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Una mirada femenina a la Venezuela guzmancista

Souvenirs du Venezuela Librairie Plon, 1884.

Una mirada femenina a la Venezuela guzmancista

Por Guillermo Ramos Flamerich

Publicado originalmente en el Papel Literario de El Nacional el 11 de junio de 2022.

A la Eli

Un libro tiene muchas vidas y estas quedan reflejadas en las marcas físicas que el tiempo le va dejando. De niño me gustaba escudriñar la biblioteca de mi abuela Dilia. Revisaba aquellas sobrias gavetas y encontraba tomos que lo único que hacían eran multiplicarse. Entre el olor de la polilla y el polvo, el tacto áspero al tocar hojas crujientes, y la presencia de imágenes y textos de otra Venezuela, encontré un librito que me hizo vivir la aventura de un mundo perdido. Era el volumen 51 de la Biblioteca Popular Venezolana, aquella empresa del Ministerio de Educación Nacional, que realizó ediciones masivas de clásicos venezolanos y que mantuvo una importante continuidad a mediados del siglo XX. De portada azul cadete, con un dibujo en el centro de una muchacha a medio perfil y unas chozas de fondo y el nombre desconocido y cordial de una «musiúa», Jenny De Tallenay. El título decía Recuerdos de Venezuela y al leer esto solo me pregunté, ¿cuál de todas? Si algo caracterizó mi infancia y adolescencia fue escuchar historias del lugar que estaba desapareciendo en medio de la violencia política. Pero el país en el que estuvo Jenny era a su vez otro —el de los años del guzmancismo—, en donde se escenificaba un progreso material en medio de la dispersión de siempre.

Recuerdos de Venezuela es de los pocos diarios de viajes —de los que se conocen— escritos por una mujer sobre la Venezuela del siglo XIX. Fue originalmente publicado en francés por la Librairie Plon en 1884. Bajo el título de Souvenirs du Venezuela. Notes de voyage, la edición original la ilustró Saint-Elme Gautier. Estos grabados han sido reproducidos posteriormente en libros y enciclopedias de historia, quizás sin pensar que la inspiración de Gautier fueron las descripciones de la joven. El diario fue publicado en español setenta años después. La traducción se la debemos a René L. F. Durand, personaje hasta cierto punto desconocido, cuando uno indaga sobre su vida aparece muy poco, en la base de datos de la Biblioteca Nacional Francesa (BNF) se dice que murió centenario en 2010. Lo que sorprende de este también poeta es su catálogo de traducciones de autores latinoamericanos al francés: Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Salvador Elizondo; de los venezolanos: Rómulo Gallegos, Miguel Otero Silva, Ramón Díaz Sánchez, Juan Liscano, así como una antología de «algunos poetas venezolanos».

Pero ¿quién era Jenny? Los datos sobre su vida son escasos, el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar nos avisa que nació en Francia en 1855 y que posiblemente falleció en ese mismo país en 1884. Sin embargo, la base de datos de la BNF toma como lugar y fecha de su nacimiento Weimar, Alemania, 1869 y el fallecimiento en 1920. Existen detalles contradictorios tanto en el diccionario como en la biblioteca francesa. De Tallenay no murió en 1884, esto se confirma al revisar sus publicaciones posteriores. De regreso a Europa escribió artículos sobre arte y cultura, tradujo al poeta Heinrich Heine y publicó poesía, novelas cortas, así como la novela histórica sobre la mártir cartaginense Vivia Perpetua (1905). Otras de sus facetas fue su interés por el espiritismo, popular en la época, a lo cual dedicó parte de sus escritos. Además, fue próxima al círculo del ocultista francés Joséphin Peladan. El otro detalle contradictorio es si tomamos su fecha de nacimiento como 1869. Si esto es así, la Jenny que llegó a Venezuela era una niña de nueve años, no la joven que se expresa en su diario, la cual se casó en Caracas, en diciembre de 1880, con el embajador belga Ernest Van Bruysell, y se fue de luna de miel a Puerto Cabello y a las Minas de Aroa. El nacimiento y la muerte parecen guardadas en el misterio. En un sito web de genealogías aparece una tercera fecha, 1863. Si la tomamos como cierta, estuvo con nosotros entre los quince y dieciocho años. Hay contradicciones, cierto caos en las fechas. Debemos indagar más, buscar otras fuentes. Acaso preguntar.   

Jenny-Jacques De Tallenay llegó a Venezuela junto a sus padres, los marqueses Olga Illyne y Henri de Tallenay, nuevo cónsul general y encargado de negocios de Francia, el 26 de agosto de 1878. Desembarcaron en el puerto de La Guaira después de una breve escala en las islas de Guadalupe y Martinica. Se despidieron del vapor Saint Germain para emprender camino a Caracas. Se alojaron en el Hotel Lange, en la Esquina de Carmelitas, al cual Jenny llamó en su diario el Gran Hotel. Se despidieron de tierra venezolana en abril de 1881, cuando al diplomático lo enviaron en misión a Perú. En el intermedio, Jenny no solo se casó y escribió sobre lo que vio en sus viajes a Maracay, San Juan de los Morros, Puerto Cabello, Tucacas, Valencia, Caracas, también recolectó arañas y coleccionó plantas. Puede ser que con un entusiasmo inspirado Humboldt y Bonpland, fundadores de las aventuras de buena parte de los viajeros europeos en el siglo XIX latinoamericano. El presidente de Venezuela en 1878 era el general Francisco Linares Alcántara. Designado para un periodo de dos años, Guzmán Blanco lo había puesto allí para que le guardara el puesto mientras pasaba una nueva temporada en París. Pero en poco, Linares no quiso ser más un títere y comenzó una rebelión que fue truncada por su misteriosa muerte el 30 de noviembre de aquel año.

Jenny vivió de primera mano el funeral del malogrado presidente Linares Alcántara. Cuenta como de camino al Panteón Nacional, en la Esquina de La Trinidad, el sonido de unos tiros hizo que parte de los presentes sacaran sus pistolas y entre la estampida de la gente huyendo de una posible ráfaga, la urna cayó al suelo. En sus páginas hay anécdotas como esta, así como la crónica de la «guerra civil» llamada Revolución Reivindicadora y que ratificó el poder de Guzmán Blanco. Eran los inicios de su segundo gobierno directo, conocido en la historiografía como el «Quinquenio». Con un buen número de inexactitudes Jenny ofrece un breve panorama de la historia venezolana. Comenta de Francisco de Miranda, Simón Bolívar y Antonio Leocadio Guzmán. El ilustrador resumió este capítulo con el retrato de Guzmán Blanco, el cual solo sale descrito con el parco título de presidente de la república. En las notas de viaje de Jenny están presentes la descripción del paisaje, pueblos, canciones y gastronomía populares, cuadros costumbristas y tradiciones como la Semana Mayor.

Jenny de Tallenay hizo un inventario de los geosímbolos construidos por Guzmán Blanco en su anhelo de hacer de Caracas una París suramericana. En su catálogo está la Plaza Bolívar, el Panteón, los bulevares y el Capitolio. De la Casa Amarilla admiró su patio al estar «sombreado de plátanos magníficos», pero de su decorado dijo que era «con bastante lujo, pero sin demasiado buen gusto». Si algo hemos mantenido los venezolanos es esa fascinación de que la mirada externa nos interpele, nos legitime. Jenny hace el recuento de las conversaciones que tuvo con caraqueños sobre los cambios que estaba viviendo la ciudad: «– ¿Cómo encuentra Ud. a Caracas? –decían unos– ¿No se parece a París? – ¿Tienen Uds. en Europa –preguntaban otros– parques tan bonitos como la plaza Bolívar? Casi había miedo de contradecirles». Ese diálogo da para múltiples interpretaciones, lo cierto es que la presencia de la joven en lo círculos de la élite caraqueña no pasó inadvertida. El escritor Luis Correa en su libro de ensayos Terra Patrum: páginas de crítica y de historia literaria (1930), comenta que Jenny fue la «musa extranjera» de varios poetas locales. Y que, si bien Guzmán Blanco la había querido sacar a bailar en la gala de Año Nuevo de 1881, el poeta Francisco Guaicaipuro Pardo se le había adelantado al presidente no con el baile, sino en una extensa plática en la cual confesaba su veneración. Como gesto con Pardo, Jenny tradujo al francés uno de sus poemas y lo incluyó junto a Andrés Bello, Pérez Bonalde y Eduardo Blanco, en el capítulo que dedicó a las letras venezolanas.

Después de descubrir estas memorias entre los libros de mi abuela, leí todo lo que pude hasta que cayó la noche y me buscaron mis padres para llevarme a casa. Lo dejé en un rinconcito, para irlo revisando en cada nueva visita. Mi abuela al ver lo mucho que me gustó, terminó regalándomelo. En 2017 volví a leerlo para un trabajo de la cátedra de Geohistoria en la universidad. Lo finalicé horas antes de despedirme de mi abuela, quien falleció el lunes 10 de julio. Por varios días miré fijamente la firma que ella había dejado en la página 50, era algo que acostumbraba con todos sus libros. Por cosas del azar estoy viviendo y estudiando en París. Aquí conseguí la edición francesa —la de los grabados— en una encuadernación de papel jaspeado. Regresé de inmediato a Jenny de Tallenay, a releerla, para comenzar un viaje doble. Hacia la Venezuela que vio Jenny y al país de mi infancia, dos mundos ya desaparecidos.

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Carlos Andrés Pérez en Buckingham Palace

Carlos Andrés Pérez, presidente de Venezuela, y la primera dama Blanca Rodríguez, recibidos en el Palacio de Buckingham por la reina Isabel II y el príncipe Felipe, duque de Edimburgo, el 23 de noviembre de 1976. Foto: Archivo El Nacional / Historia de Venezuela en Imágenes (Fundación Polar).

Carlos Andrés Pérez en Buckingham Palace

Por Guillermo Ramos Flamerich

Carlos Andrés Pérez (1922-2010), presidente de Venezuela, observaba con detalle la marcha de la guardia de honor escocesa en el Palacio de Buckingham, residencia oficial de los monarcas del Reino Unido. Era el soleado miércoles 23 de noviembre de 1976, cerca del mediodía, en la ciudad de Londres. Junto a su esposa, Blanca, una de sus hijas, e integrantes de la comitiva ministerial, el mandatario esperaba el recibimiento por parte de la reina Elizabeth II (1926-2022) y su esposo, el príncipe Felipe, duque Edimburgo. Luego del saludo protocolar correspondiente, los Pérez-Rodríguez ascendieron por la gran escalera del palacio y se dirigieron al Salón de Música, donde fue servido el almuerzo. Era la primera vez que un jefe de Estado venezolano en ejercicio visitaba Gran Bretaña.

Durante una hora y cuarenta y cinco minutos, el presidente Pérez compartió al lado de la reina. Conversó activamente sobre petróleo y los proyectos de desarrollo para su país. Porque además de la deferencia real, el comedor estaba rodeado con un buen número de empresarios británicos. De aquel agasajo quedaron varias promesas, una de ellas la de incluir a los británicos en la ampliación del sistema ferroviario venezolano, y otra una asesoría para aumentar la producción de aluminio de 35.000 a 300.000 toneladas por año en la década siguiente. La idea era que las empresas británicas participaran en el V Plan de la Nación, e incluía ayudar a hacer del país el mayor exportador mundial de bioproteínas. 

Pérez invitó a la reina a visitar Venezuela. La prensa venezolana lo reseñó casi como un hecho, pero la respuesta de Isabel fue tajante y diplomática: solo podría a partir de 1978, luego de su vigésimo quinto año jubilar.

Para CAP era el término de una agitada visita de tres días al Reino Unido, como parte de una gira que incluyó la ONU en Nueva York, Roma y la Ciudad del Vaticano y, luego de Londres, Moscú, Ginebra, Madrid y Lisboa. Los medios reseñaron los actos del presidente con el primer ministro James Callaghan, a quien Pérez le dijo que Venezuela era una democracia activa, «de honda raigambre popular y de amplio contenido social»; y en esa época de tensiones con los países productores de petróleo, le convidó a no ver a la OPEP como «una institución hostil a las naciones industriales», ni «un monopolio que quiere repetir las malandanzas» de las transnacionales. 

En la edición de El Nacional del 25 de noviembre de 1976 se informó sobre una posible visita de la Reina Isabel II a Venezuela.

Los periodistas también reseñaron una anécdota que describe al personaje y al momento en que se encontraba el país. A pesar del invierno londinense, el presidente Pérez había decidido caminar por las calles de la ciudad sin abrigo. Aunque algunos especularon que utilizaba ropa interior térmica, sus funcionarios no vacilaron en desmentir esta suposición. Así lo reseñaba El Nacional en su edición del 24 de noviembre de 1976.

Porque en el primer quinquenio de Carlos Andrés Pérez (1974-1979), la llamada «democracia con energía» exigía a Venezuela y a su mandatario ser y parecer. Ser una nación desarrollada en el menor tiempo posible; iniciar grandes obras apalancadas por el petróleo; formar una nueva generación de venezolanos y hacer de la democracia un sistema irreversible y sinónimo no solo del voto, sino de calidad de vida. Parte de esto se logró, pero otra buena parte quedó en el parecer, en la fachada. La sociedad que había transitado de la pobreza histórica al consumismo frenético, a finales de la década de los setenta inició un lento y luego acelerado declive que continúa hasta nuestros días.

La figura de Carlos Andrés Pérez encarnó en buena medida al venezolano de su época. De una familia dedicada a la actividad agraria en la provincia, llegó a Caracas, en su adolescencia, para hacer de la política y su vida una misma cosa. Escaló las diferentes posiciones de su partido Acción Democrática, padeció prisión y exilio, y se fue formando de manera autodidacta. Albergaba esa característica venezolana de querer conocerlo todo, de asumir los debates internacionales como propios, y la del llamado de la historia. En el resto del mundo se fijaron en él y en su accionar.

Fue popular, y al terminar su primera presidencia lo continuó siendo a pesar de las denuncias de corrupción y de la espiral de crisis que ya estaba allí. Los diez años en los que esperó su retorno al poder los utilizó –como senador vitalicio y vicepresidente de una Internacional Socialista en apogeo– para proyectar una imagen más comedida, de estadista capaz de opinar y mediar en temas como la democratización de América Latina; las relaciones del llamado «Tercer Mundo»; y los problemas de la deuda y el desarrollo. En un artículo publicado en el periódico español El País, del 7 de junio de 1985, reprochó a Estados Unidos su apoyo a las dictaduras latinoamericanas: «En un marco de graves errores políticos y negligencia inexplicable, los latinoamericanos hemos sido arrastrados por una irresistible fuerza centrípeta, sin consideración por las normas más básicas de la justicia y el equilibrio internacional».

En diciembre de 1988 Carlos Andrés Pérez fue elegido para un nuevo periodo. La Constitución de 1961 estipulaba que un expresidente debía esperar una década para volver a aspirar al cargo, un error que ralentizó la dinámica interna de los partidos. Los venezolanos votaron no solo por el candidato, sino por la nostalgia de los buenos tiempos. La papa caliente que recibía la heredaba no solo de las erráticas administraciones anteriores, sino de las propias acciones de su gobierno. Y como el presidente saliente era de Acción Democrática, no podía justificarse con ese cliché que rezaba que cada cinco años salíamos del peor gobierno que había tenido Venezuela.

Para su segundo gobierno (1989-1993), sería un CAP muy distinto al que visitó a la reina Isabel II. Hizo un diagnóstico bastante apropiado de la situación venezolana, pero no supo convertir la superación de la crisis en un acuerdo nacional. Tras el Caracazo y los intentos de golpe de Estado, aunque logró estabilizar la economía en sus grandes números, CAP se convirtió en el villano favorito de buena parte de la sociedad venezolana. Ridiculizado en los medios, con protestas sociales en las calles y una popularidad en caída, en 1993 fue destituido e iniciado un juicio en su contra. Este fue el punto más alto y, a su vez, el canto del cisne del sistema democrático iniciado en 1958. 

