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Carlos Andrés Pérez en Buckingham Palace

Carlos Andrés Pérez, presidente de Venezuela, y la primera dama Blanca Rodríguez, recibidos en el Palacio de Buckingham por la reina Isabel II y el príncipe Felipe, duque de Edimburgo, el 23 de noviembre de 1976. Foto: Archivo El Nacional / Historia de Venezuela en Imágenes (Fundación Polar).

Carlos Andrés Pérez en Buckingham Palace

Por Guillermo Ramos Flamerich

Carlos Andrés Pérez (1922-2010), presidente de Venezuela, observaba con detalle la marcha de la guardia de honor escocesa en el Palacio de Buckingham, residencia oficial de los monarcas del Reino Unido. Era el soleado miércoles 23 de noviembre de 1976, cerca del mediodía, en la ciudad de Londres. Junto a su esposa, Blanca, una de sus hijas, e integrantes de la comitiva ministerial, el mandatario esperaba el recibimiento por parte de la reina Elizabeth II (1926-2022) y su esposo, el príncipe Felipe, duque Edimburgo. Luego del saludo protocolar correspondiente, los Pérez-Rodríguez ascendieron por la gran escalera del palacio y se dirigieron al Salón de Música, donde fue servido el almuerzo. Era la primera vez que un jefe de Estado venezolano en ejercicio visitaba Gran Bretaña.

Durante una hora y cuarenta y cinco minutos, el presidente Pérez compartió al lado de la reina. Conversó activamente sobre petróleo y los proyectos de desarrollo para su país. Porque además de la deferencia real, el comedor estaba rodeado con un buen número de empresarios británicos. De aquel agasajo quedaron varias promesas, una de ellas la de incluir a los británicos en la ampliación del sistema ferroviario venezolano, y otra una asesoría para aumentar la producción de aluminio de 35.000 a 300.000 toneladas por año en la década siguiente. La idea era que las empresas británicas participaran en el V Plan de la Nación, e incluía ayudar a hacer del país el mayor exportador mundial de bioproteínas. 

Pérez invitó a la reina a visitar Venezuela. La prensa venezolana lo reseñó casi como un hecho, pero la respuesta de Isabel fue tajante y diplomática: solo podría a partir de 1978, luego de su vigésimo quinto año jubilar.

Para CAP era el término de una agitada visita de tres días al Reino Unido, como parte de una gira que incluyó la ONU en Nueva York, Roma y la Ciudad del Vaticano y, luego de Londres, Moscú, Ginebra, Madrid y Lisboa. Los medios reseñaron los actos del presidente con el primer ministro James Callaghan, a quien Pérez le dijo que Venezuela era una democracia activa, «de honda raigambre popular y de amplio contenido social»; y en esa época de tensiones con los países productores de petróleo, le convidó a no ver a la OPEP como «una institución hostil a las naciones industriales», ni «un monopolio que quiere repetir las malandanzas» de las transnacionales. 

En la edición de El Nacional del 25 de noviembre de 1976 se informó sobre una posible visita de la Reina Isabel II a Venezuela.

Los periodistas también reseñaron una anécdota que describe al personaje y al momento en que se encontraba el país. A pesar del invierno londinense, el presidente Pérez había decidido caminar por las calles de la ciudad sin abrigo. Aunque algunos especularon que utilizaba ropa interior térmica, sus funcionarios no vacilaron en desmentir esta suposición. Así lo reseñaba El Nacional en su edición del 24 de noviembre de 1976.

Porque en el primer quinquenio de Carlos Andrés Pérez (1974-1979), la llamada «democracia con energía» exigía a Venezuela y a su mandatario ser y parecer. Ser una nación desarrollada en el menor tiempo posible; iniciar grandes obras apalancadas por el petróleo; formar una nueva generación de venezolanos y hacer de la democracia un sistema irreversible y sinónimo no solo del voto, sino de calidad de vida. Parte de esto se logró, pero otra buena parte quedó en el parecer, en la fachada. La sociedad que había transitado de la pobreza histórica al consumismo frenético, a finales de la década de los setenta inició un lento y luego acelerado declive que continúa hasta nuestros días.

La figura de Carlos Andrés Pérez encarnó en buena medida al venezolano de su época. De una familia dedicada a la actividad agraria en la provincia, llegó a Caracas, en su adolescencia, para hacer de la política y su vida una misma cosa. Escaló las diferentes posiciones de su partido Acción Democrática, padeció prisión y exilio, y se fue formando de manera autodidacta. Albergaba esa característica venezolana de querer conocerlo todo, de asumir los debates internacionales como propios, y la del llamado de la historia. En el resto del mundo se fijaron en él y en su accionar.

Fue popular, y al terminar su primera presidencia lo continuó siendo a pesar de las denuncias de corrupción y de la espiral de crisis que ya estaba allí. Los diez años en los que esperó su retorno al poder los utilizó –como senador vitalicio y vicepresidente de una Internacional Socialista en apogeo– para proyectar una imagen más comedida, de estadista capaz de opinar y mediar en temas como la democratización de América Latina; las relaciones del llamado «Tercer Mundo»; y los problemas de la deuda y el desarrollo. En un artículo publicado en el periódico español El País, del 7 de junio de 1985, reprochó a Estados Unidos su apoyo a las dictaduras latinoamericanas: «En un marco de graves errores políticos y negligencia inexplicable, los latinoamericanos hemos sido arrastrados por una irresistible fuerza centrípeta, sin consideración por las normas más básicas de la justicia y el equilibrio internacional».

En diciembre de 1988 Carlos Andrés Pérez fue elegido para un nuevo periodo. La Constitución de 1961 estipulaba que un expresidente debía esperar una década para volver a aspirar al cargo, un error que ralentizó la dinámica interna de los partidos. Los venezolanos votaron no solo por el candidato, sino por la nostalgia de los buenos tiempos. La papa caliente que recibía la heredaba no solo de las erráticas administraciones anteriores, sino de las propias acciones de su gobierno. Y como el presidente saliente era de Acción Democrática, no podía justificarse con ese cliché que rezaba que cada cinco años salíamos del peor gobierno que había tenido Venezuela.

Para su segundo gobierno (1989-1993), sería un CAP muy distinto al que visitó a la reina Isabel II. Hizo un diagnóstico bastante apropiado de la situación venezolana, pero no supo convertir la superación de la crisis en un acuerdo nacional. Tras el Caracazo y los intentos de golpe de Estado, aunque logró estabilizar la economía en sus grandes números, CAP se convirtió en el villano favorito de buena parte de la sociedad venezolana. Ridiculizado en los medios, con protestas sociales en las calles y una popularidad en caída, en 1993 fue destituido e iniciado un juicio en su contra. Este fue el punto más alto y, a su vez, el canto del cisne del sistema democrático iniciado en 1958. 

El presidente aceptó y entregó el poder. A pesar del chaparrón de críticas recibidas, se mantuvo tolerante, con un sincero sentido de la vida en democracia. Una anécdota de mi padre, quien trabajó en su segunda administración, me cuenta que, durante un Consejo de ministros en Las Cristinas, estado Bolívar, al enterarse que Arturo Uslar Pietri había sido galardonado con el Premio Príncipe de Asturias, pidió a su equipo levantarse y dar un aplauso por lo que esto representaba para el país. Uslar, prolífico escritor, era en ese momento uno de sus acérrimos críticos.

Dos décadas después, atrás habían quedado muchos de los sueños y proyectos de aquella visita al Buckingham Palace en el invierno del 76, así como la hipotética visita de la reina Isabel II a Venezuela, la cual nunca ocurrió.

*Publicado originalmente en Cinco8 el 9 de septiembre de 2022

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De cómo Vicente Emilio Sojo rescató al «Niño lindo»

Vicente Emilio Sojo, aquí en una foto de 1973, fue tanto un renovador como un protector del pasado musical de Venezuela.

