Y le ayuda su buena memoria, porque puede entrar de improvisto un hombre de Guayana o de Trujillo, del más apartado rincón de la Republica y en el noventa por ciento de las veces, el General Medina sabe el nombre del visitante o tiene un amable recuerdo que asociar al aparecimiento del huésped.

—General Medina –le pregunto de improvisto– ¿cuál ha sido la mayor aspiración de su política?

—Usted dirá –me responde– que le contesto con un lugar común, porque estas cosas tan generales a veces solo pueden definirse con frase que todo el mundo emplea. He querido, con la mayor sinceridad, toda la alegría, todo el bienestar para el pueblo venezolano. Pero esto requiere un necesario complemento: primero como militar y como jefe de tropa, luego en mis jiras por todo el país, estuve siempre en contacto con el pueblo de este territorio inmenso y lleno de contradicciones geográficas que se llama Venezuela. Y entre soldados de la tropa, primero, y después como mandatario, aprendí a querer y a sumar las virtudes distintas e integralmente positivas de nuestro pueblo. Hay una condición unánime que consiste en que los venezolanos somos todo, menos gentes dormidas. El hombre venezolano (aunque venga del más oscuro analfabetismo rural, de la situación económica más deplorable), es siempre despierto, vivaz y de extraordinaria adaptación a cualquier progreso.

Pero es importante, además, poner de relieve lo que pudiera llamarse las virtudes regionales de nuestra gente. La agria tierra de Coro, sin agua, tierra de médanos y cactus engendra, por ejemplo, un hombre sufrido, de formidable aguante físico, de maravilloso estoicismo moral que ha hecho de aquella comarca una tierra de excelentes soldados. Con la fortaleza y el espíritu de sacrificio absoluto de un coriano se puede ir a cualquier sitio del mundo. El hombre del oriente de Venezuela, el cumanés, que mira al mar más azul y la costa más luminosa de nuestro territorio, tiene una imaginación brillante, rápida; imaginación un poco de poeta. El margariteño es un marino nato. El hombre andino que siembra sus conucos en los repliegues de la formidable serranía es, ante todo, tenaz y metódico. Dentro de su espíritu, a veces callado y taciturno, dispone de una admirable cabeza organizadora.

La inmensidad llanera, a pesar del tremendo combate con la soledad y la naturaleza, forma paradójicamente un hombre muy seguro de sí mismo. El llanero como superando con su potencia humana el difícil medio natural, es optimista; cree en sí mismo y cree en su tierra y aunque viva en las ciudades o en los ambientes más civilizados, siempre sueña con volver al llano. El maracaibero es, como pocos, uno de los pueblos con mayor inventiva económica. Antes de que se desarrollase en aquella región la riqueza del petróleo ya el maracaibero se las había ingeniado para hacer de su comarca el más activo centro de negocios de todo el país, y en cierto modo el hombre menos dependiente del presupuesto. Y así en toda Venezuela, una serie de virtudes particulares se suman para crear una psicología nacional variada, ágil y muy despierta, que es lo que necesita interpretar nuestra política. Puede hacerse y debe hacerse en Venezuela una política que no niegue sino auspicie la alegría y el entusiasmo.

—¿Y cree usted –le interrumpo– que nuestro pueblo ha alcanzado ya capacidad suficiente para disfrutar sin limitaciones de la plena vida democrática?

—Las últimas elecciones para los Concejos Municipales y para las legislaturas de los Estados en este mes de octubre –responde el Presidente– demuestran que las masas venezolanas, por la admirable conciencia cívica con que participan en los comicios, han logrado una madurez política que refuta y deshace todas las malas previsiones de los agoreros. Ni el más pacato podrá negar dos cosas: la imparcialidad con que el Gobierno permitió que se expresaran todas las corrientes de opiniones y la disciplina con que el pueblo sufragó en las urnas. Si una nación así no merece la democracia, yo no sé dónde podrá aplicarse.

—Una política –interrumpo al Presidente– se hace concreta, pasa de la teoría al hecho por medio de la acción administrativa. ¿Cuáles de las obras administrativas emprendidas por su Gobierno lo han entusiasmado más?