El presidente aceptó y entregó el poder. A pesar del chaparrón de críticas recibidas, se mantuvo tolerante, con un sincero sentido de la vida en democracia. Una anécdota de mi padre, quien trabajó en su segunda administración, me cuenta que, durante un Consejo de ministros en Las Cristinas, estado Bolívar, al enterarse que Arturo Uslar Pietri había sido galardonado con el Premio Príncipe de Asturias, pidió a su equipo levantarse y dar un aplauso por lo que esto representaba para el país. Uslar, prolífico escritor, era en ese momento uno de sus acérrimos críticos.

Dos décadas después, atrás habían quedado muchos de los sueños y proyectos de aquella visita al Buckingham Palace en el invierno del 76, así como la hipotética visita de la reina Isabel II a Venezuela, la cual nunca ocurrió.

*Publicado originalmente en Cinco8 el 9 de septiembre de 2022

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De cómo Vicente Emilio Sojo rescató al «Niño lindo»

Vicente Emilio Sojo, aquí en una foto de 1973, fue tanto un renovador como un protector del pasado musical de Venezuela.

De cómo Vicente Emilio Sojo rescató al «Niño lindo»

Por Guillermo Ramos Flamerich

A ti que en estos días decembrinos has montado el arbolito y el pesebre, decorado la casa con tus familiares—juntos o a la distancia—y que quizás estés ayudando a la pequeña del hogar a que toque los primeros acordes del «Niño lindo». A ti a quien la temporada navideña sabe a hallacas y te has dado cuenta de que suena de una manera singular. Es a ti a quien quiero contarte la historia de cómo muchos de los aguinaldos venezolanos estuvieron a punto de perderse. 

Si se salvaron fue por el empeño de un maestro y sus discípulos en las primeras décadas del siglo XX.

Al evocar el nombre de Vicente Emilio Sojo lo primero que recuerdo es la veneración que le tenía mi abuela Dilia. Por eso desde muy pequeño empecé a conocer sobre esta figura casi mítica de bigote de morsa y mirada perdida en la concentración, como lo había dibujado Reinaldo Colmenares, un vecino pintor a quien mi abuela le había encomendado los retratos de mi abuelo Víctor Guillermo y su hermano Pedro Antonio Ramos junto al Maestro Sojo en medio de los dos, como si fuera un integrante principal de la familia. En la biblioteca familiar encontré uno que otro libro con su obra y hasta un cómic acerca de su vida. En los álbumes familiares también estaba presente. Sabía que era un músico, pero su importancia se fue revelando poco a poco mientras más me interesaba en mi identidad como venezolano.

Vicente Emilio Sojo nació el 8 de diciembre de 1887 en Guatire. Este lugar, reconocido por la Parranda de San Pedro y su «conserva de cidra», ha sido cuna de poetas, políticos y de dos personajes esenciales para entender la historia musical del país. El primero de ellos fue Pedro Palacios y Sojo, el «Padre Sojo», un sacerdote que a mediados de la década de 1780 fundó la Escuela de Chacao, donde formó a una generación de músicos que vivieron el paso entre la colonia, la independencia y el nacimiento de la república. El otro Sojo, Vicente Emilio –aunque sin relación familiar– tuvo la triple tarea de salvaguardar el patrimonio, formar a una nueva generación y modernizar la música académica venezolana.

Vicente Emilio Sojo en una foto de 1944 perteneciente a la colección de Dilia Díaz Cisneros.

Sojo se había criado en una familia de músicos. Su abuelo Domingo Castro, además de soldado en la Guerra Federal era el autor de esa canción que reza: «¡Oligarcas temblad, viva la libertad!», tan manoseada en las últimas décadas. Antes de cumplir los diecinueve Vicente Emilio partió a Caracas para continuar con sus estudios en la Escuela de Música y Declamación.

El aguinaldo: entre lo divino y lo profano

Eran los primeros días de diciembre de 1999 cuando mi papá recibió una llamada de mi abuela pidiéndole que le acompañara a la Fundación Vicente Emilio Sojo. Acababan de publicar el álbum Aguinaldos venezolanos del siglo XIX, una recopilación de 28 canciones grabadas por el Orfeón Lamas bajo la dirección del Maestro Sojo. A los días, pude revisar el disco junto a ella, mi papá y mis tíos. Eran canciones que yo había escuchado en el colegio, en la televisión. Entonces le pregunté: ¿qué tiene de especial este disco? Mi abuela se sentó a mi lado y abrimos juntos el cuadernillo que venía inserto en el estuche y empezó a leérmelo. En un breve ensayo, el musicólogo Felipe Sangiorgi nos contaba que el aguinaldo tradicional venezolano tenía como origen el villancico español, pero en el siglo XIX había adquirido características muy propias.

El aguinaldo tomó elementos de la danza y contradanza; luego se fue mezclando con el esquema rítmico del merengue y la guasa; y en su ejecución integró instrumentos populares.

Asimismo, se pueden dividir en dos grupos: los «divinos» –«Cantemos alegres», «Nació el redentor», «Espléndida noche»– y los «profanos» o de parranda –«Si acaso algún vecino», «Tuntún», «Parranda»–. El auge del aguinaldo venezolano comenzó en las décadas finales del siglo XIX gracias a las composiciones de Ricardo Pérez, Rogerio Caraballo, Ramón Montero y Rafael Izaza. Aunque permanecen desconocidos los autores de canciones que se harían tan populares como «Niño lindo» o «La jornada» (Din, din, din, es hora de partir…). Porque, así como tuvieron su apogeo en las noches de fiesta decembrina, con los grupos que se reunían a tocar en las plazas e iglesias de nuestras pequeñísimas ciudades, los aguinaldos parecían no tener lugar en la Venezuela de intensos cambios del siglo XX. Mientras el país iba dando pasos en su camino hacia una modernidad deseada, se desdeñaba su pasado rural.

En 1928, el divertimento de emular a un coro de cosacos que había estado de visita en Caracas llevó a Vicente Emilio Sojo, junto a Juan Bautista Plaza, los hermanos Calcaño y Moisés Moleiro, a fundar el Orfeón Lamas. En 1930 presentaron su primer concierto oficial y en paralelo estaban fundando la Orquesta Sinfónica Venezuela. En la primera etapa se dedicaron a representar piezas del repertorio clásico universal y algunas composiciones propias. Para ese entonces Sojo ya era el creador de un Himno a Bolívar (1911); la Misa cromática (1923) y Palabras de Cristo en el calvario (1925), entre las más resaltantes. En la Escuela Superior de Música fue el mentor de la generación que produjo obras como la Cantata Criolla (de Antonio Estévez), Margariteña (de Inocente Carreño) y Santa Cruz de Pacairigua (de Evencio Castellanos). En la casona contigua a la Santa Capilla se formaron músicos como Blanca Estrella de Méscoli, Antonio Lauro, Ángel Sauce, Gonzalo Castellanos, Teo Capriles, Víctor Guillermo Ramos, Rhazes Hernández López y Pedro Antonio Ríos Reyna. Estos fueron algunos de los representantes de la llamada «Escuela nacionalista» en la música académica venezolana.

El rescate de «Niño lindo»

No sé si Sojo estaba pensando en construir un puente entre la tradición y la modernidad cuando en 1937 comenzó, junto a sus discípulos, la recopilación, transcripción y armonización de canciones populares venezolanas del siglo XIX y comienzos del XX. En esta labor logró salvar unas doscientas, cincuenta de ellas pertenecientes al repertorio de aguinaldos. La misión era conservarlas lo más fiel posible al deseo de sus autores y a cómo se interpretaron en su tiempo. Para ello se apoyó en su alumno Evencio Castellanos, quien precisaba detalles en el piano.

El 24 de diciembre de 1938, en la Santa Capilla, Sojo realizó un primer concierto con el Orfeón Lamas dedicado a los aguinaldos venezolanos. Durante dos décadas fue tradición la realización de tres presentaciones anuales: la primera el 20 de diciembre en la Escuela Superior de Música, y las otras, el 25 de diciembre y 1 de enero, en la Basílica de Santa Teresa. También había presentaciones especiales fuera de la capital.

Después de casi una década de trabajo de campo y revisión de manuscritos, Sojo publicó el primer cuaderno de Aguinaldos populares y venezolanos para la Noche Buena (1945), con piezas recogidas en San Pedro de los Altos, estado Miranda. Al año siguiente apareció un segundo cuaderno y las canciones fueron teniendo pegada e interpretadas por nuevas agrupaciones y solistas, dejando a un lado el olvido y convirtiéndose en referente de la Navidad venezolana.

El escritor cubano Alejo Carpentier dijo en 1951: «Suerte tiene Venezuela de conservar una tradición que le viene de muy lejos, y haber tenido músicos que a tiempo se aplicaron a anotar, armonizar, editar, lo que el debilitamiento de una tradición oral ha dejado de perderse, irremisiblemente, en otros países».

Revisando con mi abuela las fotos del cuadernillo, encontramos una donde salía por entero el orfeón. En la segunda fila, a un extremo, se dejaba ver una muchacha que se parecía a ella. Era ella. Aunque por poco tiempo, mi abuela Dilia había sido parte del Orfeón Lamas, y allí conoció a mi abuelo Víctor Guillermo. Resulta ser que el padrino de la boda había sido el Maestro Sojo.

El aprecio y devoción por su figura siempre estuvo presente en ellos. Vicente Emilio Sojo, el de las dos artes: el de la música y el de vivir con dignidad, como lo definió Ramón J. Velásquez, viajó por primera vez a Europa al llegar a la vejez y con el inicio de la democracia en 1958 fue electo senador. Falleció a los 86 años, el 11 de agosto de 1974. De cumplirse lo que escuchábamos en la infancia, seguramente ese diciembre fue a cenar al Cielo, invitado por el «Niño lindo» como forma de agradecimiento por resguardar los sonidos de la Nochebuena.

*Publicado originalmente en Cinco8 el 23 de diciembre de 2021

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Cuando Teodoro Petkoff desafió al Kremlin

Teodoro Petkoff en Mérida. Foto: Luis Eduardo Lázaro, c. años 1990.

Cuando Teodoro Petkoff desafió al Kremlin

Por Guillermo Ramos Flamerich

Un sexagenario líder se dirige ante casi cinco mil delegados reunidos el martes 30 de marzo de 1971 en el Palacio de Congresos del Kremlin en Moscú. Presentará el reporte oficial del XXIV Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, del cual es su secretario general. Leonid Brézhnev ocupa un momento de su discurso para referirse a quienes, en su opinión, «toman el camino de la lucha contra los partidos comunistas en sus propios países». A continuación, se encarga de mencionar a los «renegados» que han osado criticar la invasión soviética a Checoeslovaquia en 1968. Alude al filósofo francés Roger Garaudy, quien había abandonado el Partido Comunista, al periodista austriaco Ernest Fischer, partícipe en la Primavera de Praga, y, en la misma saga, menciona a un venezolano de apellidos centroeuropeos, Teodoro Petkoff Malek, dirigente político, economista, guerrillero, autor del ensayo Checoeslovaquia. El socialismo como problema (1969). A partir de aquel libro, algunos de sus antiguos aliados y compañeros le comenzaron a llamar no solo renegado, sino además «revisionista», quizás la peor acusación para un ferviente discípulo de Marx y Lenin.

Teodoro era el mayor de tres hermanos. Era hijo de una médico polaca de ascendencia judía y de un ingeniero químico búlgaro, quienes trabajaban en un ingenio azucarero cercano a la población de El Batey, al sur del Lago de Maracaibo. En este lugar nació, en medio de las festividades de San Benito, el 3 de enero de 1932. Cuando Teodoro tenía ocho años, la familia decidió mudarse a Caracas. Su padre fundó una imprenta en lo que todavía era el pueblo de Chacao. Entre la lectura de clásicos de la narrativa universal y ensayos de actualidad, Teodoro formó además sus habilidades políticas, pues ingresó desde muy joven a las filas del Partido Comunista de Venezuela (PCV). Desde allí combatió, como dirigente estudiantil, la dictadura de Marcos Pérez Jiménez y luego, desde la calle y en la lucha armada, el sistema democrático nacido en 1958.

El libro sobre Checoeslovaquia nació de un largo memorándum que Teodoro escribía, desde la clandestinidad, a su partido. Era una crítica a la violencia ejercida por los soviéticos en Praga, al dogmatismo y a la falta del derecho a disentir dentro del mundo comunista.

Para ello hizo un recorrido por los autores fundamentales del marxismo-leninismo, enviando así un metamensaje a sus compañeros. En una entrevista con el periodista estadounidense Norman Gall, a principios de los años setenta, Teodoro relataba cómo fue su padre quien le hizo reparar, por primera vez, en la censura y en las purgas estalinistas. La política fue un tema de conversación entre ambos, tras enterarse el padre de que su hijo había entrado al Partido Comunista. Le reveló entonces que había sido un joven militante en Bulgaria, pero tendrían que pasar años efusivos y de lucha en todo tipo de terrenos, para que Teodoro lograra ir más allá de lo indiscutible e hiciera de la crítica a los autoritarismos la reflexión transversal de toda su trayectoria pública.

Razón y pasión de Teodoro

La vida de Teodoro Petkoff en la década de los sesenta parece sacada de una novela de aventuras. Sus fugas del Hospital Militar en 1963 y del Cuartel San Carlos cuatro años después crearon una leyenda que llegó a relatar al detalle. Pero su peripecia más grande no fue la vida guerrillera y clandestina, sino la de proponer una alternativa socialista para Venezuela desde un partido político dispuesto a acatar las reglas de la democracia representativa. En enero de 1971 nació el Movimiento al Socialismo (MAS) con Teodoro y Pompeyo Márquez como figuras principales. Desde temprano recibieron el apoyo de buena parte de la intelectualidad y el sector cultural de izquierdas, tanto venezolano como latinoamericano. En el contexto mundial, su alianza natural era con el llamado Eurocomunismo, que había abandonado la concepción soviética del Partido como elemento único de transformación social y daba paso a experimentos como los ocurridos en Italia y en España, donde los partidos comunistas fueron factores de importancia en la construcción de la democracia y en la transición a ella. 

Al libro de Checoeslovaquia le siguieron ¿Socialismo para Venezuela? (1970); Razón y pasión del socialismo (1973) y Proceso a la izquierda (1976). En estos textos, Teodoro sigue aplicando su erudición al momento político y deja de lado la prédica «esencialista» de censurar cualquier avance democrático. Dirige reclamos al sistema social y económico imperante en el país, pero asume que se debe dar chance a reformas graduales que sean fundamentales. Orienta la acción del MAS a convocar a diversos sectores de la sociedad que se debieran integrar mediante un pensamiento crítico. La gran lucha es vencer la desigualdad y seguir avanzando por la soberanía. Sobre el funcionamiento interno del partido, afirma en Proceso a la Izquierda: «el movimiento debe estar en condiciones de ofrecer un contenido y una imagen democráticos que, en cierto modo, prefiguren el modelo de sociedad que proponemos», y continúa: «No se pueden separar, como tradicionalmente se hace, fines y medios; tampoco postergar la construcción revolucionaria hasta la toma del poder».

Teodoro fue candidato presidencial en las elecciones de 1983 y 1988. En ninguna de las dos llegó a obtener el apoyo de un cinco por ciento del electorado.

Entre una izquierda dividida y la consolidación del bipartidismo, nunca las masas le profesaron fervor. Pero sí recibió atención constante por parte de escritores, intelectuales, periodistas e historiadores.