De cómo Vicente Emilio Sojo rescató al «Niño lindo»

Por Guillermo Ramos Flamerich

A ti que en estos días decembrinos has montado el arbolito y el pesebre, decorado la casa con tus familiares—juntos o a la distancia—y que quizás estés ayudando a la pequeña del hogar a que toque los primeros acordes del «Niño lindo». A ti a quien la temporada navideña sabe a hallacas y te has dado cuenta de que suena de una manera singular. Es a ti a quien quiero contarte la historia de cómo muchos de los aguinaldos venezolanos estuvieron a punto de perderse. 

Si se salvaron fue por el empeño de un maestro y sus discípulos en las primeras décadas del siglo XX.

Al evocar el nombre de Vicente Emilio Sojo lo primero que recuerdo es la veneración que le tenía mi abuela Dilia. Por eso desde muy pequeño empecé a conocer sobre esta figura casi mítica de bigote de morsa y mirada perdida en la concentración, como lo había dibujado Reinaldo Colmenares, un vecino pintor a quien mi abuela le había encomendado los retratos de mi abuelo Víctor Guillermo y su hermano Pedro Antonio Ramos junto al Maestro Sojo en medio de los dos, como si fuera un integrante principal de la familia. En la biblioteca familiar encontré uno que otro libro con su obra y hasta un cómic acerca de su vida. En los álbumes familiares también estaba presente. Sabía que era un músico, pero su importancia se fue revelando poco a poco mientras más me interesaba en mi identidad como venezolano.

Vicente Emilio Sojo nació el 8 de diciembre de 1887 en Guatire. Este lugar, reconocido por la Parranda de San Pedro y su «conserva de cidra», ha sido cuna de poetas, políticos y de dos personajes esenciales para entender la historia musical del país. El primero de ellos fue Pedro Palacios y Sojo, el «Padre Sojo», un sacerdote que a mediados de la década de 1780 fundó la Escuela de Chacao, donde formó a una generación de músicos que vivieron el paso entre la colonia, la independencia y el nacimiento de la república. El otro Sojo, Vicente Emilio –aunque sin relación familiar– tuvo la triple tarea de salvaguardar el patrimonio, formar a una nueva generación y modernizar la música académica venezolana.

Vicente Emilio Sojo en una foto de 1944 perteneciente a la colección de Dilia Díaz Cisneros.

Sojo se había criado en una familia de músicos. Su abuelo Domingo Castro, además de soldado en la Guerra Federal era el autor de esa canción que reza: «¡Oligarcas temblad, viva la libertad!», tan manoseada en las últimas décadas. Antes de cumplir los diecinueve Vicente Emilio partió a Caracas para continuar con sus estudios en la Escuela de Música y Declamación.

El aguinaldo: entre lo divino y lo profano

Eran los primeros días de diciembre de 1999 cuando mi papá recibió una llamada de mi abuela pidiéndole que le acompañara a la Fundación Vicente Emilio Sojo. Acababan de publicar el álbum Aguinaldos venezolanos del siglo XIX, una recopilación de 28 canciones grabadas por el Orfeón Lamas bajo la dirección del Maestro Sojo. A los días, pude revisar el disco junto a ella, mi papá y mis tíos. Eran canciones que yo había escuchado en el colegio, en la televisión. Entonces le pregunté: ¿qué tiene de especial este disco? Mi abuela se sentó a mi lado y abrimos juntos el cuadernillo que venía inserto en el estuche y empezó a leérmelo. En un breve ensayo, el musicólogo Felipe Sangiorgi nos contaba que el aguinaldo tradicional venezolano tenía como origen el villancico español, pero en el siglo XIX había adquirido características muy propias.

El aguinaldo tomó elementos de la danza y contradanza; luego se fue mezclando con el esquema rítmico del merengue y la guasa; y en su ejecución integró instrumentos populares.

Asimismo, se pueden dividir en dos grupos: los «divinos» –«Cantemos alegres», «Nació el redentor», «Espléndida noche»– y los «profanos» o de parranda –«Si acaso algún vecino», «Tuntún», «Parranda»–. El auge del aguinaldo venezolano comenzó en las décadas finales del siglo XIX gracias a las composiciones de Ricardo Pérez, Rogerio Caraballo, Ramón Montero y Rafael Izaza. Aunque permanecen desconocidos los autores de canciones que se harían tan populares como «Niño lindo» o «La jornada» (Din, din, din, es hora de partir…). Porque, así como tuvieron su apogeo en las noches de fiesta decembrina, con los grupos que se reunían a tocar en las plazas e iglesias de nuestras pequeñísimas ciudades, los aguinaldos parecían no tener lugar en la Venezuela de intensos cambios del siglo XX. Mientras el país iba dando pasos en su camino hacia una modernidad deseada, se desdeñaba su pasado rural.

En 1928, el divertimento de emular a un coro de cosacos que había estado de visita en Caracas llevó a Vicente Emilio Sojo, junto a Juan Bautista Plaza, los hermanos Calcaño y Moisés Moleiro, a fundar el Orfeón Lamas. En 1930 presentaron su primer concierto oficial y en paralelo estaban fundando la Orquesta Sinfónica Venezuela. En la primera etapa se dedicaron a representar piezas del repertorio clásico universal y algunas composiciones propias. Para ese entonces Sojo ya era el creador de un Himno a Bolívar (1911); la Misa cromática (1923) y Palabras de Cristo en el calvario (1925), entre las más resaltantes. En la Escuela Superior de Música fue el mentor de la generación que produjo obras como la Cantata Criolla (de Antonio Estévez), Margariteña (de Inocente Carreño) y Santa Cruz de Pacairigua (de Evencio Castellanos). En la casona contigua a la Santa Capilla se formaron músicos como Blanca Estrella de Méscoli, Antonio Lauro, Ángel Sauce, Gonzalo Castellanos, Teo Capriles, Víctor Guillermo Ramos, Rhazes Hernández López y Pedro Antonio Ríos Reyna. Estos fueron algunos de los representantes de la llamada «Escuela nacionalista» en la música académica venezolana.

El rescate de «Niño lindo»

No sé si Sojo estaba pensando en construir un puente entre la tradición y la modernidad cuando en 1937 comenzó, junto a sus discípulos, la recopilación, transcripción y armonización de canciones populares venezolanas del siglo XIX y comienzos del XX. En esta labor logró salvar unas doscientas, cincuenta de ellas pertenecientes al repertorio de aguinaldos. La misión era conservarlas lo más fiel posible al deseo de sus autores y a cómo se interpretaron en su tiempo. Para ello se apoyó en su alumno Evencio Castellanos, quien precisaba detalles en el piano.

El 24 de diciembre de 1938, en la Santa Capilla, Sojo realizó un primer concierto con el Orfeón Lamas dedicado a los aguinaldos venezolanos. Durante dos décadas fue tradición la realización de tres presentaciones anuales: la primera el 20 de diciembre en la Escuela Superior de Música, y las otras, el 25 de diciembre y 1 de enero, en la Basílica de Santa Teresa. También había presentaciones especiales fuera de la capital.

Después de casi una década de trabajo de campo y revisión de manuscritos, Sojo publicó el primer cuaderno de Aguinaldos populares y venezolanos para la Noche Buena (1945), con piezas recogidas en San Pedro de los Altos, estado Miranda. Al año siguiente apareció un segundo cuaderno y las canciones fueron teniendo pegada e interpretadas por nuevas agrupaciones y solistas, dejando a un lado el olvido y convirtiéndose en referente de la Navidad venezolana.

El escritor cubano Alejo Carpentier dijo en 1951: «Suerte tiene Venezuela de conservar una tradición que le viene de muy lejos, y haber tenido músicos que a tiempo se aplicaron a anotar, armonizar, editar, lo que el debilitamiento de una tradición oral ha dejado de perderse, irremisiblemente, en otros países».

Revisando con mi abuela las fotos del cuadernillo, encontramos una donde salía por entero el orfeón. En la segunda fila, a un extremo, se dejaba ver una muchacha que se parecía a ella. Era ella. Aunque por poco tiempo, mi abuela Dilia había sido parte del Orfeón Lamas, y allí conoció a mi abuelo Víctor Guillermo. Resulta ser que el padrino de la boda había sido el Maestro Sojo.