Y en orden numérico el General Medina recuerda la urbanización obrera de El Silencio –la más vasta y mejor planeada que tenga ningún país de la América Latina, según la opinión de los entendidos ; el estupendo plan de ensanche y transformación del puerto de La Guaira que ha comenzado a realizarse; la vasta edificación escolar que en los grandes bloques educativos de Caracas y de las principales ciudades venezolanas, sustituye las estrechas escuelas sin aire y sin luz por esta arquitectura de grandes ventanales y patios de juegos donde se formará una juventud más alegre y animosa; y el nuevo gran edificio de la Escuela Militar que será el símbolo de un ejército moderno, poderosamente tecnificado que seguirá contribuyendo al progreso civilizador de Venezuela y no a la aventura política como en otros días depresivos de nuestra historia.

El General Medina Angarita es no solo el Presidente de Venezuela sino el gran animador también del Partido Democrático, que hace pocos días recibió su entusiasta bautizo electoral y la calurosa rectificación del pueblo.

—¿Qué augurio, qué aspiración quisiera imprimir usted a su partido? –pregunto al Presidente.

—Anhelo, me dijo, a que cumpla, ante todo, la siguiente línea política:

1.–Reafirmar cada día más las instituciones democráticas. Pasó ya en Venezuela la época del «personalismo» como sistema político y el Partido debe ser un marco para que los hombres luchen por sus ideas de progreso venezolano y se destaquen ante el pueblo por sus propios méritos y por la obra realizada.

2.–El ascenso  de los hombres ante la conciencia pública se deberá pues, al empuje del Partido y a la manera como los luchadores se hayan aprestigiado ante el país.

3.–Antes la política era como una «gracia» o favor que concedía la personalidad que estaba en la cima del poder; ahora corresponderá al trabajo y la actividad responsable de cada cual. Es este el auténtico camino de una política democrática.

Había que hacerle al Presidente Medina una pregunta final; aquella que constituye el desvelo de todos los venezolanos que sienten con más ardor que nunca la tarea que les impone su país, la esperanzada interrogación de las nuevas generaciones  que ahora se aprestan, superados ya los prejuicios y las ligaduras espirituales de ayer, a enfrentarse al combate del porvenir.

—Presidente –le dije– durante mucho tiempo nos enseñaron a los venezolanos que nuestra historia pasada fue tan fulgurante y gloriosa que casi nuestra única tarea como nación era sumirnos en la nostálgica contemplación de aquellos recursos. Por eso, quisiera una última opinión, acaso un pronóstico de usted sobre el futuro de Venezuela.

—Cuando yo expresé en un discurso en 1939 –respondió el Presidente– aquella frase de «Hasta aquí la historia», quise determinar que había llegado el momento de que nuestro pasado heroico superase la etapa puramente contemplativa para convertirse en estimulo del porvenir. En efecto, hubo en Venezuela larguísimos periodos en que prácticamente los hombres no pudieron actuar. Su pensamiento que entonces no tenía vigor para transformar las realidades contemporáneas, se sumía únicamente en la contemplación de las glorias pasadas. Pero ahora la contemplación debe ceder el paso a la acción. Si pensamos en la historia heroica no es para contemplarla con la inferioridad de otras etapas de la vida venezolana sino para que ella nos sirva de conjuro y acicate a preparar un mañana igualmente glorioso.

Venezuela progresa y será, sin duda, una gran nación, pero hay que cumplir y preparar aún una serie de etapas. La primera etapa consiste en el adiestramiento de nuestros hombres para entender todos los complicados hechos y las complicaciones técnicas de la vida moderna. Coincide con esta etapa, el fortalecimiento de nuestro potencial humano. Nuestro pueblo debe crecer demográficamente con todas las medidas de salud e higiene pública, con la política de protección social que es necesario acrecentar y con el desarrollo de un plan de inmigración. Si esta política de hombres, de «potencial humano», se complementa con la valoración racional de todos nuestros recursos naturales, hay que ser profundamente optimistas sobre el futuro de esta tierra.

Numerosos huéspedes están esperando en la antesala del Presidente. Telegramas que llegan y llamadas telefónicas interrumpen constantemente nuestro diálogo. Y cuando al finalizar la charla y escribir la última palabra de estos apuntes, el General Medina Angarita nos tiende otra vez su mano afectuosa, en ella parece afirmar el fervor y responsabilidad del gran momento que vive Venezuela. El General Medina es un hombre joven, y es de la actitud generosa y sin prejuicios con que entra a la historia política, de lo que puede esperarse más, no solo como signo y derrotero de su obra personal, sino también de su influencia colectiva.

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