El relato de su vida, opiniones y análisis, quedaron en libros de entrevistas como el de Ramón Hernández, Teodoro Petkoff: viaje al fondo de sí mismo (1983); el de conversaciones con Elías Pino Iturrieta e Ibsen Martínez, La Venezuela de Chávez. Una segunda opinión (2000); y el de Alonso Moleiro, Solo los estúpidos no cambian de opinión (2006). Es todavía una labor pendiente escribir una biografía minuciosa, así como documentales, películas y material pedagógico que den a conocer un apasionado periplo vital. 

Del poder, la resistencia y la integridad

Habré visto a Teodoro en mi vida como cinco veces, y conversado con él tan solo dos. La primera fue en el funeral del historiador Manuel Caballero, la segunda cuando gentilmente me dedicó en su oficina mi ejemplar de la primera edición de Checoeslovaquia. De niño había observado su imagen en la televisión, un catire de bigote robusto y con lentes, algo rabioso, ministro de Cordiplan en el segundo gobierno de Rafael Caldera. En ese cargo popularizó la frase: «Estamos mal, pero vamos bien». Después de una carrera legislativa como diputado, ahora llegaba al ejecutivo en un momento crítico de la economía y del sistema democrático. Fue la cara visible de la Agenda Venezuela, y allí buscó proyectar «utopías concretas», como aseveró en un documental hecho por aquellos años. También publicó un libro de sugerente título: Por qué hago lo que hago (1997). Al mote de «revisionista» se le sumó en ese entonces el de «neoliberal». 

En 1998 abandonó el MAS después de que el partido decidió apoyar la candidatura presidencial de Hugo Chávez. Esta separación generó nuevos rencores en parte de sus antiguos simpatizantes. Recuerdo que, en Venezolana de Televisión, en el programa de Roberto Malaver y Roberto Hernández Montoya, año tras año, celebraban el cumpleaños de Teodoro como una burla al ídolo caído. Acaso los que cayeron fueron ellos.

El siglo XXI encontró a Teodoro haciendo periodismo, primero desde El Mundo, luego con Tal Cual, del que fue fundador y director. Sus editoriales fueron un punto de reflexión y altura en medio de un debate político que se consumía entre la deriva autoritaria y los radicalismos. También fue uno de los analistas principales de la nueva etapa en la que entraba el país. De sus dos últimas décadas de vida quedan títulos como: Dos izquierdas (2005); El socialismo irreal (2007) y El chavismo como problema (2010). Como un Rafael Arévalo González de nuestro tiempo, debió enfrentar la ira y el acoso del poder. Primero hacia su periódico, luego directamente contra su persona. Este esfuerzo de resistencia sería reconocido en el exterior con los premios María Moors Cabot (Universidad de Columbia, 2012) y el Ortega y Gasset (El País, 2015).

Teodoro falleció el 31 de octubre de 2018, cuando se cumplían sesenta años del Pacto de Puntofijo, génesis del sistema que primero combatió y luego, de una u otra manera, terminó por valorar y defender. Se fue ese día un apasionado de la ópera, los Tiburones de La Guaira, la poesía y la lectura. No «un lector cualquiera, sino uno que ha hecho la proeza de leer dos veces La montaña mágica, de Thomas Mann, lo cual es casi un dato decisivo de la personalidad», aseguró Gabriel García Márquez en un artículo  que le dedicó en 1983. Nos dijo adiós un personaje inolvidable. Más allá de las críticas a su personalidad o a sus ideas, Teodoro Petkoff demostró con su vida integridad y que el intelecto puede servir para construir una mejor sociedad. Además, nos legó una inmensa enseñanza: que rectificar es de sabios.

*Publicado originalmente en Cinco8 el 1 de noviembre de 2021

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Rafael Caldera en La Sorbona

Rafael Caldera en La Sorbona: la democracia como manera de vivir

Más de cuarenta títulos honorarios académicos recibió este político esencial del siglo XX venezolano, para quien el trabajo intelectual iba atado a su actividad política. Pero eso lo entendían mejor afuera que en Venezuela

Por Guillermo Ramos Flamerich

El Grand Salon de La Sorbona en el barrio latino de París es una galería de 270 metros cuadrados que sirvió por años como sede del Consejo Académico. A pesar de los orígenes medievales de la universidad, el edificio donde se encuentra su rectorado data de las últimas décadas del siglo XIX. La sala es lujosa en su artesonado y lámparas colgantes, en los escudos de ciudades y en dos cuadros del pintor Benjamin Constant que representan al mítico Prometeo, uno encadenado como metáfora del pasado, otro liberado como símbolo del futuro. Con este fondo, el 20 de marzo de 1998, las autoridades de la universidad parisina confirieron a Rafael Caldera el título de doctor honoris causa, después de las deliberaciones hechas por el consejo universitario y aprobadas por el Ministerio de Educación francés. 

Este homenaje se sumaba así a los más de cuarenta títulos —entre doctorados honoris causa y profesorados honorarios— recibidos por Caldera en su trayectoria pública. Quizás sea uno de los venezolanos que mayor número de reconocimientos académicos ha recibido en el extranjero, en China, Israel, América Latina, los Estados Unidos y Europa. 

Fue su última vez en París, la primera como jefe de Estado y su única visita oficial a Francia. Había viajado a Europa por primera vez a finales de 1933, cuando tenía diecisiete años. Como alumno destacado del Colegio San Ignacio fue elegido para participar en el Congreso Universitario de Estudiantes Católicos en Roma, evento auspiciado por el papa Pío XI. Desde esta experiencia se afianzaron dos de sus singularidades: el compromiso político a través del prisma de la democracia cristiana y su vocación humanista, características que lo hacen un personaje diferente en nuestra historia política. 

Si el siglo XIX venezolano estuvo marcado por dirigentes, en mayor o menor medida, anticlericales, el XX se vislumbraba por la influencia del marxismo y sus derivados. Caldera tomó a Andrés Bello como figura tutelar desde muy temprano. Esto demostraba una declaración de principios a favor de lo civil, del orden y el apego a las leyes. Para el país de aquellos años, Bello era un ilustre desconocido. Impulsado por el profesor Caracciolo Parra León, el joven Caldera, ya estudiante de derecho, indaga sobre el personaje. En noviembre de 1935, meses antes de que iniciara su carrera política, la Academia Venezolana de la Lengua premia a Rafael Caldera por una biografía sencillamente titulada Andrés Bello.  

El político que escribe 

Esta obra de juventud no fue un hito aislado. Si bien terminó por dedicarse de lleno a la carrera política, Caldera publicó catorce libros. Unos más técnicos, como su tesis doctoral Derecho del Trabajo (1939) o el tomo dedicado a Temas de sociología venezolana (1973); y otros volcados a recopilar conferencias, discursos y pensamiento político. El más relevante de este tipo es su Especificidad de la democracia cristiana (1972), no solo por sus múltiples traducciones, también por ser un aporte a esta corriente política en el mundo desde América Latina. La suma de sus reflexiones, junto a su alta posición política, era lo que reconocía La Sorbona. Años antes lo habían hecho la Universidad de Sassari en Italia; la de Lovaina en Bélgica; la Universidad Mayor de San Marcos en Perú, así como las principales universidades de Venezuela. 

Un libro curioso que quiero mencionar, de simpática lectura y que ayuda a entender a un Caldera más cercano, es Moldes para la Fragua (1962), volumen conformado por perfiles de personajes que de una u otra forma el expresidente consideró modélicos para la juventud. En las diversas ediciones —revisadas y aumentadas—, Jesús de Nazaret aparece junto a José Antonio Páez, Simón Bolívar, Inés Ponte, José Gregorio Hernández y su padre adoptivo, Tomás Liscano, entre otras figuras. 

Caldera también se atrevió a escribir y a pronunciar discursos dedicados a sus antiguos adversarios. Con un análisis ponderado, pero sin dejar de lado sus vivencias y momentos álgidos, despidió a Andrés Eloy Blanco en una semblanza que fue censurada por la dictadura de Pérez Jiménez. Ya en la primera magistratura realizó las honras fúnebres de Rómulo Gallegos, Raúl Leoni y Eleazar López Contreras. En 1988 ofreció la conferencia La parábola vital de Rómulo Betancourt, un texto gracias al cual, en una lectura personal, uno se siente reconciliado con la reciente historia venezolana. Hubo momentos de nuestra historia política en el que los adversarios se han honrado, porque han sido eso, adversarios, y no enemigos. 

Rafael Caldera también participó en debates intelectuales con otras figuras de importancia. En 1955 fue el encargado de hacer la contestación al discurso de incorporación de Arturo Uslar Pietri a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales. Si este fijó la idea de «sembrar el petróleo», Caldera respondió con la de «dominar el petróleo». Es decir, contemplar este recurso «como un elemento subordinado a nuestra realidad nacional», no como algo ajeno, sino como «parte de un objetivo más amplio». 

Otro concepto que defendió Caldera fue el de «justicia social internacional», explicándolo en foros nacionales y foráneos, como presidente, senador vitalicio o como cabeza de la Unión Interparlamentaria Mundial. Justamente en La Sorbona, al ofrecer en francés el tradicional discurso de agradecimiento, reiteró el concepto de que, si cada pueblo tiene derecho «a aquello que es indispensable para lograr su propio desarrollo», los países con mayor poder y riqueza tienen más responsabilidades y obligaciones en la construcción del «bien común universal». 

Desde 1936 a 2006 Caldera fue también un asiduo articulista de prensa. La lectura cronológica de estos textos revela setenta años de vida venezolana. Pudieran construir el libro de memorias que lamentablemente nunca escribió. Lo más cercano a ello es Los Causahabientes. De Carabobo a Puntofijo (1999), un particular y personal relato de los retos y transformaciones de la sociedad venezolana para lograr la democracia. 

Caldera, el polémico 

Acaso en otro país, una trayectoria intelectual y política como la de Rafael Caldera sería recordada y valorada en espacios públicos, monedas y estampillas, investigaciones documentales y trabajos audiovisuales. Pero sus circunstancias en una nación como Venezuela siempre fueron adversas. Paradójicamente ser el primero de la clase o tener un bagaje cultural que otros políticos no tenían no fue lo que más le ayudó para obtener su éxito político. Candidato en seis ocasiones y presidente de la República en dos, sus detractores han afirmado que esto es solo producto de su soberbia. Pero en política la constancia, la paciencia y la obstinación construyen una resistencia que termina conduciendo al poder. Desde antes de su primera presidencia, la mayoría de los ataques los recibió por su personalidad, no por sus ideas. Luego se le achacó con extremada insistencia temas como el allanamiento de la Universidad Central de Venezuela, la demolición del barrio El Saladillo, en Maracaibo, la transformación que sufrieron las escuelas técnicas, o el Protocolo de Puerto España. Pero el sambenito que le tocó llevar en la última década de su vida y parte de la imagen que tiene su figura histórica en la actualidad ha sido el sobreseimiento a Hugo Chávez en 1994. Con esto se han originado todo tipo de leyendas urbanas que van desde poner a Caldera como padrino de Chávez, hasta involucrarlo como parte activa del intento de golpe de Estado del 4 de febrero de 1992. 

Uno de los grandes problemas de nuestra crisis actual es que no se generan espacios adecuados para la reflexión histórica. Mucho se pierde en opiniones sin base, insultos y diálogo de sordos. 

La figura histórica de Caldera y de sus contemporáneos se debe analizar críticamente y desde diferentes perspectivas. ¿Fue a la larga un error de la Constitución de 1961 hacer esperar una década a los expresidentes para volver a aspirar? ¿Filicidio o parricidio la expulsión de Caldera de Copei en 1993? ¿Cómo se originó y debió manejarse la crisis bancaria de 1994? ¿Claudicó la clase política venezolana ante la irrupción de Chávez? Como siempre, más preguntas que respuestas. Con sus aciertos y errores, Rafael Caldera aparece como una referencia tutelar de la historia democrática venezolana. Respetuoso del Estado de derecho hasta el final de su vida, demostró que su búsqueda del poder no era un fin en sí mismo, sino una manera de institucionalizar un país desde lo civil y plural, o como dijo, con Prometeo de fondo, al recibir su doctorado honoris causa en La Sorbona de París: «Hemos aprendido, con devoción y sacrificio, que la democracia es no solo una forma de gobierno sino, y por encima de todo, una manera de vivir».

*Publicado originalmente en Cinco8 el 30 de agosto de 2021

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Rómulo Betancourt en Harvard

17 de junio de 1965: Rómulo Betancourt, ya entonces expresidente de Venezuela, es doctor Honoris Causa en Harvard
Foto: Arthur Howard, Boston Public Library.

Rómulo Betancourt en Harvard

Por Guillermo Ramos Flamerich

Al hacer entrega de su gobierno el 11 de marzo de 1964 —«ni un día más, ni un día menos», como había prometido—, Rómulo Betancourt inició un exilio voluntario que duró ocho años. Pasó temporadas en Nueva York y Nápoles y se estableció un lustro en Berna. Entre las razones que esgrimió el expresidente para su alejamiento físico, estaba la de no hacer sombra al mandatario entrante. A esto se sumaban otros motivos. Después de casi cuarenta años de agitada vida política era momento de tomar algún descanso. Las marcas del intento de magnicidio de 1960 permanecían allí, pero también comenzaba a vivir en pleno su nueva relación amorosa. De igual modo, tomó estos años para reflexionar acerca de las acciones de su vida y sobre el futuro de América Latina, lo cual incluía una idea poco usual entre los gobernantes venezolanos: escribir sus memorias, que hasta el día de hoy están extraviadas.

Antes de partir, Betancourt hizo notariar una declaración de bienes, seguramente recordando una máxima atribuida a Maquiavelo: es más fácil que alguien perdone la muerte de un familiar, que un ataque a su bolsillo. En mayo se incorporó como Senador Vitalicio en el Congreso Nacional, cargo con el que la Constitución de 1961 honraba a los expresidentes. Luego de esto, comenzó la temporada de homenajes que recibió en los Estados Unidos. 

Aunque en su juventud Betancourt abrazó ideas del marxismo leninismo, rápidamente se decantó por la opción de la democracia representativa, y sus relaciones con Estados Unidos fueron cordiales desde su primer gobierno, como presidente de la Junta Revolucionaria (1945-1948). Luego de eso, solo se incrementaron. Ya en su mandato constitucional (1959-1964), compartió escena y entabló amistad con el presidente John F. Kennedy, quien visitó Venezuela en 1961 y a quien Betancourt le devolvió el gesto en 1963. Bajo la égida de la Alianza para el Progreso, el presidente venezolano posicionó al país como ejemplo de una democracia latinoamericana que buscaba consolidarse en medio del tablero de la Guerra Fría. Así lo reconoció la revista Time, en la edición del 8 de febrero de 1960, al incluirlo como uno de «Los verdaderos constructores de América Latina». En el perfil que le dedican afirmaban que, junto al gran mérito de no haber sido derrocado, había logrado frenar la influencia comunista, mantener una coalición de partidos democráticos e iniciado reformas económicas y sociales. 

El 3 de junio de 1964 recibió el Doctorado Honoris Causa en Leyes de la Universidad de Rutgers y, dos meses antes, había asistido a una sesión de honor del Comité de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados Unidos. 

La vitalidad de la democracia

El jueves 17 de junio de 1965 Rómulo Betancourt recibió el Doctorado Honoris Causa en Leyes de Harvard. Nathan Pusey, presidente de la universidad, entregó este título al venezolano por ser «un intrépido estadista que ha demostrado a las Américas la vitalidad de la democracia». Era el tercer reconocimiento de una universidad estadounidense en menos de un año. Harvard se sumaba a lo también dispensado por Rutgers en 1964 y por la Universidad de California el 8 de abril de 1965.