El aprecio y devoción por su figura siempre estuvo presente en ellos. Vicente Emilio Sojo, el de las dos artes: el de la música y el de vivir con dignidad, como lo definió Ramón J. Velásquez, viajó por primera vez a Europa al llegar a la vejez y con el inicio de la democracia en 1958 fue electo senador. Falleció a los 86 años, el 11 de agosto de 1974. De cumplirse lo que escuchábamos en la infancia, seguramente ese diciembre fue a cenar al Cielo, invitado por el «Niño lindo» como forma de agradecimiento por resguardar los sonidos de la Nochebuena.

*Publicado originalmente en Cinco8 el 23 de diciembre de 2021

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Rómulo Betancourt en Harvard

17 de junio de 1965: Rómulo Betancourt, ya entonces expresidente de Venezuela, es doctor Honoris Causa en Harvard
Foto: Arthur Howard, Boston Public Library.

Rómulo Betancourt en Harvard

Por Guillermo Ramos Flamerich

Al hacer entrega de su gobierno el 11 de marzo de 1964 —«ni un día más, ni un día menos», como había prometido—, Rómulo Betancourt inició un exilio voluntario que duró ocho años. Pasó temporadas en Nueva York y Nápoles y se estableció un lustro en Berna. Entre las razones que esgrimió el expresidente para su alejamiento físico, estaba la de no hacer sombra al mandatario entrante. A esto se sumaban otros motivos. Después de casi cuarenta años de agitada vida política era momento de tomar algún descanso. Las marcas del intento de magnicidio de 1960 permanecían allí, pero también comenzaba a vivir en pleno su nueva relación amorosa. De igual modo, tomó estos años para reflexionar acerca de las acciones de su vida y sobre el futuro de América Latina, lo cual incluía una idea poco usual entre los gobernantes venezolanos: escribir sus memorias, que hasta el día de hoy están extraviadas.

Antes de partir, Betancourt hizo notariar una declaración de bienes, seguramente recordando una máxima atribuida a Maquiavelo: es más fácil que alguien perdone la muerte de un familiar, que un ataque a su bolsillo. En mayo se incorporó como Senador Vitalicio en el Congreso Nacional, cargo con el que la Constitución de 1961 honraba a los expresidentes. Luego de esto, comenzó la temporada de homenajes que recibió en los Estados Unidos. 

Aunque en su juventud Betancourt abrazó ideas del marxismo leninismo, rápidamente se decantó por la opción de la democracia representativa, y sus relaciones con Estados Unidos fueron cordiales desde su primer gobierno, como presidente de la Junta Revolucionaria (1945-1948). Luego de eso, solo se incrementaron. Ya en su mandato constitucional (1959-1964), compartió escena y entabló amistad con el presidente John F. Kennedy, quien visitó Venezuela en 1961 y a quien Betancourt le devolvió el gesto en 1963. Bajo la égida de la Alianza para el Progreso, el presidente venezolano posicionó al país como ejemplo de una democracia latinoamericana que buscaba consolidarse en medio del tablero de la Guerra Fría. Así lo reconoció la revista Time, en la edición del 8 de febrero de 1960, al incluirlo como uno de «Los verdaderos constructores de América Latina». En el perfil que le dedican afirmaban que, junto al gran mérito de no haber sido derrocado, había logrado frenar la influencia comunista, mantener una coalición de partidos democráticos e iniciado reformas económicas y sociales. 

El 3 de junio de 1964 recibió el Doctorado Honoris Causa en Leyes de la Universidad de Rutgers y, dos meses antes, había asistido a una sesión de honor del Comité de Relaciones Exteriores del Senado de los Estados Unidos. 

La vitalidad de la democracia

El jueves 17 de junio de 1965 Rómulo Betancourt recibió el Doctorado Honoris Causa en Leyes de Harvard. Nathan Pusey, presidente de la universidad, entregó este título al venezolano por ser «un intrépido estadista que ha demostrado a las Américas la vitalidad de la democracia». Era el tercer reconocimiento de una universidad estadounidense en menos de un año. Harvard se sumaba a lo también dispensado por Rutgers en 1964 y por la Universidad de California el 8 de abril de 1965.

Fueron doce las personalidades reconocidas en la 314ª ceremonia de graduación de la Universidad de Harvard. Junto a Betancourt, figuraba el expresidente ecuatoriano Galo Plaza Lasso, quien pocos años después se convirtió en secretario general de la OEA; y Adlai Stevenson, quien estaba a punto de finalizar su misión como embajador de los Estados Unidos en Naciones Unidas y había sido candidato presidencial por el Partido Demócrata en 1956.

Testigo de la ceremonia fue Luis Muñoz Marín, primer gobernador de Puerto Rico quien, junto con el expresidente costarricense José Figueres y el propio Betancourt formaban, en palabras de la prensa estadounidense, el grupo de los «tres sabios latinoamericanos» llamados por la Casa Blanca, para buscar una solución ante la ocupación militar estadounidense de la República Dominicana. Semanas antes, en un homenaje que le ofrecieron en Nueva York, Betancourt había declarado a los medios su repudio ante esta intervención unilateral, ya que esta no había sido discutida en el seno de la OEA.

El homenaje había ocurrido el 3 de junio de 1965 y fue una cena ofrecida por la Asociación Interamericana por la Democracia y la Libertad. El orador principal fue el historiador Arthur Schlesinger, quien afirmó que la presidencia de Betancourt era «una piedra miliar en la larga faena de la democracia en las Américas». Aquella noche se leyeron unas palabras del presidente Raúl Leoni, así como las adhesiones al homenaje por parte del presidente Lyndon B. Johnson, su vicepresidente Humphrey, el presidente Eduardo Frei de Chile, y de personalidades políticas como Carlos Lleras Restrepo, Rómulo Gallegos, Rafael Caldera, Gonzalo Barrios, y el senador Ted Kennedy. Este último comentó sobre la «amistad profunda basada en principios y propósitos comunes», entre el venezolano y su fallecido hermano. En el evento también participó la actriz y activista por los derechos humanos Frances Grant, quien saludó a Betancourt como un «gran conductor» de la vida en democracia, libertad y esperanza en el hemisferio. Todas las palabras de aquella jornada memorable fueron recogidas en el folleto Rómulo Betancourt en América, editado al año siguiente en Caracas.

La universidad de la Historia viva

Betancourt recibió un doctorado Honoris Causa en una de las universidades más prestigiosas del mundo sin ser un académico. De hecho, nunca terminó sus estudios universitarios. Los avatares de 1928, prisión y exilio, le impidieron continuar con la carrera de derecho en la Universidad Central de Venezuela.

A diferencia de otros dirigentes exiliados, quienes lograron graduarse en universidades del exterior, Betancourt se entregó de lleno a la acción y reflexión política.

Pero sus inquietudes intelectuales habían estado presentes desde muy joven. Testimonio de ello queda en alguno que otro verso, la publicación de un cuento, o la tesina que escribió sobre Cecilio Acosta para optar al título de bachiller. En 1929 publicó junto a Miguel Otero Silva el panfleto En las huellas de la pezuña; dos años después fue el principal redactor del Plan de Barranquilla y, en abril de 1932, presentó el ensayo Con quién estamos y contra quién estamos. También escribió diversidad de perfiles sobre personajes históricos y políticos latinoamericanos y mundiales de su momento. Buena parte de estas semblanzas fueron reunidas por Simón Alberto Consalvi, y publicadas de manera póstuma bajo el título Hombres y villanos (1987).

La economía y el petróleo fueron dos temas a los que Betancourt privilegió en sus incursiones autodidactas. En los años finales del gobierno de Eleazar López Contreras lo encontramos en debate perenne en los artículos que publicó en el Diario Ahora. Desde allí propone acciones a tomar en las importaciones y exportaciones venezolanas, analiza las políticas adoptadas en otros países, destaca la importancia de los servicios públicos y la necesidad de transformar el sistema educativo, para construir una conciencia económica desde los primeros años de estudio. Parte de los escritos de esta época fueron recogidos en el tomo Problemas venezolanos (1940).