Fueron doce las personalidades reconocidas en la 314ª ceremonia de graduación de la Universidad de Harvard. Junto a Betancourt, figuraba el expresidente ecuatoriano Galo Plaza Lasso, quien pocos años después se convirtió en secretario general de la OEA; y Adlai Stevenson, quien estaba a punto de finalizar su misión como embajador de los Estados Unidos en Naciones Unidas y había sido candidato presidencial por el Partido Demócrata en 1956.

Testigo de la ceremonia fue Luis Muñoz Marín, primer gobernador de Puerto Rico quien, junto con el expresidente costarricense José Figueres y el propio Betancourt formaban, en palabras de la prensa estadounidense, el grupo de los «tres sabios latinoamericanos» llamados por la Casa Blanca, para buscar una solución ante la ocupación militar estadounidense de la República Dominicana. Semanas antes, en un homenaje que le ofrecieron en Nueva York, Betancourt había declarado a los medios su repudio ante esta intervención unilateral, ya que esta no había sido discutida en el seno de la OEA.

El homenaje había ocurrido el 3 de junio de 1965 y fue una cena ofrecida por la Asociación Interamericana por la Democracia y la Libertad. El orador principal fue el historiador Arthur Schlesinger, quien afirmó que la presidencia de Betancourt era «una piedra miliar en la larga faena de la democracia en las Américas». Aquella noche se leyeron unas palabras del presidente Raúl Leoni, así como las adhesiones al homenaje por parte del presidente Lyndon B. Johnson, su vicepresidente Humphrey, el presidente Eduardo Frei de Chile, y de personalidades políticas como Carlos Lleras Restrepo, Rómulo Gallegos, Rafael Caldera, Gonzalo Barrios, y el senador Ted Kennedy. Este último comentó sobre la «amistad profunda basada en principios y propósitos comunes», entre el venezolano y su fallecido hermano. En el evento también participó la actriz y activista por los derechos humanos Frances Grant, quien saludó a Betancourt como un «gran conductor» de la vida en democracia, libertad y esperanza en el hemisferio. Todas las palabras de aquella jornada memorable fueron recogidas en el folleto Rómulo Betancourt en América, editado al año siguiente en Caracas.

La universidad de la Historia viva

Betancourt recibió un doctorado Honoris Causa en una de las universidades más prestigiosas del mundo sin ser un académico. De hecho, nunca terminó sus estudios universitarios. Los avatares de 1928, prisión y exilio, le impidieron continuar con la carrera de derecho en la Universidad Central de Venezuela.

A diferencia de otros dirigentes exiliados, quienes lograron graduarse en universidades del exterior, Betancourt se entregó de lleno a la acción y reflexión política.

Pero sus inquietudes intelectuales habían estado presentes desde muy joven. Testimonio de ello queda en alguno que otro verso, la publicación de un cuento, o la tesina que escribió sobre Cecilio Acosta para optar al título de bachiller. En 1929 publicó junto a Miguel Otero Silva el panfleto En las huellas de la pezuña; dos años después fue el principal redactor del Plan de Barranquilla y, en abril de 1932, presentó el ensayo Con quién estamos y contra quién estamos. También escribió diversidad de perfiles sobre personajes históricos y políticos latinoamericanos y mundiales de su momento. Buena parte de estas semblanzas fueron reunidas por Simón Alberto Consalvi, y publicadas de manera póstuma bajo el título Hombres y villanos (1987).

La economía y el petróleo fueron dos temas a los que Betancourt privilegió en sus incursiones autodidactas. En los años finales del gobierno de Eleazar López Contreras lo encontramos en debate perenne en los artículos que publicó en el Diario Ahora. Desde allí propone acciones a tomar en las importaciones y exportaciones venezolanas, analiza las políticas adoptadas en otros países, destaca la importancia de los servicios públicos y la necesidad de transformar el sistema educativo, para construir una conciencia económica desde los primeros años de estudio. Parte de los escritos de esta época fueron recogidos en el tomo Problemas venezolanos (1940).

El petróleo fue una preocupación de Betancourt hasta el final de sus días. Esta obsesión originó su obra más importante, el clásico del ensayo político latinoamericano, Venezuela, política y petróleo, publicado por el Fondo de Cultura Económica de México en 1956. El libro nació de una primera idea fija de convertirse en un «anti-Vallenilla», es decir, en refutar las ideas del historiador y apologista del gomecismo, Laureano Vallenilla Lanz. Pero en el largo trayecto de su concepción y redacción, construyó un perfil propio. A medio camino entre el análisis, la justificación y una clara denuncia de la dictadura, es necesario seguir indagando, con mayor profundidad, sobre la génesis, versiones y recepción que ha tenido esta obra.

El exilio como destino

En marzo de 1972 Betancourt regresó a Venezuela en barco. Luego del descanso europeo, la publicación del libro Hacia América Latina Democrática e Integrada (1967) y la división de su partido en las elecciones de 1968, todavía le quedaba casi una década para seguir influyendo en la vida venezolana. El sistema democrático parecía consolidado, ahora eran otros los desafíos. Su figura, siempre polémica, hacía su tránsito hacia la historia. El hispanista británico Hugh Thomas, en un prólogo que hace a las obras de Betancourt para la editorial catalana Seix Barral en 1977, afirmaba: «Demasiadas veces, los que han tenido éxito han sido los hombres de fuerza y brutalidad. Hombres de talento oratorio se han convertido en tiranos, mientras los escritores se han refugiado en el exilio». 

Betancourt murió fuera de Venezuela, pero no en el exilio. Falleció durante un viaje a Nueva York el 28 de septiembre de 1981, sin poder terminar sus anheladas memorias, pero tampoco su última lectura, Une femme honorable, biografía de Marie Curie escrita por la periodista francesa Françoise Giroud. Se unía así al elenco de personajes que han dado forma y gobernado al país pero que, y por distintas circunstancias, fallecieron lejos del territorio venezolano. Quizás los casos más resaltantes sean los de Miranda, Bolívar, Páez y Guzmán Blanco, del siglo XIX; Castro, Leoni, Pérez Jiménez y Carlos Andrés Pérez, del XX. 

El mayor aporte de Rómulo Betancourt, quien contribuyó al nacimiento de la Venezuela democrática, fue aceptar las luchas, por duras que estas fueran, sin claudicar a la reflexión oportuna y el desafío de aprender a pensar para construir.

*Publicado originalmente en Cinco8 el 6 de julio de 2021

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Majenye, más allá del arte «post-chabacano»

Carlos Luis Sánchez Becerra (2021). Foto: Anthony González López

Majenye, más allá del arte «post-chabacano»

Por Guillermo Ramos Flamerich

Carlos Luis Sánchez Becerra (Maracaibo, 1987), de seudónimo Majenye, es un artista visual y cantautor que está sintetizando en su obra la tradición, humor y clichés venezolanos con las reivindicaciones por la diversidad

Personajes con rostros de animales, un Simón Bolívar Shivaista o con unos glúteos enormes, Arturo Uslar Pietri voluptuoso pidiendo que se escuche su mensaje, Homero Simpson en Carora, o el doctor José Gregorio Hernández multicolor. Parece que casi ningún tema es ajeno a Majenye, mientras esto pase por el tamiz de trastocar las cosas con elementos populares y locales. Como el dúo imposible de Michael Jackson y Alí Primera, no solo por haberlos dibujado juntos, también por versionar Los techos de cartón con la música de Billie Jean. De avatares como estos está poblada su obra.  

«Pipa de fumar que usaban los antiguos», eso significa Majenye en yukpa. El artista recuerda cómo llegó a ese nombre. En el 2009 viajó con varios amigos a la Sierra de Perijá (estado Zulia). Allí, durante la visita a la comunidad indígena en Chirime, a cada integrante del grupo le dieron un nombre particular. El de Carlos fue Majenye. Una de sus alegrías al atesorar ese nombre no es solo su origen, también porque como es una palabra «casi única» (dice el artista que también es el nombre de una marca africana de maquillaje), cuando la gente lo busca en Google aparece sobre todo su obra.

La historia de Carlos antes de ser Majenye comenzó en Maracaibo, donde nació un 18 de julio. De padres tachirenses, todos los años viajaba a San Cristóbal, mientras tanto y de regreso a su ciudad, los contrastes entre lo zuliano y lo andino quizás fomentaron su timidez: «Sentía que hablaban diferente. Una vez una muchacha se me acercó a hablarme y no le entendí nada y me puse a llorar».

¿Cómo te iniciaste en el dibujo?

Desde niño dibujaba todo el día en clase. Me refugié en el dibujo como una manera obsesiva y algo terapéutica. Comencé pintando dibujos animados que veía: He-Man, Dragon Ball, Sailor Moon, Tortugas Ninja, los Ositos Cariñositos, Mi Pequeño Pony. Me hubiese gustado leer más, pero solo veía televisión. Después de ver comiquitas me puse a investigar el surrealismo. Pero ahora he vuelto a esa etapa infantil y estoy haciendo mis propias caricaturas y animaciones.

Y de allí directo a estudiar arte…

—Me gradué en La Universidad del Zulia, en artes plásticas mención pintura. El Zulia influyó en mi trabajo, el colorido de sus artistas. A diferencia de Caracas el Zulia tiene muchos artistas figurativos. Pero en Caracas, desde Soto y Cruz-Diez, es más importante la abstracción geométrica y el cinetismo. Pero en Maracaibo la figuración con artistas como Ángel Peña, Henry Bermúdez, Carmelo Niño es muy importante. También las cuatro etnias indígenas influyen en la forma del arte que se hace, el colorido es increíble. Por eso empecé a dibujar con marcadores, para recrear esa fuerza del color de los tapices wayuu.

Y el color se convirtió en su energía. En 2008 ganó una mención honorífica en Alicante, España, en la bienal de pintura «Miradas de Hispanoamérica». En 2012 vivió una temporada en el «Nuevo Circo de Caracas», lugar en el que aprendió algo de contorsionismo. A los 27 años partió de Maracaibo y se fue a vivir a Carora con su pareja actual.

—¿Cuáles son las principales temáticas de Majenye?

—A mí me interesan muchas cosas: lo venezolano, lo queer, lo humorístico, la literatura venezolana… Si te pones a pensar, cualquier hecho local puede ser muy universal si uno lo desgrana, lo pelas como un cambur. Siento que si uno investiga y busca muy bien se consiguen formas de originalidad que no van a haber en otros países. Muchos pintaron a Madonna, pero muy pocos a Lila Morillo.

Y el artista menciona a Lila Morillo no por simple retórica. Es uno de los personajes de la cultura pop venezolana que más ha dibujado y con la cual ha buscado hacer una simbiosis con referentes de la cultura pop mundial. Lila en todas las formas y situaciones: como David Bowie, Frida Kahlo, como protagonista de Resident Evil, Michael Jackson, Xena, en fin…

Las dos Lilas (2014).

—Lila Morillo, ¿musa y obsesión?

—Tengo muchos años ya que no pinto a Lila Morillo, porque había exagerado. Me dediqué dos años a dibujarla. Al principio lo hacía a manera de chiste. Yo estaba en Valencia, en casa de un amigo, viendo televisión. En un programa del día de las madres, le hicieron un homenaje a la mamá de Lila Morillo. Fue algo enternecedor y gracioso. Decidí hacer una caricatura de Lila Morillo como Pocahontas. De tanto investigar terminó gustándome. Porque me di cuenta de que tenía una voz demasiado preciosa, unos vestidos, una estética muy particular. El hecho de que cantara canciones del folklore venezolano, de que se haya sometido tantas a tantos tratamientos estéticos, para verse a los ochenta años tan bien, implica un compromiso como artista escénico. El hecho de que esté tan presente en la cultura venezolana. Yo hice un meme de Lila con todos los presidentes de Venezuela que han vivido mientras ella ha vivido y una foto de ella en la época. Con eso también hice una canción.

Pero Lila no es el único personaje del universo Majenye. Al revisar sus redes sociales encontramos todo un desfile: Diosa Canales bañándose con un barril de petróleo, el caníbal Dorángel Vargas, Led Varela, Simón Díaz. Anécdotas de Óscar Yanes, cuentos de Julio Garmendia, Renato Rodríguez y Antonieta Madrid. Y durante un buen tiempo caricaturas de denuncia política.

—¿Por qué has dejado de hacer dibujos con contenido político?

—He hecho caricaturas fuertes contra Nicolás Maduro. Pero ya no siento que el arte haga algo. Hay una desesperanza de un cambio político a través del arte. Pero no la hay con la vida diaria. A pesar de que hay un montón de carencias y hasta cuesta viajar de un estado a otro. Sumado a la pandemia y a la crisis económica. También está la amargura que uno debe llevar por subir contenido político. El arte envejece muy mal cuando trata temas muy cotidianos, aunque se vuelve un archivo histórico. Pero el archivo histórico y el arte no son lo mismo.

Este año subiste a tus redes una canción animada en la que recorres la historia del arte venezolano, de lo precolombino hasta lo que denominas como «post-chabacano». Majenye, entre la pintura, el meme y el comic, ¿es un artista post-chabacano? 

—Hay una frase del escritor Milan Kundera que dice «la belleza es un mundo traicionado. Solo podemos encontrarla cuando sus perseguidores la han dejado olvidada en algún sitio». Yo siento que hay un montón de cosas que nos parecen chabacanas, ordinarias, de mal gusto, kitsch, que tienen un gran valor estético, conceptual, emocional y cultural. Trato de encontrar eso para darle una validez artística, por eso me interesa tanto la cultura pop venezolana como «Maldita mujer» del programa Justicia para Todos.

—¿Qué viene ahora para Majenye?

—Estoy realizado un libro de 12 páginas, una historia corta. Va a ser serigrafiado a mano. Una historia totalmente surrealista y fantástica en la que me autorretrato en diferentes situaciones y paisajes. La edición será en la Macolla Creativa. Mis libros van a ser pintados a mano la portada y la contraportada. La portada es mi cara, la contraportada es la parte de atrás de mi cabeza, pero con ojos y bocas. Algo muy perturbador.

*Publicado originalmente en La Gran Aldea el 2 de julio de 2021

Bolívar caroreño (2019).

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Mariano Picón Salas entrevista a Isaías Medina Angarita (1945)

La presente entrevista (p.p. 9-15) la tomamos de su publicación de la guía Venezuela 1945 (El Mes Financiero y Económico, 1945), dirigida por Plinio Mendoza Neira, bajo la dirección artística de Santiago Martínez Delgado.

Es importarte aclarar que a pesar de ser una exaltación al gobernante de turno, es un testimonio de interés histórico, dado los personajes presentes en el diálogo, como el año de se publicación, el cual se convertiría en el último de su gobierno al ser derrocado el 18 de octubre de 1945.

El presidente Isaías Medina Angarita y el escritor Mariano Picón Salas. Despacho del Palacio de Miraflores, c. 1945.

El gobernante y su pueblo

Entrevista de Mariano Picón Salas con el Señor General Isaías Medina Angarita, Presidente de Venezuela en el periodo constitucional 1941-1946

Varias definiciones sugiere la personalidad del General Isaías Medina Angarita, ahora que las circunstancias políticas y su extraordinario don personal parecen marcarle un misión más duradera que la de un Presidente de los Estados Unidos de Venezuela: la de ser el líder de un gran partido político, el animador o interprete de un movimiento juvenil y popular como no había conocido nuestra historia contemporánea. Quienes le estimamos y seguimos no queremos que al final de su periodo presidencial el General Medina entre en un retiro dorado, porque le están necesitando las asambleas, los grupos entusiastas que se han decidido a hacer marchar a este gran organismo histórico –tanto tiempo dormido y estancado– al que damos el nombre de Venezuela.