El petróleo fue una preocupación de Betancourt hasta el final de sus días. Esta obsesión originó su obra más importante, el clásico del ensayo político latinoamericano, Venezuela, política y petróleo, publicado por el Fondo de Cultura Económica de México en 1956. El libro nació de una primera idea fija de convertirse en un «anti-Vallenilla», es decir, en refutar las ideas del historiador y apologista del gomecismo, Laureano Vallenilla Lanz. Pero en el largo trayecto de su concepción y redacción, construyó un perfil propio. A medio camino entre el análisis, la justificación y una clara denuncia de la dictadura, es necesario seguir indagando, con mayor profundidad, sobre la génesis, versiones y recepción que ha tenido esta obra.

El exilio como destino

En marzo de 1972 Betancourt regresó a Venezuela en barco. Luego del descanso europeo, la publicación del libro Hacia América Latina Democrática e Integrada (1967) y la división de su partido en las elecciones de 1968, todavía le quedaba casi una década para seguir influyendo en la vida venezolana. El sistema democrático parecía consolidado, ahora eran otros los desafíos. Su figura, siempre polémica, hacía su tránsito hacia la historia. El hispanista británico Hugh Thomas, en un prólogo que hace a las obras de Betancourt para la editorial catalana Seix Barral en 1977, afirmaba: «Demasiadas veces, los que han tenido éxito han sido los hombres de fuerza y brutalidad. Hombres de talento oratorio se han convertido en tiranos, mientras los escritores se han refugiado en el exilio». 

Betancourt murió fuera de Venezuela, pero no en el exilio. Falleció durante un viaje a Nueva York el 28 de septiembre de 1981, sin poder terminar sus anheladas memorias, pero tampoco su última lectura, Une femme honorable, biografía de Marie Curie escrita por la periodista francesa Françoise Giroud. Se unía así al elenco de personajes que han dado forma y gobernado al país pero que, y por distintas circunstancias, fallecieron lejos del territorio venezolano. Quizás los casos más resaltantes sean los de Miranda, Bolívar, Páez y Guzmán Blanco, del siglo XIX; Castro, Leoni, Pérez Jiménez y Carlos Andrés Pérez, del XX. 

El mayor aporte de Rómulo Betancourt, quien contribuyó al nacimiento de la Venezuela democrática, fue aceptar las luchas, por duras que estas fueran, sin claudicar a la reflexión oportuna y el desafío de aprender a pensar para construir.

*Publicado originalmente en Cinco8 el 6 de julio de 2021

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Una incursión en Canoabo

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo 1

El viaje comenzó por los Valles Altos de Carabobo, en Canoabo, un pueblito «típico». Tenía las características casitas de colores, además de la iglesia, los viejos con sombrero y unos cuantos borrachitos, alrededor de la Plaza Bolívar.

Una incursión en Canoabo

Por Guillermo Ramos Flamerich

UNO

Quizás era un buen augurio: la Virgen del Perpetuo Socorro había salido en procesión desde Valencia y estaba de paso en Canoabo. No soy la persona más religiosa de todas, pero tomaba esto como una buena señal. Mi abuela era devota a aquella virgen. El viaje por el occidente de Venezuela surgió en su funeral. Entre la tristeza y el recuerdo, el pana Daniel me dijo que valía la pena recorrer pueblos y caseríos, de pararse en cada uno y hablar con la gente. Acepté. Él solo tendría que poner a disposición su carro. Le pregunté si podríamos agregar a otro pana, a Gabriel, a quien buscaríamos en Barquisimeto. No tuvo problema.

Parecía una decisión extraña la de viajar en medio de la situación país, pero creo que ya nos hemos acostumbrado a que la tensión esté presente. Si no hacemos las cosas quizás nunca exista el momento adecuado. Para nosotros los caraqueños Venezuela se ha convertido en lo que sucede en Chacaíto o en la Autopista Francisco Fajardo. Sin embargo, existe una «Venezuela profunda». Cliché. Más que profunda, es un país que está allí, tan variado como esencial. Un país que es necesario conocerlo para sentirlo cerca, nuestro.

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo 2

No sabía que había sido fundado en 1711, un 19 de marzo, ni que las tribus indígenas que habitaron allí habían dejado petroglifos, o que tienen sus propios «Diablos Danzantes».

 

DOS

El viaje comenzó por los Valles Altos de Carabobo, en Canoabo, un pueblito «típico». Tenía las características casitas de colores, además de la iglesia, los viejos con sombrero y unos cuantos borrachitos, alrededor de la Plaza Bolívar. La gente sentada en la entrada de sus casas esperaba a que pasara la vida.

Me sorprendió. No sabía que había sido fundado en 1711, un 19 de marzo, ni que las tribus indígenas que habitaron allí habían dejado petroglifos, o que tienen sus propios «Diablos Danzantes».  Mucho menos que sus chocolates son «gourmet» y se venden caros no solo en el Trasnocho Cultural, sino también afuera del país. Lo único que sabía era que en ese «pequeño pueblo venezolano escondido en una agreste comarca» había nacido el poeta Vicente Gerbasi (1913-1992). Aquel que dejó unas líneas épicas en el imaginario nacional, con ese comienzo de «Venimos de la noche y hacia la noche vamos», ese decir, con su poema Mi Padre el Inmigrante.

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo 4

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo 3

La valenciana Virgen del Socorro, de procesión por Canoabo.

TRES

Algo que disfruto mucho es preguntarle a la gente por los personajes históricos o algún hecho curioso ocurrido en el lugar donde viven. Así comencé preguntando en la plaza si conocían la casa natal de Gerbasi. Imaginaba la placa, la conmemoración. A decir verdad, para nosotros era suficiente conseguir el sitio. Los ancianos decían que conocían de la familia, pero no lograban ubicar la propiedad. Los más jóvenes nos mandaban con dirección al colegio del mismo nombre. Al rato, y después de varias vueltas en el caso, una señora nos supo indicar: «Es esa casa de allá, toque la puerta a ver si está el señor Francisco».

Sí estaba. La esposa nos hizo esperar unos minutos en el zaguán mientras el señor Francisco Moreno se ponía su camisa. Entonces nos saludó y nos dijo: «Bienvenidos a la casa donde nació el poeta Vicente Gerbasi el 2 de junio de 1913». ¿Y usted es familia? le pregunté. «No. Pero cuando me vendieron esta casa me dijeron que aquí había nacido y me he dedicado a cuidar su memoria».

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo 5

La esposa nos hizo esperar unos minutos en el zaguán mientras el señor Francisco Moreno se ponía su camisa. Entonces nos saludó y nos dijo: «Bienvenidos a la casa donde nació el poeta Vicente Gerbasi el 2 de junio de 1913». ¿Y usted es familia? le pregunté. «No. Pero cuando me vendieron esta casa me dijeron que aquí había nacido y me he dedicado a cuidar su memoria».

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En la entrada de la casa natal de Vicente Gerbasi, con su dueño, el señor Francisco Moreno, y su nieta.

CUATRO

En la sala no había ninguna referencia al poeta más allá de la conversación que estábamos a punto de comenzar. Nos contó la biografía del poeta, los datos básicos, es decir, lo que se conoce al buscar su nombre en alguna enciclopedia, o en Internet. Era sabroso escucharlo en ese pueblo, en ese lugar, rodeado de cuadros, entre esotéricos y ambientalistas, que hacía su esposa.

Agotada la biografía nos comentó que comprar la casa en los años ochenta le había permitido hacer amistad con el poeta, aunque nunca lo conoció. El señor Francisco ha sido invitado a los homenajes que le han hecho a Gerbasi en instituciones como la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez o la Universidad de Carabobo. Allí ha podido conocer a familiares y amigos, y sentirse uno más del clan.

Su propia historia es interesante: nativo de Canoabo y después de una agitada vida en Caracas trabajando en el antiguo Ministerio de Transporte y Comunicaciones y militando en las filas del partido de Jóvito Villalba, URD, había decidido regresar y llevar una vida más tranquila, con la familia, en la austeridad de la provincia, pero también en su tranquilidad.

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo 7

El autor con la crónica publicada en la portada del suplemento cultural del diario El Universal: Verbigracia.

CINCO

Teníamos que proseguir la ruta antes de que anocheciera. La carretera angosta y desconocida no ayudaba mucho. Provocaba quedarse, pero nos esperaban más ciudades, pueblos, más estados, incluyendo a Santa Ana de Trujillo y su monumento al abrazo entre Simón Bolívar y Pablo Morillo en 1820 y cruzar el Puente sobre el Lago de Maracaibo con el Sentir Zuliano de los Cardenales del Éxito de fondo. También había que buscar a Gabriel en Barquisimeto. Mientras anochecía reflexionaba con Daniel sobre nuestro día con Gerbasi y su amigo. Nos gustó que todavía te abran la puerta de la casa para echarte un cuento largo, solo porque llegaste hasta allí para escucharlo.

También pensábamos en cómo hacer de toda esa memoria algo palpable y vivo. Lamentablemente en Venezuela el legado de los escritores pareciera que sirve para nombrar algún liceo, quizás una calle y si tiene mucha suerte, una plaza. Hay algo más en nuestra idiosincrasia, en nuestras maneras, que debe ser canalizado no con imposiciones nacionalistas y huecas, sino como una promoción al conocimiento, al arraigo. No solo es la literatura, es la música, los bailes, los dichos, Existen dos países, el que fue y el que será, y esos dos se comunican en el que es. Allí espera cumplir todas sus posibilidades tan solo si aprendemos a redescubrir esa universal angustia de ser una nación.

*Publicado originalmente en el suplemento cultural Verbigracia de El Universal, el sábado 21 de octubre de 2017

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo

 

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La Caracas de los 449

Plaza Juan Pedro López en la Parroquia Altagracia.

Plaza Juan Pedro López en la Parroquia Altagracia.

La Caracas de los 449

Por Guillermo Ramos Flamerich

Había llovido el día anterior. El cielo amanecía despejado, pero la ciudad estaba llena de charcos, caminos enlodados y una Feria del Libro en Los Caobos que forzaba por poner en un mismo ranking a Hugo Chávez con Simón Bolívar, Francisco de Miranda y Simón Rodríguez.

Pero el comandante sabe que ahí es solo un asomado. Su secta lo impone, a pesar de la creciente indiferencia de los que transitan buscando algún libro barato o mundano esparcimiento. Existe el karma y si en 2011 se burló de la entonces diputada María Corina Machado con su: «Usted está fuera de ranking», alguien le estará haciendo bullying allá abajo.

Pero estas líneas no se tratan de Chávez ni de que el Instituto de Altos Estudios del Pensamiento de Hugo Chávez venda sus publicaciones en 1000 Bs y ya no las regale. No. Estas líneas son sobre la Caracas del lunes 25 de julio, la de los 449 años, aunque a Nicolás Maduro no le guste celebrarlos.

Mientras un bote de aguas servidas dejaba un olor insoportable por la avenida Delgado Chalbaud de Coche, la fuente de Plaza Venezuela estaba apagada. Parece que PDVSA La Estancia, protectora del espacio, solo funciona si los precios petroleros son tan altos que hasta alguito puede sobrar para la cultura y el ornato.

Monte crecido, de nuevo poca seguridad y la fisicromía de Cruz-Diez homenaje a Andrés Bello, perdiendo poco a poco no solo su brillo, también sus partes. La ciclovía estrenada hace un año hoy amanece desolada. Nunca hay bicicletas disponibles y pedirla es un proceso más de la burocracia socialista.

Bellas Artes resiste por mantener su aura bohemia. Entre basura y vagabundos, están artesanos y libreros. Pero aquí todo se confunde. Parece que la gente está comprando menos libros, ahora ofrecen rebajas express y combos de hasta tres obras.

Un vendedor de libros y discos tenía la colección, casi completa, que editó el Círculo Musical en 1967 con motivo del Cuatricentenario de Caracas: música, narraciones, representaciones artísticas, grabadas al acetato. En lo personal, la mejor de todas es esa donde Simón Díaz hace un recorrido de la música popular caraqueña desde 1935 hasta 1967. Inolvidable.

Escudo de Santiago de León de Caracas en la Biblioteca Nacional de Venezuela.

Escudo de Santiago de León de Caracas en la Biblioteca Nacional de Venezuela.

Cuán lejos quedó esa época. 49 años, pero parecen cien, eso sí, hacia atrás. A lo lejos se veía el Teresa Carreño como símbolo de la modernidad perdida. En pocas horas ese sitio sería tomado por Casa Militar, pues Maduro iba a dar un discurso por motivo de los cuarenta años del asesinato de Jorge Rodríguez padre. Todos los actos oficiales se fueron hacia allá. Nada para la cumpleañera. Quizás porque 1567 fue antes de 1999 y así no vale.

El damero fundacional estaba en calma. La calma común del bullicio de la Plaza Bolívar con los integrantes de la esquina caliente escuchando discursos a todo volumen y los vendedores de: oro, oro, oro, euros, dólares.

El Palacio Municipal sin los estandartes tradicionales que se utilizan en esta fecha y cerrado al público, espacios que hasta hace poco atesoraban los muñequitos tradicionales hechos por Raúl Santana, así como maquetas de «la ciudad que se nos fue», como decía Alfredo Cortina.

La nueva esquina caliente diagonal a la Asamblea Nacional no se encontraba. Quizás respetando a la agasajada. Ese sitio se ha convertido en materia prima para cualquier estudio sociológico.

Desde allí insultan y gritan a cualquier persona que pase encorbatado, muestran fotos de Chávez diciéndole a la víctima que ese es su papá. Una vez un muchacho respondió: Sí, sí, mi papá. A lo que el fanático replicó: «Así me gusta, escuálido. Aunque lo digas de la boca para afuera, aprende aquí quien manda».

Pero el lunes 25 no había nada de eso. Solo una cuadrícula cada vez más sucia y menos sustentable. Esos «espacios recuperados» que tanto pregona el alcalde Jorge Rodríguez son tan remotos y extraños como el azúcar, la carne o la harina precocida de maíz.

Lo que abunda cuadras más arriba de la plaza es gente escudriñando comida en la basura. En la Plaza Juan Pedro López, quizás una de las más bellas de la ciudad, tres hombres buscaban hacer su mediodía a base de sobras sacadas de la basura.

Teatro Teresa Carreño en la Parroquia San Agustín.

Teatro Teresa Carreño en la Parroquia San Agustín.

¿Cuánta esperanza queda en la ciudad de la eterna primavera? Es difícil saberlo. Ahorita pienso en Caracas y llega a mi mente Norma Desmond, ese personaje de la película Sunset Boulevard que encarnó Gloria Swanson iniciando la década de los cincuenta. Caracas es depresiva y temperamental, siempre recordada por sus viejas glorias.

Todo es un fue y un será si por alguna gracia divina le tocara protagonizar algún momento estelar. Pero la ciudad de cristal de San Bernardino, Sabana Grande o Altamira, está cada vez más rezagada. Lo mismo la guzmancista y la del millón de almas que para 1955 imaginaban vivir en una próxima gran capital del mundo.

En sus calles solo conseguimos carteles viejos que te incitan a buscar cosas imposibles de hallar en la urbe actual. Miedo y zozobra. Caracas ha perdido ese rasgo de «muy noble y muy leal», título junto con el cual el monarca español Felipe II le entregara un escudo, el del león rampante con la venera y Cruz de Santiago.

Caracas como posibilidad de convivencia ciudadana se está apagando. De momentos lentamente, casi siempre de manera acelerada. Nos queda el abrigo de nuestros hogares, de la gente que está aquí y es nuestra, de su memoria.