Pueden ensayarse sobre el General Medina varias definiciones aproximadas. Podría decirse, por ejemplo, y como primeros rasgos del retrato, que «es un hombre alto y vigoroso, con una tez suave»; que «crea adonde llega una atmósfera amistosa que nos hace olvidar su poder»; que «es político de excelente salud y jovial ánimo, aquí donde tantos hombres públicos llevaron el encono de su hígado enfermo»; que «cuando va a hablar en público y mientras que otros doctores acuden a leer su papel y parecen enredarse en las metáforas y párrafos complicados, él improvisa la palabra justa, sencilla, que da como una flecha certera en quienes le oyen».  Mientras que los oradores están sumidos en sus manuscritos o en la contemplación interior de las frases que quieren decir, él observa al pueblo y es precisamente de los rostros de los auditores, de donde saca la frase que todos aguardan.

Puede ocurrir que usted esté en un grave acto pedagógico –por ejemplo, en la inauguración de alguna escuela– y hay un orador de orden que preparó para la ocasión el discurso de mejor sintaxis y el más severo traje negro. De pronto, para reducir aquel alarde oratorio a las modestas proporciones humanas, el Presidente se pone a hablar con una de las chicas o chicos que eran sufridos espectadores del acto cívico, o tiene una anécdota amable para la maestra, y todo es más eficaz, más elocuente que las anteriores cláusulas castelarianas o ciceronianas. Y ocurre también, en las manifestaciones obreras, como las que se celebraron junto a los pozos de petróleo del Zulia, en 1942, que un sociólogo joven o un líder sindical prepara su alocución con demasiadas teorías, pero de pronto el Presidente, que para estas oportunidades viste una simple chaqueta blanca apropiada al calor y al entusiasmo de las multitudes, se pone a hablar, ya no sobre libros o tesis sindicales, sino de las necesidades inmediatas de aquellos trabajadores que se sentían cohibidos y a quienes la risa ancha del General Medina parece devolver del acto solemne a la sencilla emoción de la vida. Y luego en el sindicato se había improvisado un almuerzo para el Presidente: se tuvo mucho cuidado con el protocolo y se deseaba que el General Medina se colocase al lado de uno de sus ministros, a quienes ve todos los días; pero él llegó, dejó su jipijapa de viajero en cualquier sitio y se puso a beber –porque había sido jornada de mucho sol y muchas ceremonias su vaso de cerveza helada con Juan Pérez o Pedro Peña, hombres del montón, pero que saben más sobre el trabajo y la auténtica «cuestión social» que muchos presuntos doctores.

Los líderes venezolanos que aparecieron después de la dictadura de Gómez tenían demasiadas teorías políticas que no siempre graduaron y dosificaron para el consumo de las masas, e insistieron con exceso en todos los elementos de rencor que quedaban flotando en la vida nacional, pero con mucha frecuencia olvidaban el contacto directo del pueblo después que se apagaban los aplausos multitudinarios. Y la sorpresa de Venezuela en los últimos años es haber encontrado en el joven General Isaías Medina Angarita un líder cordial, un hombre que sin movilizar ningún argumento de odio o pasión túrbida, se puso a hablar en un lenguaje afectuoso, directo, de gran alcance emotivo que constituía una invitación irrenunciable a trabajar por nuestra tierra. Otros presidentes de Venezuela dividieron a sus compatriotas en dos grupos: los buenos y los malos; los buenos eran los que estaban con ellos y los malos aquellos a quienes por ser opositores se les mantenía en un especie de excomunión civil. Y en un país donde prevalecieron por tantos años las formas más orientales de política, la intriga y el chisme palaciegos, la preocupación de los validos que querían poner entre el Gobierno y el pueblo una rígida barrera de fórmulas, el problema más serio de un presidente es bracear y abrirse paso como un nadador hábil entre tantos arrecifes que acumuló la tradición y el prejuicio y ponerse a ver las cosas por sus propios ojos. Pero con gran intuición, Isaías Medina Angarita no hizo caso de aquella clásica frontera entre «buenos» y «malos»; a todos –incluso a aquellos que lo injuriaron en la lucha– quiso conocerlos con la objetividad humana del que comprende que la política no es exclusión, sino más bien pacto o armonía de fuerzas que siempre pueden buscar los puntos de coincidencia.

Hemos hablado con el Presidente en los sitios más diversos: en su despacho del Palacio de Miraflores, en un hotel de New York, en la simpática cabaña montañesa que tiene en El Junquito o en el jardín de su casa, cuando al anochecer, después de una agobiante jornada de audiencias o de un «Consejo de Ministros» llega buscando la sonrisa de sus dos hijas o pide al camarero, a quien trata con la afabilidad que se tiene por un antiguo ordenanza, que prepare ese «Whiskey» bien frio, de antes de cenar, que abre el camino a las conversaciones más directas. Y de todos esos encuentros he querido resumir en un solo diálogo algo de lo que me ha dicho sobre Venezuela y lo que puede llamarse el perfil más general de su política. La señora Irma de Medina Angarita asiste a una de esas conversaciones y completa el retrato privado, que es el antecedente necesario para juzgar al político. 

–Cuando lo conocí  –dice la señora Medina Angarita me pareció ante todo, cordial y emotivo. Su gran sonrisa optimista deshacía todo obstáculo. Y acaso el rasgo más curioso de carácter es que lo mismo que posee como pocos hombres, el don de hacerse amigos, nada lo hiere más que la negativa o el rechazo de aquellos que pudiendo colaborar, se niegan por miedo o por inercia.

—Hombre para trabajar en equipo, para animar ese gran «team» que también se llama la Política –agrego yo– Fíjese usted cuando está en una reunión de amigos. No se aísla con ninguna persona. Puede estar conversando con un Ministro cualquier asunto de Estado, pero está pendiente, al mismo tiempo, de que todos los huéspedes lo pasen bien y ninguno se sienta inferior o deje de participar en aquel coro de voces, de buenas voluntades que allá se armoniza. Y le ayuda su buena memoria, porque puede entrar de improvisto un hombre de Guayana o de Trujillo, del más apartado rincón de la Republica y en el noventa por ciento de las veces, el General Medina sabe el nombre del visitante o tiene un amable recuerdo que asociar al aparecimiento del huésped.

—General Medina –le pregunto de improvisto– ¿cuál ha sido la mayor aspiración de su política?

—Usted dirá –me responde– que le contesto con un lugar común, porque estas cosas tan generales a veces solo pueden definirse con frase que todo el mundo emplea. He querido, con la mayor sinceridad, toda la alegría, todo el bienestar para el pueblo venezolano. Pero esto requiere un necesario complemento: primero como militar y como jefe de tropa, luego en mis jiras por todo el país, estuve siempre en contacto con el pueblo de este territorio inmenso y lleno de contradicciones geográficas que se llama Venezuela. Y entre soldados de la tropa, primero, y después como mandatario, aprendí a querer y a sumar las virtudes distintas e integralmente positivas de nuestro pueblo. Hay una condición unánime que consiste en que los venezolanos somos todo, menos gentes dormidas. El hombre venezolano (aunque venga del más oscuro analfabetismo rural, de la situación económica más deplorable), es siempre despierto, vivaz y de extraordinaria adaptación a cualquier progreso.

Pero es importante, además, poner de relieve lo que pudiera llamarse las virtudes regionales de nuestra gente. La agria tierra de Coro, sin agua, tierra de médanos y cactus engendra, por ejemplo, un hombre sufrido, de formidable aguante físico, de maravilloso estoicismo moral que ha hecho de aquella comarca una tierra de excelentes soldados. Con la fortaleza y el espíritu de sacrificio absoluto de un coriano se puede ir a cualquier sitio del mundo. El hombre del oriente de Venezuela, el cumanés, que mira al mar más azul y la costa más luminosa de nuestro territorio, tiene una imaginación brillante, rápida; imaginación un poco de poeta. El margariteño es un marino nato. El hombre andino que siembra sus conucos en los repliegues de la formidable serranía es, ante todo, tenaz y metódico. Dentro de su espíritu, a veces callado y taciturno, dispone de una admirable cabeza organizadora.

La inmensidad llanera, a pesar del tremendo combate con la soledad y la naturaleza, forma paradójicamente un hombre muy seguro de sí mismo. El llanero como superando con su potencia humana el difícil medio natural, es optimista; cree en sí mismo y cree en su tierra y aunque viva en las ciudades o en los ambientes más civilizados, siempre sueña con volver al llano. El maracaibero es, como pocos, uno de los pueblos con mayor inventiva económica. Antes de que se desarrollase en aquella región la riqueza del petróleo ya el maracaibero se las había ingeniado para hacer de su comarca el más activo centro de negocios de todo el país, y en cierto modo el hombre menos dependiente del presupuesto. Y así en toda Venezuela, una serie de virtudes particulares se suman para crear una psicología nacional variada, ágil y muy despierta, que es lo que necesita interpretar nuestra política. Puede hacerse y debe hacerse en Venezuela una política que no niegue sino auspicie la alegría y el entusiasmo.

—¿Y cree usted –le interrumpo– que nuestro pueblo ha alcanzado ya capacidad suficiente para disfrutar sin limitaciones de la plena vida democrática?

—Las últimas elecciones para los Concejos Municipales y para las legislaturas de los Estados en este mes de octubre –responde el Presidente– demuestran que las masas venezolanas, por la admirable conciencia cívica con que participan en los comicios, han logrado una madurez política que refuta y deshace todas las malas previsiones de los agoreros. Ni el más pacato podrá negar dos cosas: la imparcialidad con que el Gobierno permitió que se expresaran todas las corrientes de opiniones y la disciplina con que el pueblo sufragó en las urnas. Si una nación así no merece la democracia, yo no sé dónde podrá aplicarse.

—Una política –interrumpo al Presidente– se hace concreta, pasa de la teoría al hecho por medio de la acción administrativa. ¿Cuáles de las obras administrativas emprendidas por su Gobierno lo han entusiasmado más?

Y en orden numérico el General Medina recuerda la urbanización obrera de El Silencio –la más vasta y mejor planeada que tenga ningún país de la América Latina, según la opinión de los entendidos ; el estupendo plan de ensanche y transformación del puerto de La Guaira que ha comenzado a realizarse; la vasta edificación escolar que en los grandes bloques educativos de Caracas y de las principales ciudades venezolanas, sustituye las estrechas escuelas sin aire y sin luz por esta arquitectura de grandes ventanales y patios de juegos donde se formará una juventud más alegre y animosa; y el nuevo gran edificio de la Escuela Militar que será el símbolo de un ejército moderno, poderosamente tecnificado que seguirá contribuyendo al progreso civilizador de Venezuela y no a la aventura política como en otros días depresivos de nuestra historia.

El General Medina Angarita es no solo el Presidente de Venezuela sino el gran animador también del Partido Democrático, que hace pocos días recibió su entusiasta bautizo electoral y la calurosa rectificación del pueblo.

—¿Qué augurio, qué aspiración quisiera imprimir usted a su partido? –pregunto al Presidente.

—Anhelo, me dijo, a que cumpla, ante todo, la siguiente línea política:

1.–Reafirmar cada día más las instituciones democráticas. Pasó ya en Venezuela la época del «personalismo» como sistema político y el Partido debe ser un marco para que los hombres luchen por sus ideas de progreso venezolano y se destaquen ante el pueblo por sus propios méritos y por la obra realizada.

2.–El ascenso  de los hombres ante la conciencia pública se deberá pues, al empuje del Partido y a la manera como los luchadores se hayan aprestigiado ante el país.

3.–Antes la política era como una «gracia» o favor que concedía la personalidad que estaba en la cima del poder; ahora corresponderá al trabajo y la actividad responsable de cada cual. Es este el auténtico camino de una política democrática.

Había que hacerle al Presidente Medina una pregunta final; aquella que constituye el desvelo de todos los venezolanos que sienten con más ardor que nunca la tarea que les impone su país, la esperanzada interrogación de las nuevas generaciones  que ahora se aprestan, superados ya los prejuicios y las ligaduras espirituales de ayer, a enfrentarse al combate del porvenir.

—Presidente –le dije– durante mucho tiempo nos enseñaron a los venezolanos que nuestra historia pasada fue tan fulgurante y gloriosa que casi nuestra única tarea como nación era sumirnos en la nostálgica contemplación de aquellos recursos. Por eso, quisiera una última opinión, acaso un pronóstico de usted sobre el futuro de Venezuela.

—Cuando yo expresé en un discurso en 1939 –respondió el Presidente– aquella frase de «Hasta aquí la historia», quise determinar que había llegado el momento de que nuestro pasado heroico superase la etapa puramente contemplativa para convertirse en estimulo del porvenir. En efecto, hubo en Venezuela larguísimos periodos en que prácticamente los hombres no pudieron actuar. Su pensamiento que entonces no tenía vigor para transformar las realidades contemporáneas, se sumía únicamente en la contemplación de las glorias pasadas. Pero ahora la contemplación debe ceder el paso a la acción. Si pensamos en la historia heroica no es para contemplarla con la inferioridad de otras etapas de la vida venezolana sino para que ella nos sirva de conjuro y acicate a preparar un mañana igualmente glorioso.

Venezuela progresa y será, sin duda, una gran nación, pero hay que cumplir y preparar aún una serie de etapas. La primera etapa consiste en el adiestramiento de nuestros hombres para entender todos los complicados hechos y las complicaciones técnicas de la vida moderna. Coincide con esta etapa, el fortalecimiento de nuestro potencial humano. Nuestro pueblo debe crecer demográficamente con todas las medidas de salud e higiene pública, con la política de protección social que es necesario acrecentar y con el desarrollo de un plan de inmigración. Si esta política de hombres, de «potencial humano», se complementa con la valoración racional de todos nuestros recursos naturales, hay que ser profundamente optimistas sobre el futuro de esta tierra.

Numerosos huéspedes están esperando en la antesala del Presidente. Telegramas que llegan y llamadas telefónicas interrumpen constantemente nuestro diálogo. Y cuando al finalizar la charla y escribir la última palabra de estos apuntes, el General Medina Angarita nos tiende otra vez su mano afectuosa, en ella parece afirmar el fervor y responsabilidad del gran momento que vive Venezuela. El General Medina es un hombre joven, y es de la actitud generosa y sin prejuicios con que entra a la historia política, de lo que puede esperarse más, no solo como signo y derrotero de su obra personal, sino también de su influencia colectiva.

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Dos cartas entre Rómulo Betancourt y Luis Beltrán Prieto Figueroa (1967)

Correspondencia cruzada en el contexto de la crisis que llevó a la tercera división de Acción Democrática

Publicado originalmente en La Biblioteca de Venezuela Analítica, sección desaparecida de este sitio web.

Luis Beltrán Prieto Figueroa.

Carta de Luis Beltrán Prieto Figueroa a Rómulo Betancourt

Caracas, 26 de julio de 1967

Mi querido Rómulo:

Hace tiempo tenía deseos y necesidad de escribirte, pero me detenía esa intención las noticias que hacen propalar por estas tierras, personas que se dicen tus amigos y que a la hora de los compromisos en que es necesario poner la vida, no estuvieron nunca a tu lado o si lo estuvieron era para cubrirse las espaldas o para buscar junto a tu nombre prestigio y figuración. Te hacen tanto daño tus amigos de ahora, los que te necesitan para adquirir valimiento, que me duele, con dolor de hermano el mal usa que hacen de tu nombre y de tu prestigio, comprometiéndote en causas a las que sé porque te conozco demasiado, que tú nunca estarías afiliado.