También el refugio natural de ver hacia el norte y conseguir esa azulada masa vegetal que tantas cosas evoca. Pero la grandeza de las ciudades no se basa únicamente en sus estructuras y servicios, ellos son reflejo de algo mucho más importante, esencial, la capacidad que tengamos los caraqueños por darle vida a esta doña de 449 años que nunca deja de nacer.

*Publicado originalmente en El Estímulo el 27 de julio de 2016

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El siglo de Ramón Jota

El siglo de Ramón Jota

Este dibujo lo hice a los nueve años. Su fecha es del 31 de enero de 2001. Ramón J. Velásquez como presidente en un país en crisis

El siglo de Ramón Jota

Por Guillermo Ramos Flamerich

En el momento en que Japón estaba por empatar el partido, que luego perdería 4-1 ante Colombia, a 5070 Km de distancia -en la Plaza Altamira de Caracas- la Guardia Nacional se proponía remover algunos intentos de barricadas y los últimos manifestantes de la marcha convocada para ese día, se retiraban.

Varias cuadras al norte, el ambiente frente a la Quinta Regina era de calma. Dos personas en la entrada esperaban para salir. Menos de doce horas antes el ilustre morador de Regina, Ramón J. Velásquez, ex presidente, historiador y periodista, había fallecido a los 97 años.

El par de veces que pude visitarlo, pensaba en hacerle preguntas hasta no parar. Pero al tenerlo frente a frente, lo fundamental se convirtió en escucharlo. La historia contemporánea del país en detalles, relatos y vivencias. Ese tono de voz andino, fuerte con matices agudos, cada vez con menos aliento por el paso de los años y esa mirada lúcida tras la pasta gruesa de sus lentes, con la que había visto, entre tantos, a Juan Vicente Gómez, Rómulo Betancourt y Hugo Chávez.

Sobre este último, está la anécdota recogida por Yohanna Molina  en el libro Trincheras de papel: el periodismo venezolano del siglo XX en la voz de doce protagonistas (2008), en la cual, durante la toma de posesión de Chávez, el 2 de febrero de 1999, este le dice a Ramón J.: «¿No le parece, Dr. Velásquez, que lo que estamos presenciando es un capítulo de su libro La caída del Liberalismo Amarillo?». A lo que le responde: «Usted piensa así señor Presidente, muchas gracias por su mención al libro, esa es la historia y así empieza una nueva».

La respuesta dice mucho de la persona. El respeto, la compostura y su doble condición de servidor público. Como historiador, periodista, custodio de la memoria del país y como político.

En esta primera condición están labores como la organización del Archivo Histórico de Miraflores: cartas, telegramas, discursos, casi fulminados por las polillas para mediados del siglo XX. Los cuales comenzaron a organizarse y preservarse durante su gestión en la Secretaría de la Presidencia. La publicación de las colecciones del Pensamiento Político Venezolano del siglo XIX y XX, la creación de Funres (Fundación para el Rescate Documental Venezolano) y la divulgación y análisis de una etapa histórica que lo apasionó, esa que transcurre desde La caída del liberalismo amarillo y prosigue en las Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez.

En su condición de político, los cargos de senador o ministro se pueden sumar a su empeño de preservar la memoria del país. Pero en 1993 llegó un momento estelar. Ese cargo de Presidente de la República, intrigante y herencia de los personajes que tanto había estudiado, ahora le tocaba asumirlo.

Era el «puentecito de madera», como describe esa etapa Diego Bautista Urbaneja en su libro La política venezolana desde 1958 hasta nuestros días (2007). Un país en crisis económica, institucional y social.

Una parodia de la Radio Rochela de aquellos años ilustra el desafío que recibía Ramón J. En sesión conjunta del Congreso, Ramón Costas es nombrado presidente interino, la única condición que pide es que no lo dejen solo en el gobierno. Después de jurar cumplir las leyes de la república y «no comerse la luz roja del semáforo», el salón poco a poco va quedando vacío. El último diputado en retirarse le recuerda que debe apagar la luz antes de irse. Ya como monólogo, Costas hace su declaración final: «Venezolanos. Me toca, entonces, echarle pichón yo solito. Gracias, honorables senadores, gracias honorables diputados, gracias empresarios, gracias…».

Al final de su vida pudo verse retratado en ficciones muy reales. La novela El pasajero de Truman (2008), de Francisco Suniaga y la obra de teatro Diógenes y las camisas voladoras (2011), de Javier Vidal, hablan del joven Velásquez –o Román Velandia, como lo nombra Suniaga– vivaz aprendiz de periodista y secretario privado de Diógenes Escalante, ese personaje dramático, exponente de lo que pudo ser y nunca fue, tan presente en la cultura venezolana.

Vidas y drama de Venezuela.

Es así como se despide el observador y protagonista de un siglo de errores y aciertos. Una vida longeva. Quizás, en sus últimos años, con muchas más expectativas de lo que puede ser la república mañana mismo, dentro de diez años, dentro de un siglo.

Visita de Guillermo Ramos Flamerich a Ramón J. Velásquez en 2010.

Ramón J Velásquez y Guillermo Ramos Flamerich en 2010.

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Oscar Yanes: la última vaina del reportero

Oscar Yanes la última vaina del reportero

«Pero hoy se ha ido, y Hoy es Mañana, le toca bailar el merengue de los muertos y la última vaina del reportero»

Oscar Yanes: la última vaina del reportero

Por Guillermo Ramos Flamerich

«¿Y cómo es que yo estoy muerto y no es un sueño?», se pregunta Oscar Armando Yanes a la 1:33 de la tarde del lunes 21 de octubre de 2013. «Porque todos estamos aquí», contesta una voz remotamente conocida, la de Rosa Consuelo, la madre que prematuramente falleció cuando él apenas llegaba a los tres años. Es ella, la de la foto, la que siempre estuvo en sus fantasías y en un recuerdo fugaz en el que caminan agarrados de la mano, en la playa, hasta que una ola muy grande los moja.

También está su abuela Rosalía, las tías Carmen, Aida y Carlota, la prima Mercedes y el viejo Yanes, su padre, el que le dice mientras le abraza: «¡Por fin llegaste, vale! Ya era hora». Ninguno lo llama Oscar, todo es Armandito esto, Armandito lo otro. Pero Armandito tiene miedo, le teme a pensar que ha muerto: «Qué vaina…». En eso, la madre lo regaña: «¡No digas groserías!», y a modo de susurro continúa: «por primera vez te puedo regañar y me da pena, porque eres un hombre viejo ¡qué feliz soy!». Con estos personajes y diálogos Oscar Yanes recrea su muerte al inicio del primer tomo de: ¡Nadie me quita lo bailao!, las memorias de un reportero publicadas en 2007 por la editorial Planeta. El día de ese encuentro ya ocurrió.

Los años pasan sin uno darse cuenta. Es viernes  por la mañana y por alguna razón ese día no hay clases, se puede disfrutar de Así Son las Cosas por Venevisión. Son retratos de la vida íntima venezolana de comienzos del siglo XX que formaron a muchos de los niños de mi generación. El hombre con bigote, sombrero y corbatas coloridas; las frases, todas con un acento caraqueño de antaño, muy pronunciado, seguro y bonachón: Chúpate esa mandarina, cúbrase de gloria, siga vibrando… La última expresión fue la que me dijo la primera vez que lo conocí, cuando me firmó un ejemplar de Pura Pantalla (Planeta, 2000), en el que narra «las indiscreciones de la vida venezolana en circuito cerrado», los amores, desengaños, momentos cumbres e ídolos de nuestra televisión. Gracias a los regalos de mi abuela pude leer, uno a uno, los libros que había publicado en los noventa y principios de la década del 2000.