Te escriben con frecuencia, te envían la noticias que les conviene hacerte llegar y te pintan a los hombres a quienes tú conoces porque has convivido con ellos, de modo tal que aparecen ahora como tus enemigos, interesados en destruirte, o en disminuir la significación tuya como indiscutible creador y conductor de nuestro movimiento. Tú y yo fundamos el Partido, compartiendo privaciones a todo lo largo del país, tú y yo hemos estado juntos en las horas difíciles, tú y yo hemos pensado en grande, porque no tenemos la sensual ambición del dinero ni nos han seducido las posiciones, para el disfrute de bienestar sino para realizar desde ellas una obra soñada, ambiciosa y querida por nuestro pueblo. Nos consagramos a servir a los humildes y si no ha sido posible cumplir el, programa que nos propusimos, porque la realidad modela la acción política, no hemos desertado de los propósitos que nos trazamos hace ya más de treinta años.

Ahora está en juego en el Partido la elección de un candidato para las elecciones de 1968. Mi nombre ha surgido al lado del de Gonzalo Barrios, como los de mayores posibilidades, pues aun cuando se han asomado las candidaturas de Dubuc, de Carlos Andrés, de Eligio y hasta la de Leandro y Sucre Figarella, tú sabes que en el Partido y en Venezuela las elecciones no son juegos de dados tirados al tapete después de un cubileteo de jugadores diestros.

En mi última conversación contigo en Nápoles me hablaste de la candidatura posible de Gonzalo, en forma que no dejaba duda sobre tu posición adversa a esa postulación. Entre nosotros dos no puede haber engaños ni tapujos. Me dijiste de la tradicional actitud del candidato e insinuaste algunas ideas ya tradicionalmente discutidas. Entonces, no me atreví, y con ello te expreso mi tradicional manera de proceder cuando de mi personal posición se trata de hablarte de la posibilidad de mi candidatura. Además, no estaba seguro de que esa fuera la mejor solución para el país y necesitaba convencerme a mí mismo, después de examinar la realidad nacional y la opinión pública de las posibilidades existentes. Me di a la tarea, con la tenacidad que me conoces y con la ponderación que me caracteriza, a sondear la opinión y ésta se me adelantó. Ahora es un río incontenible, de modo tal que al partido le quedan dos caminos, perder las elecciones con un candidato que no levanta confianza ni fe, porque no ha estado nunca cerca de sus masas y de la devoción popular o ganarlas con un candidato capaz de aunar a la opinión pública alrededor del Partido. No quiero exagerarte, no deseo ni siquiera convencerte o conmoverte. Sabes que no soy hombre en busca de favores, porque nunca los he necesitado. He sido dueño de mi hambre y de mis sueños. Sé que los que se llaman tus amigos te han hecho llegar la noticia de que mi candidatura está auspiciada y aupada por tus enemigos personales. González Navarro me transmitió uno que entiendo como mensaje a García. Entre esos enemigos tú señalas a Gualberto Fermín, y mi sobrino Antonio Espinoza, entre otros. Napoleón decía que la grandeza de los hombres se mide por la calidad y grandeza de sus enemigos aun cuando en política es verdad que no existen enemigos pequeños, recuerdo que te dije en Nápoles que debías poner de lado las cosas de minúscula importancia, porque tus amigos te necesitábamos para las cosas grandes. Ahora bien, tú que me conoces, o por lo menos debes conocerme, ¿piensas honrada y lealmente que a mí lado puede crecer y desarrollarse alguna forma de enemistad, de inquina contra ti? Flaco servicio me harías y flaco sería el criterio que me harías concebir de tu lealtad, si no confías en la de los demás, probada ya en una larga, dura y peligrosa brega.

¿Ahora son amigos tuyos leales y confiables, Gonzalo, Lepage, Carpio Castillo y otros que no nombro, como Luis Esteban Rey? En oportunidades tuve que enfrentarlos para defenderte y defender al Partido. Es posible que todo eso pueda olvidarse si está en juego el porvenir del país y hasta la estabilidad de las instituciones democráticas, como se han dado a propalar tus supuestos amigos, los que te negaron en la cárcel o en el destierro, los que se opusieron tercamente a tu candidatura presidencial porque representabas el golpe, un peligro para la estabilidad de la República, un retroceso, la entrega del imperialismo. No quiero reclamar méritos, porque cuando uno hace lo que le gusta y lo que cree justo, se siente recompensado con el éxito de lo que desea. No te pido adhesión a mi candidatura. Tú puedes pensar de la manera que te parezca y en eso ejerces no sólo un derecho, sino que cumples con un deber. Cuando yo irrumpí en 1958, frente a grandes sectores para señalar tu nombre no te pedí permiso, sino que en algunas oportunidades fui contra tus fórmulas. En el CDN, donde me enfrenté como Secretario General a algunos de tus amigos de ahora, hacía lo que consideraba justo y útil y con eso daba satisfacción a mi propia manera de pensar. Cuando te opusistes a la candidatura de Raúl Leoni, yo me enfrenté a tu manera de pensar y con nuestro querido Alejandro te hice saber, después de su sondeo, cómo pensaba y cómo iba a luchar por esa candidatura.

Ahora me toca el turno a mí. No desearía enfrentarme al hermano de toda la vida. Me dolería profundamente. Pero quiero hacerte saber que a mi alrededor está el Partido que fundamos juntos, que me conoce porque me ha visto luchando a su lado, sin descanso y sin pedir nada en cambio. Hoy se realizó en El Pinar un acto de desagravio contra una agresión de tus llamados amigos, en el cual estuvieron presentes 1.250 dirigentes sindicales, en representación de las directivas de 22 de las 33 Federaciones Nacionales de Trabajadores, de 18 de las 23 Federaciones Regionales y de 14 de las 22 Federaciones Campesinas. He recorrido ya 17 Estados en los últimos 4 meses y en todos la clamorosa forma como me ha rodeado el pueblo indica que A.D. ha recobrado su extraordinario vigor, incluso en Caracas, donde se ha convertido en la primera fuerza política.

No te digo esto para impresionarte, porque tú me conoces, acaso más que muchos advenedizos y puedes juzgar el sentido y alcance con que te lo digo, porque creo, mejor sé, que te llenará de orgullo. En todas partes he hablado, no para expresar adhesión personal, cosa que no he necesitado hacer nunca, sino para que los jóvenes aprendan la historia de sacrificios que hemos vivido, de las tareas que realizamos juntos para crear A.D. y para llevarla al lugar donde se encuentra.

Lo que te cuentan tus amigos sobre las posibilidades de otra candidatura en el Partido, tú puedes creerlo porque la creencia forma parte de nuestras reservas afectivas, pero tú antes que un afectivo ciego eres un hombre con inteligencia penetrante y con sentido realista.

Te envié el libro de Juan Pablo al salir de la imprenta. Ha tenido gran éxito. Le dedicaré una nota extensa a tu libro en Política y dentro de poco aparecerán varios libros míos, entre ellos uno con biografías y artículos, entre los cuales figurará la pequeña semblanza tuya. Todos por mi casa te recuerdan y conmigo te abrazan. Tuyo,

Luis B. Prieto F.


Rómulo Betancourt.

Carta de Rómulo Betancourt a Luis Beltrán Prieto Figueroa

Berna, 6 nov. 1967

Querido Luis Beltrán:

Largo tiempo ha pasado para que conteste tu carta del 26 de julio.

Por supuesto mucho menos tiempo del que te tomaste tú para escribirme sobre la situación política venezolana, sobre tu candidatura y para contrarrestar las informaciones de quienes —según tus propias palabras— «te escriben con frecuencia, te envían las noticias que les conviene hacerte llegar y te pintan a los hombres a quienes tú conoces, porque has convivido con ellos, de modo tal que aparecen ahora como tus enemigos, interesados en destruirte, o en disminuir la significación tuya como indiscutible creador y conductor de nuestro movimiento». No estabas bien informado.

Casi no he mantenido correspondencia política con compañeros de Venezuela. En todo caso, si creías que estaba recibiendo yo una copiosa cantidad de mentiras escritas, resulta cuando menos extraño que tú no hicieras el menor intento para contrarrestar esa supuesta oleada de falsedades desatada desde Caracas. Hasta la carta que contesto ahora no recibí de ti en Italia sino apenas unas cuatro letras, que trasudaban pesimismo y la creencia en la frustración de nuestros esfuerzos de tantos años de actividad política. Pensé que tu actitud era producida por la experiencia anchabasista.

Pero te aseguro que no fue como represalia por ese silencio epistolar tuyo que se haya retardado el envío de esta carta. Pensé contestarla lo más pronto posible, y hasta te anuncié en un cablegrama que la llevaría Juan Pablo. Él iba a estar en París un solo día. Pero la noche antes de viajar a llevar la carta se me desató una gripe a virus, violentísima. (Como hecho anecdótico, se me perdió el ticket de la Swissair y para mayor abundamiento, como dicen ustedes los abogados, te incluyo copia fotostática de la carta en que solicito la devolución del dinero por el viaje no efectuado). Esperaba oportunidad segura para enviar esa correspondencia, cuando, en forma gratuita y sin que tuvieras ninguna cuenta por pasarme, lanzaste desde las páginas de El Nacional un ataque directo contra mí. Rompí la carta y pensé no contestarla nunca. Pero después he pensado en la historia. En la necesidad de dejar testimonio escrito de las actitudes de los hombres públicos del país, en momentos de singular importancia para Venezuela.

En tus declaraciones para El Nacional, para poner de relieve mi capacidad para «equivocarme», tuviste que usar dos falsedades, las mismas que han venido utilizando los interesados en negarme cualquier influencia en la conducción de A.D. Esas dos afirmaciones carentes de veracidad son: 1) Mi «oposición» a la candidatura de Raúl Leoni; y 2) mi derrota cuando traté de «imponerle» al gobierno que sucedió al mío la continuación de coalición AD-Copei. Te voy a desbaratar esas afirmaciones sin base alguna de veracidad.

1) Candidatura Leoni: En tu carta eres más preciso a este respecto que en las declaraciones de prensa; dices: «Cuando te opusiste a la candidatura de Raúl Leoni, yo me enfrenté a tu manera de pensar». Y apelas a un testimonio de quien no puede hablar, porque está muerto, nuestro inolvidable amigo Alejandro Oropeza. Parece que a través de él te hice un «sondeo» sobre mi actitud anti-Leoni y la rechazaste. Pero resulta que no hay ni un solo miembro de Acción Democrática, cualquiera que sea su rango dentro del Partido, a quien expresara yo, en algún momento, oposición a esa candidatura. Cuando me visitó una comisión del C.E.N. para pedir opinión sobre las candidaturas posibles, no expresé simpatía o antipatía por ninguno de los presidenciables de A.D. Expresé, con diafanidad y franqueza, porque como político y como hombre, simplemente, no he sido persona de entaparaos en mi manera de pensar. Creí, y así lo dije, que si la oposición se unía en torno a una sola candidatura, como parecía viable en ese momento, tenía buena opción para triunfar en los comicios. Agregué que debía explorarse con Copei la posibilidad de que ellos apoyaran a un candidato nuestro, escogido de común acuerdo entre los dos partidos de una lista de presidenciables presentada por A.D. Nunca supe y nunca pregunté cuál había sido la reacción de los dirigentes de A.D. sobre esa posibilidad, y nunca hablé acerca de ella a Caldera, o a cualquier otro dirigente copeyano. El día anterior a la fecha programada para mi intervención en la Convención que iba a escoger candidato presidencial me visitó una delegación formada por Alfaro Ucero —Presidente de la Convención— Gonzalo Barrios y Luis Augusto Dubuc. Recuerdo muy bien cómo había en ellos cierto titubeo para formular su pregunta: ¿qué iba a decir yo en la asamblea sobre candidatura presidencial? No dejó de causarme sorpresa la pregunta, pero la respuesta me salió sin dificultad. Me iba a limitar a explicar escuetamente la tesis que sostuve meses atrás ante la delegación, del CEN; a decir que la multiplicidad de candidaturas de oposición ya no constituía riesgo del triunfo suyo; que nada opinaría sobre candidato del Partido, ni presentaría ninguna moción. Tan marginado estaba a lo que en ejercicio de su soberanía estatutaria resolviera la Convención sobre Candidato del Partido, que como cualquier otro venezolano fue en la prensa donde me enteré de la esperable escogencia de Leoni y de los votos de minoría recibidos por Barrios, Anzola y Dubuc. Quien pueda demostrar alguna falsedad en este sencillo y verídico relato tendrá pronto oportunidad de desmentirse. Porque es el mismo que hago en mis Memorias, ya en buena parte escritas. No esperaré a morirme, como lo hará Malraux, para la publicación de los otros 3 tomos de sus Antimémoires. Las mías circularán, en edición completa, en 1968. Si Dios me da vida, como siempre decía mi abuelita. Y es muy curiosa, Luis Beltrán, la contradicción que encuentro en tu carta al hablar de mi supuesta oposición a Leoni. Te refieres al. homenaje que te hicieron «centenares de sindicalistas» en respuesta o desagravio a una «agresión de tus supuestos amigos». No pierdas lucidez ni capacidad de análisis. Esa «agresión» a ti fue una comida, sin discursos, que dieron la casi totalidad de los dirigentes sindicales de la vieja guardia, por propia decisión, a otro precandidato. No son «los supuestos amigos míos», sino compañeros de siempre, Luis Tovar, Malavé, Juan Herrera, Olivo, etc. Y es sabido que siendo amigos míos fueron los primeros, por boca de Hernández Vásquez, quienes lanzaron la candidatura de Leoni, que yo supuestamente adversé y tú tuviste que «enfrentarte» a mí para hacerla triunfar.

2) No traté de «imponer» al gobierno de Leoni la continuidad de la coalición AD-Copei. En ejercicio de un derecho acordado a todos los militantes del Partido, en el foro abierto de un C.D.N. realizado con posterioridad a las elecciones de 1963, argumenté en favor de la tesis de que lo más conveniente para Venezuela y para la estabilidad de sus instituciones democráticas era la prolongación bajo el gobierno de Leoni de la coalición que funcionó hasta la terminación de mi mandato. No solicité de nadie que me apoyara en esa tesis. Fue estando ya fuera del país cuando leí en un Boletín Interno que se había acordado en ese C.D.N. la no continuación de la coalición AD-Copei y dejarle al Presidente de la República manos libres para hacer alianzas con otros Partidos en la integración de su Gabinete Ministerial. No me sentí un derrotado en ese debate, porque ni siquiera formulé una moción en torno a mi tesis. Sigo creyendo que esa era la fórmula más favorable para el país, cuyas instituciones democráticas son aún endebles, porque en menos de diez años no se le dan asentaderas firmes a unas normas de gobierno que apenas han tenido escasa vigencia en nuestros ciento cincuenta años de República. No puede analizarse hoy si Copei hubiera acompañado al Presidente Leoni tanto tiempo como me acompañó a mí, pero sí puede decirse que su comportamiento del 59 al 64, fue inobjetable. Que es un Partido leal a los compromisos adquiridos, sin gente ávida de enriquecimiento ilícito y el cual, no obstante su confesa militancia católica, no pretendió que el gobierno por mí presidido, aceptara órdenes o imposiciones de la Iglesia. ¿Se puede decir lo mismo de la combinación anchabasista? Hoy hay una acerba pelea política tuya con Úslar Pietri, porque éste atacó al gobierno y a los posibles candidatos de A.D. con ese odio visceral que le viene de su raigambre gomecista-medinista. Muy poco puede dar U.R.D. como prenda de confianza en su lealtad política, y sus ejecutorias, desde el punto de vista de la moralidad administrativa, no serán de las que recogerá la historia contemporánea de Venezuela como ejemplos edificantes.