Pero este periodista nacido al sur del río Guaire, tuvo una trayectoria mucho más allá de sus cuentos pintorescos. Fue director de la Televisora Nacional en el primer gobierno de Rafael Caldera, director de la Oficina Central de Información cuando Luis Herrera y diputado del Congreso de la República, todos estos entes ahora extintos. En abril de 1965 llevó las cámaras de televisión a los tribunales donde se juzgaba al ex dictador Marcos Pérez Jiménez. También narró la transmisión de la llegada del hombre a la luna, fue corresponsal durante la guerra de Vietnam… Y maestro de las polémicas. Lo acusaron de amarillista por su trabajo reporteril de sucesos en Últimas Noticias, o las transmisiones que realizó desde La Carlota, donde se mostraban los escombros del terremoto de Caracas del 29 de julio de 1967. A esas acusaciones respondía con algún refrán de la vieja ciudad.

Pero Oscar Yanes también entrevistó con su marcado estilo personal al compositor y director Igor Stravinski, al líder egipcio Gamal Abdel Nasser, al premio Nobel de literatura John Steinbeck, al pintor Salvador Dalí, tantos personajes, que luego reuniría en su libro Cosas del Mundo, en 1972. Esto sin contar el intenso debate que transmitió Venevisión en las noches de La silla caliente, referente fundamental de la elección presidencial de 1998. Los últimos quince años de su vida sirvieron para consolidar su imagen de cronista, fabulador y en ocasiones humorista.

El 22 de abril de 2007 el Aula Magna de la UCV albergó a parte de los representantes más importantes del humorismo venezolano. Se reunieron para celebrar los ochenta años de Armandito. De contar su vida, chistes contra el gobierno, de recrear la célebre entrevista que le realizara a Reverón y de vibrar, en conjunto, con cada uno de los asistentes. Fue un acto de esos que llaman «únicos», donde la venezolanidad, esa chispa que viene con nuestra forma de ser, estuvo presente de principio a fin. Fue la segunda oportunidad en la que pude conversar con él. Vendrían nuevas ocasiones, cada una de ellas particular. Pero hoy se ha ido, y Hoy es Mañana, le toca bailar el merengue de los muertos y la última vaina del reportero.

Oscar Yanes: la última vaina del reportero

Oscar Yanes: la última vaina del reportero, también apareció en la edición de fin de semana (26 y 27 de octubre de 2013) del diario Tal Cual

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Maestro de las malas palabras

«¡Corran muchachos que ahí viene la Metropuritana!», caricatura de Pedro León Zapata

A finales de los setenta el escritor Salvador Garmendia es reconocido como maestro de las buenas y sobre todo de las malas palabras. El caricaturista Pedro León Zapata está gestando un semanario irreverente, artístico y con mucho humor. Esta es la breve historia de dos amigos, cómplices, en la creación de El Sádico Ilustrado

Maestro de las malas palabras

Por Guillermo Ramos Flamerich

Una calurosa mañana de septiembre de 1978 Salvador recibe una llamada del caricaturista Pedro León Zapata. Son amigos y cómplices, comparten anécdotas de trabajo, hablan de mujeres, de la vida; también son «echados pa’lante»: le ponen al pecho a cualquier situación. La conversación gira en torno de una propuesta que tiene Zapata: un proyecto editorial que está próximo a salir y marcará pauta en el humorismo gráfico venezolano: El Sádico Ilustrado.

«Al oír ese nombre se me cayó de las manos el ejemplar de Juliette, de nuestro padre Sade, que venía leyendo y donde dice: “Imita a la araña, tiende tus hilos y devora sin piedad todo lo que te eche la mano sabia de la naturaleza”», narra el barquisimetano en la presentación de Crónicas Sádicas (1990), un compilado de sus textos para el semanario. «¡Ya Zapata despertó de nuevo! ¡Ahora vamos a hacer la revolución; aunque sea la Revolución Francesa, por la cual no hemos pasado todavía!», bromea antes de conversar sobre la línea y política editoriales.

Zapata le encarga un artículo de tema libre para el primer número, también lo invita a colaborar todas las semanas: «si quieres…», insinúa el tachirense. Sobre los requisitos, explica: «absolutamente libre», sin restricciones de contenido ni en la expresión.

Incrédulo, Salvador pregunta:

–¿Quiere decir que se pueden decir malas palabras?

–Y buenas también, Salvador… Nuestra publicación no albergará ningún tipo de fanatismo… ¡Un siglo de beatería santurrona se va a venir abajo!

Al colgar el teléfono, Garmendia se frota las manos y sonríe de gozo. La nueva publicación le permitirá expresarse a sus anchas, desnudar a ese «país atolondrado y desprevenido que vivía a 4,30». Por varios segundos se queda pensando en la araña, en la paciencia con que teje esa malla de seda. Ella se quedará cerca, agazapada, esperando que la presa se enrede y pueda devorarla. En la casa de Altagracia había muchas arañas. Recuerda que en las esquinas superiores de las tres ventanas de palo siempre había una trampa. Con la luz natural se veían tornasoladas, a veces se alelaba contando las hileras; en alguna ocasión destruyó una red al hurgarla con un palito recogido del jardín… Salvador despierta del ensueño. Sonríe otra vez y regresa a la realidad, debe trabajar en el texto solicitado.

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Dr. José Gregorio Hernández

Dr. José Gregorio Hernández

«Quedó el figurín en mi cuarto, siempre vigilante pero en calma, con las manos en los bolsillos, acompañado de una estampita del Papa Juan Pablo II, la Virgen, y juguetes que marcaron infancia»

Dr. José Gregorio Hernández

Por Guillermo Ramos Flamerich

Esta historia data de 1995, 1996 o 1997. Realmente no importa la fecha. Estaba yo muy pequeño. Viajábamos papá, mamá y yo al pueblo de Isnotú. El andar por carretera, el divisar de parajes, los cambios de clima eran algo nuevo para mi. Los primeros recuerdos de las vías hacia el occidente venezolano y el hospedarse en posadas de leyendas, no por lo que allí hubiera ocurrido, sino por lo que evocaban. Lo más entrañable del siglo XIX, lo más provinciano del XX.

En todo esto esa impresión que uno tiene de niño, de que todo lo que te rodea es de enormes proporciones. Los techos eran abismales y formaban un cielo de madera recubierto con barniz. Pero la razón de este viaje no era solamente el conocer alguna región de Venezuela, se daba para peregrinar en el lugar de nacimiento de un santo venezolano, no oficial, pero igual de milagroso, igual de caritativo y lleno de amor: el Dr. José Gregorio Hernández.

Al recordar un breve documental que alguna vez transmitió Vale TV, llamado Devociones, Pedro León Zapata afirmó que una de las razones de peso para no darle el título de santo al venerable doctor, es la incapacidad que tendría la iglesia de dibujar sobre su sombrero una aureola. Esta reflexión en tono de broma, ratifica eso que sabemos: A la gente no le ha importado la denominación oficial, sigue creyendo y esperando que ocurran los milagros.

Llegó el día de visitar el ¿santuario? de Isnotú. El vitral con el lema: «Familia que reza unida, permanece unida» dentro del recinto; afuera, la estatua blanca de un doctor sereno que ayuda a todo el que lo pida. Por eso su nombre en cientos de plaquitas que arropan los muros y paredes presentes, y el común denominador, la frase: «Gracias por los favores recibidos».

Era pedir, agradecer, comer arepa en la montaña y comprar como artefacto religioso una casita que albergaba una imagen de José Gregorio, la cual servirá como uno de mis recuerdos del viaje para toda la vida. No fue así, duró muchos años, pero el tiempo la estalló. Quedó el figurín en mi cuarto, siempre vigilante pero en calma, con las manos en los bolsillos, acompañado de una estampita del papa Juan Pablo II, la Virgen, y juguetes que marcaron infancia.

De José Gregorio Hernández conocemos el típico relato que va desde sus estudios de medicina en la Universidad Central de Venezuela en 1888; pasa por los días de 1908 en la Cartuja de la Farnetta, en Italia, y sus problemas de salud; y toca el 29 de junio de 1919, cuando es atropellado en la Esquina de Amadores, frente a una farmacia en la que había comprado medicina para uno de sus pacientes. Todo esto revivido en 1990 por la miniserie El siervo de Dios, protagonizada por Mariano Álvarez y transmitida por Venevisión. En su rostro se plasmó el alma atormentada del santo.