Dejo precisadas estas cuestiones para demostrarte que fueron gratuitos y sin base de veracidad las acusaciones que públicamente me hiciste. No tengo interés en desagraviar a Leoni, porque de él como Presidente no he recibido sino su amistad; y si no le pedí ningún favor en los comienzos de su gobierno, ni siquiera el nombramiento de un portero de Ministerio amigo mío, menos lo haría ahora que está en vísperas de terminar su mandato. En cuanto a Copei, ninguna relación he tenido con ese Partido desde que salí de Miraflores. Incidentalmente me he encontrado en Europa con Caldera Y con otros dirigentes de ese Partido, y nunca oyeron de mí la versión de lo que dije en el C.D.N. poselecciones. Lo que dije grabado quedó, porque debes recordar cómo quise dejar en esa ocasión registrada en una cinta magnetofónica cuanto iba a decir.

Para terminar con este tema de las candidaturas presidenciales me dices en tu carta, y es verdad, que apoyaste la mía en 1958 aún antes de mi decisión de salir a la calle a solicitar el voto del electorado. En mis Memorias he intentado dar una explicación racional y seria a esas vacilaciones mías. Pero cuando fue lanzada la candidatura de Larrazábal, debajo de un retrato de Medina y junto con Jóvito y el Estado Mayor medinista, tomé la decisión de derrotar en los comicios a quienes significaban el retorno a lo que desmanteló el 18 de Octubre. Debes recordar que dije en el C.D.N., sin falsas modestias y de frente, que mi candidatura era la única en A.D. capaz de derrotar al neo pede-comunismo, y que yo debía ser el candidato del Partido. Te refresco la memoria porque anda por allí la versión —se la oí en Nápoles a González Navarro— de lo decisivo de tu influencia para mi postulación. En síntesis: reconozco y admito tu actitud definida en favor de mi candidatura, pero ella no fue contrapuesta a ninguna otra de miembro del Partido. Tenía peso específico propio. Los después miristas apoyaban a Larrazábal; algunos de los arsistas a Pizani; ninguno a candidatura de Partido distinta a la mía. Hablar de mí mismo no me resulta fácil, pero los hechos tienen su propia lógica.

«Tú y yo fundamos el Partido, compartiendo privaciones a todo lo largo del país», me dices en tu carta. No sólo tú y yo, Luis Beltrán, fundamos el Partido. Muchos otros más echamos las bases de nuestra organización, desde los días de 1937, cuando sólo éramos un puñado de luchadores en la clandestinidad. Y no te has preguntado a ti mismo, ¿por qué son tan pocos los fundadores del Partido y los de las generaciones del 36 y del 45, con destacada actuación política, que están al lado mío? Puede ser que en algunos prive la idea de no creerte un candidato viable. En los demás, el rechazo a la maquinaria faccionalista de Paz Galarraga, a la cual estás aferrado.

No es nueva en mí la actitud de repudio a la maquinaria neo-arsista que jefatura ese señor, ni nada tiene que ver con la actual disputa de las candidaturas.

Debes recordar cómo, antes de salir del país en 1964, reuní en «Los Núñez» a un grupo grande de dirigentes, tú entre ellos. Y les hice una pormenorizada exposición sobre el peligro que significaba para el país y para AD la existencia evidente de una corriente fraccional montada por ese señor después de la salida del partido de quienes con él habían formado dentro de A.D. el llamado en nuestra jerga Grupo A.R.S. Textualmente lo definí como «el arsista que no dio el paso al frente con Ramos Giménez y su gente».

No tengo por qué ocultar que en Nueva York, con un pequeño grupo de compañeros, auspicié la candidatura de Léidenz para enfrentarla a la de Paz en la Secretaría General, cuando la Convención de 1955. En esas actitudes mías no privó en ningún momento la idea de que el llamado «pacismo» pudiera anular la posible, o segura, influencia mía dentro del Partido, Paz es Paz y yo soy yo. Las razones de mi proceder han sido dos. La primera, que esa maquinaria no respondía a motivaciones ideológicas, sino a un afán de monopolizar el control del Partido por la vía de la burocratización y del apañamiento de la gente más desaprensiva y de ética más vulnerable. La segunda, el recuerdo casi obsesivo del daño que una sola familia, ni siquiera una maquinaria, le hizo a A.D. en 1948. Esos quistes malignos, si no se extirpan a tiempo, son capaces de producir daños impredecibles a una organización Política. En 1964, cuando alerté a los dirigentes del Partido sobre la peligrosidad de esa maquinaria faccionalista, no quise repetir la actitud mía de 1948, cuando no hablé con claridad a los dirigentes sobre el daño que podían causar as maniobras de la bautizada por el viejo Valmore como Familia Sung. Durante los largos años del exilio me torturó la idea de que fue acaso por un impulso de soberbia el silencio mío de 1948.

Si alguna persona sabe de la negatividad de esos grupos fraccionales o familiares, eres tú, Luis Beltrán.

Dices y repites en tus intervenciones públicas que tienes buena memoria. La naturaleza me dio también esa valiosa cualidad de saber recordar., por eso ambos tenemos muy presente una escena. Fue el 19 ó el 20 de octubre de 1945 en la oficina presidencial de Miraflores. Una comisión del C.E.N., de la cual era vocero Luis Lander, venía a objetar tu nombramiento de Ministro de Educación. Argumentó: era un reto lanzado a la Iglesia Católica. Reaccioné con inocultable vehemencia, tanto que en mí se vio a «un futuro dictador». Dije que si alguien estaba ubicado en la posición justa eras tú por tu sólida formación pedagógica y por tu larga trayectoria de educador. Se te llamó entonces y tú, a quien le habían hecho el mismo planteamiento antes que a mi, admitiste la tesis de la inconveniencia de tu presencia en el M.E.N. El substituto fue sacado del sombrero de copa de la familia prestidigitadora: un miembro del clan. Después vino lo del 321, provocación política y adefesio pedagógico, Tengo entendido que ni siquiera te fue consultado su texto, Pero lo defendiste a capa y espada, por creer en su conveniencia y porque a él se opuso la jerarquía católica y las escuelas dirigidas por curas y monjas. Esa actitud tuya fue el obstáculo presentado Por Mario Vargas y Delgado Chalbaud cuando hubo un cambio de Gabinete y les plantié tu candidatura para Ministro de Educación. Llegué hasta plantearles que si había empate en la junta, de tres en favor y de tres en contra, porque tú no podías participar en esa eventualidad, se aplicaría la norma general en los cuerpos colegiados de ser doble el voto del Presidente. No hubo necesidad de llegar a ese extremo, y así pudiste ser Ministro de Educación durante los últimos meses de la Junta, cargo en el que te ratificó Gallegos.

Es que siempre te has jactado, Luis Beltrán, de una especie de enemistad personal con Dios y con la Iglesia Católica. Aquí tengo en mi mesa una carta tuya bastante agresiva, recibida por mí en Nueva York en 1964, en respuesta a una muy cordial y afectuosa que te escribiera. Por lo del Modus Vivendi con el Vaticano le predices al país graves daños para el futuro a causa mía; y dices que al proceder así olvidé que el pueblo venezolano era «volteriano». Y déjame decirte, con leal franqueza, que para destruir, o tratar de destruir, esa imagen de anticatólico cultivada por ti durante largos años se está llegando a extremos muy peligrosos. La presencia en el presidium en tu reciente mitin de Maracaibo de los sacerdotes Espinoza y Ríos puede enseñarle otra vez al camello el camino de la tienda. 0 dicho más concretamente: volver a las andadas de 1946, cuando el clero fue factor beligerante en la contienda electoral. Aprendimos todos la lección de lo negativo que fue esa injerencia del clero en la política, y por eso en las elecciones del 58 y del 63 se mantuvieron al margen de la discordia partidaria. Si lo de Maracaibo se repite, veremos a los curas procopeyanos, muchísimos más que los afectos a A.D., utilizando el púlpito y el micrófono del mitin para combatirnos. Y tendríamos que repetir, y con su misma aprensión, aquella frase del Quijote a su escudero: «Con la Iglesia hemos dado, Sancho».

Me dices que «A.D. ha recobrado su extraordinario vigor, incluso en Caracas, donde se ha convertido en la primera fuerza política». No tengo por qué dudar de tu palabra y me complace saber que el Partido tenga tanta pujanza. Pienso que si en las primarias de Caracas votó la exigua cifra de 13.000 militantes se deba a una especie de protesta pasiva de muchos compañeros por las luchas internas partidistas. Pero grande o pequeño el número de nuestros militantes en la capital del país y centro de sus actividades vitales, lo cierto es que su dirección actúa en forma demagógica e irresponsable, y habla un lenguaje que no es el de A.D. sino el del «douglasbravismo». Ni tú ni yo tenemos ni pizca de estimación por Úslar Pietri, y en el prólogo de la 2a. edición de Venezuela, política y petróleo le paso de nuevo la cuenta por el daño que le ha hecho al país. Pero fue una insensatez y una falta de respeto a la Nación ese episodio en la Plaza Bolívar, justificado después por Salom Meza argumentando que U.P. es «un vulgar agente de la oligarquía y del imperialismo». El mismo compañero le tomó a préstamo a Carmichael sus palabras en las O.L.A.S. habaneras y le dijo a los negros de EE.UU. que desataran o continuaran la vía de la violencia, haciendo su Guerra Federal. En esas mismas insólitas declaraciones —las tengo frente a mí, en recorte de la página de El Nacional— afirmó que los capitalistas venezolanos «robaban» a los trabajadores. Fue más lejos que Marx; estuvo más de acuerdo con Proudhon: «La propiedad es un robo». Y añadió que sólo a partir del próximo gobierno serían atendidas las necesidades de los 6 millones de «damnificados» que había en el país. Charlita Muñoz dirigiendo y adoctrinando «milicias blancas» juveniles, es algo para suscitar la risa, si no fuera un síntoma revelador de cómo ha descendido la moral del Partido en Caracas. Y Luis Salas arengando a obreros portuarios para que no sigan saboteando a los buques de países comerciadores con Cuba, porque Castro no es nuestro enemigo sino el imperialismo yanqui, dio una demostración pública más de, su filiación douglasbravista.

Esa verborragia «guerrillera» en boca de militantes del Partido de Gobierno, afiliados a la corriente que te apoya, le hacen un daño inmenso al país, al régimen de Leoni, al Partido y a ti mismo. No se puede olvidar que nuestra clase empresarial es asustadiza y reacciona ante los sustos desinvirtiendo y sacando la plata del país, o estimulando conspiraciones. Presente debemos tener nuestra dependencia del petróleo, y que nada ayuda en nuestros esfuerzos para superar esa dependencia estribillos de tan típica filiación comunista como es de: «Prieto seguro, al yanqui dale duro». Debemos seguir cumpliendo el deber, nunca eludido por los gobiernos de A.D., de la defensa de los intereses nacionales en las relaciones políticas y comerciales con los Estados Unidos. Pero defensa sin grita demagógica y provocadora. Y, precisamente, este es el momento menos indicado para tal clase de vociferaciones. Ya no está Kennedy en la Casa Blanca, y los reveses en Vietnam y la explosión del problema negro están impulsando en EE.UU. una oleada de opinión tan reaccionaria como la que precedió a la era macarthista. Esta no es la hora para el desplante antiyanqui palabrero, sino para la pelea monga, que dicen los boricuas; o para dar el pase agachado de nuestra jerga criolla.

Unos pocos párrafos finales, porque tengo mucho sueño y esta carta está resultando tan larga como la Epístola de Pablo a los Corintios.

Nunca he dicho a nadie que estás «rodeado de enemigos míos» y que de llegar al gobierno «reaccionarías en contra mía». Nunca serán enemigos míos, para citar unos pocos de tus adeptos, una Mercedes Fermín, un Octavio Andrade Delgado, un González Navarro, el poeta. Pero sí está toda la fauna faccionalista y buena parte de los poca vergüenza de la tribu. Estos me detestan, porque «llevan la marca de mi hierro». ¿Recuerdas aquello de nuestro viejo Sarmiento de que «todos los caudillos argentinos tenían la marca de su hierro»? Uno que me detesta y lo profesa, y lo grita, es tu ya famoso sobrinísimo, Antonio Espinoza Prieto. Esto no me ha preocupado desde el punto de vista del sujeto, sino por la vinculación que la gente establece entre el proceder suyo y una inexistente enemistad entre tú y yo. Creo que su malquerer hacia mí nace de una expresión dura mía con él, acaso un ajo que le eché la misma noche en que le conocía. Fue en tu casa de la Asunción. Salí del cuarto del viejo Loreto moribundo, limpiándome con el revés de la mano dos lágrimas viriles. Era tu padre y mi amigo. El jovenzuelo ese se acercó al sitio donde tú y yo estábamos en adolorido silencio, y pretendió iniciar conmigo una discusión, porque a pregunta suya me manifesté opuesto: en las específicas condiciones de Venezuela, a la sindicalización de los empleados públicos. Entonces, fue que prácticamente lo eché de nuestro lado. Desde entonces y más en recientes meses, me llega por todas las vías posibles la noticia de que se expresa de mí en los términos más groseros y plebeyos. Inclusive por la prensa acaba de decir que «nos encontraremos en el 23 de Enero y en cualquiera de los pueblos venezolanos» supongo que al lado tuyo, con una vera en la mano. ¿Qué sabe ese joven pedante de los esfuerzos y las luchas que ha costado este Partido? Él sabe de él que sus gobiernos le garantizan hasta tres pródigos enchufes burocráticos y tiempo libre en su bufete para algún trafiquillo de influencias. Esto último por si no lo sabías, llegó a oídos de quien me lo contara en Nápoles, y no es un chismoso cualquiera sino un hombre respetable y común amigo nuestro: Juan Pablo Pérez Alfonzo. En cuanto a lo de la reacción en contra mía no la he mencionado porque ni tú ni nadie de nuestro grupo que llegue a la Presidencia podría, aún cuando quisiera, reaccionar en contra mía dándole a ese concepto su contenido dentro de la antigua política venezolana. El viejo caudillo «reaccionaba» contra su antecesor y compadre dejándole cesante a su clientela burocrática y descuidándole la protección de sus «intereses», o apropiándose de ellos. Yo no tengo clientela burocrática, ni con Leoni hoy ni con quien le suceda mañana, si es un hombre de A.D. En cuanto a «intereses» por defender, ni dentro o fuera de Venezuela tengo un maíz para asar y si se interpretara en términos más generales y amplios ese concepto de «reaccionar» como un cambio, radical en los rumbos políticos y, administrativo del país, mi respuesta sería la que le dio a sus acusadores Jean Aguerre, el personaje de L’Engrenage que leímos juntos en el exilio, allá en La Habana, «Ustedes tendrán que seguir, con cambios de estilo, las mismas normas que yo seguí, por ser las únicas posibles».

Lo cierto hoy es que el Partido está dividido y dándole al país el feo ejemplo de su anarquía interna. Comprendo las lágrimas de Raúl. Yo he tenido y tengo un dolor íntimo, mezclado de vergüenza. Algo así cómo lo que sentiría un padre que crió y educó con el mayor esmero a su hija y después ella se hizo «pensionaria» de un burdel. ¿No podrán ustedes encontrar una zona de entendimiento? Yendo dos candidatos de A.D. las elecciones se perderían, y ambos grupos, por el carnaval de injurias que escenificarían, quedarán cubiertos de descrédito. Todo esto dando por sentado que un nuevo 24 de noviembre no ponga cese a la guachafita.

Por mi parte, lo único que políticamente me interesa es que ustedes encuentren una fórmula de avenimiento, por bien del país y de A.D. No aspiro a posiciones ni a honores de ninguna clase. Mi puesto en la historia —grande, regular o pequeño— ya lo tengo adquirido: «Lo bailado no me lo quitará ya nadie», para decirlo con la malicia gaucha de Martín Fierro. Sobre ustedes, los de ambos bandos, factores activos y militantes de la crisis que viven el país y el Partido, reposa el lote definitivo de responsabilidad en esta hora incierta para Venezuela. Es lo mismo que he dicho a quienes ocupan la acera de enfrente a la ocupada por ti y tu gente.

Abrazos a la comadre, cariños para tus hijos y un fraternal abrazo para ti,

Rómulo Betancourt

P.S. Dejaba de comentar una frase de tu carta. Es ésta: «No desearía enfrentarme al hermano de toda mi vida. Me dolería profundamente». Por mi parte elimina esa preocupación. Si en definitiva voy a Venezuela, sería para tratar de ejercer una función moderadora, discreta, al margen del mitineo. Estoy seguro de tu imposibilidad de injuriarme, porque te conozco; y si al lado tuyo lo hiciera la sargentería pacista, le respondería con el silencio más expresivo y más despreciativo.

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Vicente Emilio Sojo; por Ramón J. Velásquez (1951)

Vicente Emilio Sojo - Archivo Victor Guillermo Ramos Rangel

Vicente Emilio Sojo en la Escuela Superior de Música José Ángel Lamas – Archivo de Víctor Guillermo Ramos Rangel.

Vicente Emilio Sojo o el arte de vivir con dignidad

Por Ramón J. Velásquez

Publicado por la Revista Signo, el 14 de julio de 1951. 

Tomado de la Sala Virtual Ramón J. Velásquez – UCAB.

Sin peligro de equivocación

En el tumulto de la mañana caraqueña, todos los días de labor, al filo de las ocho, entre Santa Capilla y Veroes, es fácil encontrar a un caballero cincuentón, de paso ágil y firme, de mirada altiva, de tez morena y de enhiestos bigotes canos. Viste con irreprochable seriedad, usa siempre tonos oscuros, jamás abandona el chaleco y por lo regular lleva bajo el brazo, un bastón negro. Pero de repente, mientras camina y acaso sin darse cuenta, toma el bastón por la empuñadura y con gestos nerviosos va golpeando el pavimento como si quisiera llevar la medida o lograr un extraño acompañamiento para el monólogo mental que va enhebrando.

Al transeúnte curioso no le será difícil sacar conclusiones acerca de la personalidad del mañanero señor. De golpe se adivina que es un hombre de una sola pieza, dueño de una brusca y peligrosa sinceridad. Bizarro y romántico lo podría definir algún estudiante de retórica, amigo de los adjetivos sonoros. Y a fe que no estaría desacertada la definición, porque hay bizarría en el porte y romanticismo en el cuidado celoso de los bigotes ya abolidos en el universo de la elegancia y en el cariño con que lleva su chaleco y su bastón, prendas ya liquidadas en el catálogo de la moda caraqueña.

Quien tan directa impresión de nitidez moral y de entereza humana da, es un venezolano que ha cultivado a lo largo de su vida, con tesón campesino, dos artes: el de la música y el de vivir con dignidad, ambos poco productivos, pero ricos en satisfacciones interiores.

Paisaje infantil

El personaje se llama Vicente Emilio Sojo y nació en tierras mirandinas. El paisaje de estas regiones cálidas y pródigas, sintetiza mejor que cualquier otro, la vida y pasión de Venezuela.

Entre el mar y el llano, atravesado por las montañas costeras, ha sido esta la tierra fundamental en el drama agrario del país. Entre el verde sombrío de los cacaotales creció el odio del esclavo, se ahondó el abismo de las castas y nació en fin, la voluntad libertadora del mestizo venezolano.

A través de las canciones y bailes, de los mitos y leyendas que han nacido y corren por tierras de Miranda, se podía escribir el tratado más completo de la historia social venezolana.

El campesino analfabeto de estas tierras, entiende mejor a su país que muchos civilizados doctores de la capital. Para su sensibilidad están presentes y visibles, valores y notas que se borran en el ambiente ciudadano.

Guatire está a medio camino entre las dos subregiones en que económicamente se divide la comarca: el Valle del Tuy y Barlovento. Ahogado entre el verde tierno de los cañamelares, adormecido por su río, dominado por las vecinas montañas, el pueblo vive la existencia monótona de toda comunidad semirural. De día, muchos se dedican a las tareas agrícolas; escasos al comercio y muy pocos, al suave ocio de hamaca y sombra que protege y justifica el eterno calor de la región. En las noches tibias se repiten los temas y pronto los comentarios adquieren calidad de preceptos: la buena cosecha; la mala cosecha; la guerra; el invierno; las enfermedades; Guzmán y Crespo. Va y viene la conversación de uno a otro extremo de estos temas, como un péndulo. Para huir del fastidio, aquí como bajo todas las latitudes, sólo queda un camino: la música. En la paz nocturna de los pueblos, la serenata florece como un camino de fuga.

1887 es el año del nacimiento de Vicente Emilio Sojo. Recibe las aguas bautismales en la Santa Iglesia Parroquial de Santa Cruz de Pacarigua y Valle de Guatire o simplemente Guatire, su pueblo natal. Es un tiempo de relativa paz y bienandanza en Venezuela. Se acaba de embarcar Guzmán Blanco rumbo a París, después de diecisiete años de absoluta dominación personal. Crespo anda caído y disgustado. Dentro de pocos meses, comenzará el período lleno de sorpresas, de Juan Pablo Rojas Paúl. En este año se recibe en Guatire una noticia de cierta importancia: en New York ha muerto la primera gloria literaria del pueblo, el fácil y popular poeta Elías Calixto Pompa, cuyos sonetos «ESTUDIA», «TRABAJA» y «DESCANSA» están unidos a los primeros recuerdos escolares de muchas generaciones venezolanas.

¡Oligarcas temblad!

En este ambiente amable y tranquilo, crece Vicente Emilio. La vida brinda satisfacciones elementales. Sus familiares, campesinos y artesanos sembrados desde remotos lustros en este pedazo de tierra, tienen toda una historia de dolor y alegría que contar. En ocasiones relatan al niño ansioso de cuentos, la vida y milagros de un abuelo cercano, Domingo Castro, muerto en una trinchera de la esquina del Principal, en Caracas, cuando la Revolución de los Azules.

Domingo Castro fue también soldado de la guerra federal. Desde los tumultos guzmancistas del año 44, Venezuela venía como bestia inquieta. En palabras y obras se adivinaba un desasosiego que no curaban reformas constitucionales, ni golpes de Estado. Por los caminos del llano, extraños profetas hablaban lenguaje de destrucción. Humildes tenderos y oscuros labriegos se transfiguraban ante el verbo de los predicadores laicos y abandonaban zarazas y azadones, para convertirse en soldados de un ejército innumerable: el del «Pueblo Soberano». El machete de Ezequiel Zamora, era la espada del Ángel Vengador. «La hora de las furias desatadas» llama con gran acierto Briceño lragorry, a este tumulto social cuyas consecuencias aún se reflejan en la vida venezolana.

En la guerra, la canción y el aguardiente mantienen en el soldado, el ánimo tenso y el corazón dispuesto para la jugada de la muerte. Verso y música provocan una borrachera heroica y no queda por delante, enemigo que no pueda ser vencido. Domingo Castro, como los miles y miles de provincianos que concurrieron a esta cita no entendía la justicia trascendental de la revolución federalista, pero si sentía en su corazón el profundo odio colectivo contra la clase dominadora. Reflejo de esta situación espiritual fue la canción «¡Oligarcas temblad!» que compuso Castro en aquellos días y que pronto se hizo himno oficial de combatientes, rito obligado en la noche de los campamentos, pretexto para hacer más liviana la marcha sin fin y motivo de espanto para las mujeres y los hijos de los oligarcas refugiados en el fondo de las casas o fugitivos por caminos infestados de partidas federalistas.

El caso del abuelo Domingo Castro debió impresionar de manera especial la sensibilidad del niño. De la infancia, quedan modelos eternos. Esta sería una de las explicaciones que podía darse de esa irreductible posición de amigo de la libertad y del pueblo que el artista Vicente Emilio Sojo ha mantenido, sin quebranto, a lo largo de toda su vida.

Venezuela, país macrocefálico

Venezuela es un país macrocefálico. La inmensa y poderosa cabeza que es su capital, contrasta de manera violenta con el raquitismo, pobreza y soledad de sus provincias. Caracas es la meta final de todas las ambiciones y apetitos venezolanos. En Caracas se decide la suerte de los hombres y de los partidos. Es un diario tributo al auge y poderío de la gran ciudad. «Crisol de la nacionalidad», llaman algunos a esta tradicional situación. «Sangría de la provincia», la denominan otros.

Sangría o crisol es lo cierto que Vicente Emilio Sojo también llegó a tocar a las puertas de Caracas, cerca ya de los veinte años. Venía a la conquista de la capital y para ganar el pan, sin caer en tentaciones que desgastaran su voluntad, traía aprendido un oficio, además de sus conocimientos musicales: el de tabaquero.

Hasta entonces había vivido en su pueblo natal. Bajo la dirección de don Régulo Rico, Maestro de Capilla de la Iglesia Parroquial de Santa Cruz de Guatire estudió canto y solfeo y más tarde violín, flauta, trombón y otros instrumentos de pistones. Fiestas y serenatas eran obligación en la vida romántica del maestro Rico. Allí iba con su discípulo que ya era un consumado artista de la guitarra a alegrar las horas muertas de las señoritas del pueblo, con el inmenso repertorio de las canciones venezolanas. Años más tarde, el maestro Sojo habrá de salvar muchas de estas hermosas composiciones, al incluirlas en sus Cuadernos de Canciones Populares.

Esta Caracas de 1906, a la cual llega el joven Sojo, no es el sitio más propicio para las empresas artísticas. Hace seis años que dominan los andinos. Por las tardes, jinete en su caballo blanco, recorre las calles de la ciudad y saluda agitando su pañuelo blanco, otro provinciano, nativo de una remota región fronteriza y ahora llamado el Restaurador de Venezuela: Castro. Es un gran bailarín y premia a los autores de valses y polkas. La vida en la capital es apacible. De tarde en tarde, viene alguna Compañía de Opera que casi siempre se desintegra a poco de llegar. Músicos y cantantes, quedan en Caracas como náufragos y utilizan su tiempo, en enseñar canto y música. De vez en cuando, con motivos de beneficencia, se realizan veladas en el «Municipal» en donde damas de la sociedad interpretan arias y ejecutan sonatas, en medio del aplauso de un familiar público y de las notas de «El Constitucional», el diario de la época que comenta la velada como «signo de los nuevos tiempos de cultura y progreso que con la presencia del Ilustre Restaurador han llegado para Venezuela».

A Sojo que está dedicado a lograr sus propósitos, no le interesan estos sucesos, ni tales personajes. La música es su meta y alcanzarla, se entrega con pasión devoradora. Pronto ingresa a la Academia de Bellas Artes. Dicta la cátedra de armonía el maestro Delgado Pardo. También frecuenta y escucha las enseñanzas del maestro italiano Primo Moschini. En el año 1913, compone un Cuarteto de Cuerdas. Y el año siguiente escribe su primera Misa para Tres Voces y Órgano. Luego debían venir numerosas composiciones de música religiosa y coral como el Réquiem a la memoria del Libertador, varios Himnos y Salmos, un Te Deum, tres Misas y algunas Cantatas y Motetes. Su capacidad y su preparación empiezan a ser reconocidas y en el año de 1921, se le nombra Profesor de Teoría en la Escuela de Música, de la cual andando los años llegaría a ser su Director y más eficaz animador.

Bajo la sombra de los bigotes enhiestos

Avanzaban los años, pero el clima para las manifestaciones del arte, seguía siendo mortífero. Los personajes del gomecismo compartían la creencia de que música y pintura eran refinadas manifestaciones del ocio urbano. Dedicar el tiempo al estudio de la armonía era perder miserablemente una vida que podía dedicarse a menesteres prácticos y productivos. La música es inspiración y nada más, afirmaban dogmáticos y contaban luego para reforzar sus tesis, como en sus días juveniles habían «tocado y compuesto piezas por fantasía».

Esta situación se reflejaba en la vida lánguida que mantenía la Escuela de Música. Sin útiles, con un presupuesto de beneficencia, con sueldos de hambre, así se mantuvo el instituto, sostenido más que por la mezquina ayuda del Estado, por la voluntad de maestros y alumnos.

En aquel ambiente enrarecido, sin apoyo ni esperanzas, nacieron bajo la tutoría del maestro Vicente Emilio Sojo, dos instituciones que han determinado a lo largo de sus veinte años de vida, un cambio radical en el mundo cultural venezolano: la Orquesta Sinfónica Venezuela y el Orfeón Lamas.
Bajo la sombra de aquellos bigotes enhiestos se juntaron cuantos estaban empeñados no sólo en hacer música, sino cuantos deseaban modificar una situación de estancamiento y de absurda indiferencia oficial y popular frente a las exigencias de la cultura.

Un 24 de junio, día de Carabobo, se presenta por vez primera la Orquesta Sinfónica, en el escenario del Municipal. Era el año de 1930.

Un Viernes de Concilio, se presenta igualmente ante el público caraqueño el Orfeón Lamas, con un programa de música religiosa confeccionada a base de los autores venezolanos de la etapa colonial. Lamas, Colón, Caro, Velázquez, Carreño y Olivares recobran en el retorno, su exacta dimensión de fundadores.

Otros tiempos y otra gente

Y en verdad, estaban llegando nuevos tiempos. Pronto, antes de un lustro habrán de romperse las compuertas del más largo secuestro tiránico que haya padecido el país y todas las aguas de la voluntad aprisionada, empezarán a correr. A partir de 1936, la educación recibe por parte del Estado mejor trato, la cultura del pueblo es tema obligado de políticos en el poder o en la oposición. El presupuesto de las escuelas se aumenta y mayores facilidades encuentra el artista en su tarea.

Al propio tiempo una corriente cada vez mayor de gente europea va llegando y se radica en Venezuela, contribuyendo a formar los núcleos de ejecutantes, oyentes y críticos de que tan necesitado andaba el país.

Por los mismos días comienza a perfilar su personalidad una de las generaciones más brillantes con que cuenta la historia de la música en Venezuela. La generación de Antonio Estévez, Carlos Figueredo, Ángel Sauce, Evencio Castellanos, Antonio Lauro, Inocente Carreño y tantos otros jóvenes creadores, discípulos y continuadores de Sojo.

El desconocido guatireño de 1906, ha conquistado la capital. El balance de la jornada, es altamente positivo. Y para que nada falte en esta vida voluntariosa, a la postre alguien pide su retiro de las posiciones de comando, alegando que el Maestro no conoce a Berlín, ni es amigo de Celibidache.

El músico que no escribió valses

En Venezuela fue durante mucho tiempo costumbre conseguir un cargo o salvar una mala situación escribiendo una recargada prosa o un soneto de circunstancias, o componiendo un vals. Toda la historia de la Restauración está escrita en tiempo de vals. Al Rehabilitador lo regalaban con marchas e himnos. Sojo nunca entendió que el arte podía servir para tales menesteres y en una difícil situación económica que atravesara, al cerrar un Ministro de Instrucción Pública las puertas de la Academia, los transeúntes que pasaban por la esquina de Altagracia pudieron contemplar al músico convertido en pintor de brocha gorda, retocando el frontis de la histórica Iglesia. Había que llevar el pan a la casa y el arte era entonces empresa de soñadores.
Con ser excelente su obra de músico y muy buena su labor de maestro, es más fecunda en proyección y más hermosa por la pureza de sus contornos, la obra de su propia existencia.

Voluntarioso en tierra de abúlicos, leal y firme en medio de tanta inconsecuencia, estudioso y disciplinado en un medio en donde la fantasía domina al método, la vida de Vicente Emilio Sojo es la muestra orgullosa de cuanto puede lograr el pueblo venezolano cuando con fe y constancia encausa sus maravillosas cualidades, hacia un rumbo preciso.

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