La pude ver gracias a las múltiples retransmisiones del canal. Sobre todo durante el paro petrolero de 2002-2003. Siempre recuerdo la escena en la que el doctor intercede ante Juan Vicente Gómez en la liberación de unos estudiantes presos. Pero mucho antes de esto, se encuentra el recuerdo del viaje a Isnotú. Después llegarían los días de visita a su sepulcro en La Candelaria y fotografiar la esquina exacta donde fue atropellado y ahora se encuentra una placa y dibujo que lo conmemora, que lo espera y pide que su santidad esté legalizada.

Aquella travesía de mi niñez era para el pago de una promesa cumplida y la cual está sellada por mi segundo nombre. Por eso soy José. Guillermo José.

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Locos de La Vela: tradición a todo color

Locos de La Vela tradición a todo color

Comparsa de «Los seguidores de Cuima» en el paseo Generalísimo Francisco de Miranda. Foto: Dubraska Vargas

Diablos en la Plaza Bolívar de La Vela

Diablos en la Plaza Bolívar de La Vela

Locos de La Vela: tradición a todo color 

 Guillermo Ramos Flamerich

Mucho antes que la constitución del país hablara sobre presidente o presidenta; gobernador o gobernadora, y que esto se apoderara del lenguaje oficial con lo rebuscado que significa: bachilleres y bachilleras; médicos y médicas, desde hace décadas, cada 28 de diciembre se admira el bailar de los Locos y Locainas de La Vela de Coro. Festividad que se apodera de todas las calles de un pueblo y es parte de eso que se llama tradición.

Resulta que el sol de La Vela deja ver los colores de cada cosa en su máxima expresión. Lo radiante y saturado hace que la vida sea un personaje que arropa cada alma u objeto que en ella transita. Entonces el Mar Caribe une a estos venezolanos con sus vecinos antillanos, y esa mezcla, que llamamos mestizaje, logra dar a luz –a la luz del sol del Caribe– un rico folklore que va desde las comparsas y disfraces hasta los ritmos que las acompañan en conmemoración a los Santos Inocentes, y por qué no, en burla y reproche a los poderosos que antes eran llamados amos.

Fue el sabor que da el tambor veleño lo que logró preparar el viaje. Escuchar –año tras año, cada 28– esas grabaciones de Un Solo Pueblo y de Olga Camacho y la Camachera, lo que un día de noviembre me hizo decir: «Dubraska, ¿y si nos vamos para La Vela? Toca conocer a esos locos». Y así, como la magia de los minutos que hablan los chef de televisión, allí estábamos. Frente a la Plaza Bolívar del pueblo, comiendo empanadas y al fondo una canción: Alúmbrame el zaguán. Un Solo Pueblo, otra vez. Los disfrazados estaban dispersos, las comparsas se empezaban a acomodar. «Alumbra, alumbra, alumbra, alúmbrame el zaguán/Eso se acostumbra en la Navidad», radiaba el perímetro de la plaza, pero estas ondas chocaban con la miniteca de la licorería Oasis. Allí mandaba el lema de: «Cerveza y reguetón pa’ todo el mundo».

El padre Moisés Rafael Galicia durante la misa en la Plaza Bolívar: «La adoración de estos personajes grotescos/hermosos/endemoniados, a la redención cristiana»

«La adoración de estos personajes grotescos/hermosos/endemoniados, a la redención cristiana». El padre Moisés Rafael Galicia durante la misa en la Plaza Bolívar

Los «Loquitos de La Vela». Foto: Dubraska Vargas

Los «Loquitos de La Vela». Foto: Dubraska Vargas

Y la Mojiganga la noche del 27 ya había recorrido las principales casas del pueblo. Este personaje es quien da inicio a la fiesta. Este año su máscara representa al anarquista V, ese que ahora usa el grupo Anonymous como imagen y que proviene de de la tira cómica V de venganza. Con su sombrero a lo Abraham Lincoln, y la elegancia de un traje negro, ya en la mañana del 28 se paseaba de nuevo por el pueblo, ahora como «cartero».

Frente a mi estaba la Mojiganga, parada, escuchando la prédica del padre Moisés Rafael Galicia. La misa en la plaza, el Niño Jesús en la plaza. La adoración de estos personajes grotescos/hermosos/endemoniados, a la redención cristiana.

Y todo esto nos lleva al sitio neurálgico de la fiesta: el paseo Francisco de Miranda. Frente al mar, frente a las lanchas y frente a todas las banderas que ha tenido Venezuela a lo largo de su historia. Allí se reúnen autoridades, jurado, y el público que rodea una arena con un centro adornado como brújula, en homenaje al Generalísimo y su expedición de 1806. A las 10:10 de la mañana se da el primer: «Aló, aló, probando», y veinte minutos después el despliegue de disfraces: el Dr. Sili Pérez, un bebé Elmo encarnado por un anciano, el Viagrero resucitador, la Vela Tinto, el Vallenatero loco, y el personaje más popular de 2012, Psy con el Gangnam Style, que a cada rato repetían: era el baile del caballo, y es que el loco bailaba con un caballo de madera, de esos que creemos y creamos como de carne y hueso en la niñez.

La Mojiganga en bicicleta (izquierda) y el  disfraz del personaje más famoso de 2012: Psy y su Gangnam Style (derecha)

La Mojiganga en bicicleta (izquierda) y el disfraz del personaje más famoso de 2012: Psy y su Gangnam Style (derecha). Fotos: Dubraska Vargas

Cada loco bailaba al son del tambor veleño. «En el puerto de La Vela, primer puerto de Falcón/Donde enarboló Miranda la bandera tricolor», parte de la letra que cantaba el grupo Combinación Veleña. Cada quien daba su «pasito», todo esto hasta casi mediodía. Carrozas monumentales, seres mitológicos, otro Psy con compañía, la Navidad con renos y hombre de nieve bajo ese calor, marionetas que bailan tambor, animales, serpientes, indios y dragones. Toda una ilusión de colores llenaba el paseo y esa magia era tal que no importaba el sol, la insolación, la brisa. Era La Vela, sus locos y locainas, no convenía pensar que toda esa gente reunida después iban a abarrotar cada lugar de comida, y los dos cajeros automáticos con que cuenta el pueblo.

Lo que ocurre después es música, carros con ritmo y cervezas que recorren cada esquina. Es esperar los resultados en la plaza La Antillana, hasta las diez de la noche. Son conjuntos para bailar, fuegos artificiales, parrillas y buhoneros que venden cualquier cosa. Es el saber que la tradición persiste a pesar de todo, y que los niños también se disfrazan con centauros y cíclopes a sus hombros. Que el disfraz popular individual de Gangam Style ganó, las marionetas bailarinas de Vertigo Dance, quedaron como el mejor disfraz popular en comparsa. Los Diablos Ancestrales resultaron los victoriosos como fantasía en comparsa mixta, y en fantasía monumental: Tierra de libélulas (individual) y los dragones Kolé Moza (comparsa).

La fiesta continua hasta el 29, cuando son premiados los disfraces ganadores. El pueblo poco a poco regresa a la calma y se prepara para el año nuevo. Quedan dos días para el 31 y a los organizadores se les renueva el ciclo de mantener viva la tradición. La petición de los más fieles: lograr crear la casa museo que aloje la historia de cada 28, así como elevar la festividad a Patrimonio Cultural Intangible de la Humanidad. Muchos son los deseos. También mucha es la unión de sectores. Saben que la continuidad de la memoria depende de cada uno de ellos.

Ganadores en la categoría Fantasía Monumental: Tierra de libélulas (derecha) y Kolé Moza (izquierda). Foto: Dubraska Vargas

Ganadores en la categoría Fantasía Monumental: Tierra de libélulas (izquierda) y Kolé Moza (derecha). Fotos: Dubraska Vargas

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