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Breve (y arbitrario) playlist de música venezolana

Toda selección es un hecho arbitrario. Aquí son 17 como número de suerte y manejable para escuchar con calma. Es un recorrido por la geografía venezolana, así como por diferentes épocas. No todas forman parte del canon de “lo venezolano”, pero todas las que están aquí así, en mi opinión, las considero: esencialmente venezolanas. Son retratos del país pasado, presente y futuro.

Playlist venezolano

1 Seis por Derecho – Intérprete: Alirio Díaz. Este joropo llevado por al maestro Antonio Lauro a la guitarra clásica, es de una belleza y reciedumbre que llama al alma venezolana. Alirio Díaz fue uno de nuestros más grandes guitarristas, un larense universal, considerado maestro de la guitarra clásica en el mundo, pero quien siempre divisó el humo de la aldea nativa:

2 Oración del Tabaco – Intérprete: María Rodríguez. Cumaná ha dado mujeres y hombres valiosos, llenos de talento e historia. María Rodríguez, fallecida hace ya algunos años, fue una cultora de la música del oriente venezolano. Es así como una superstición se convierte en poesía en su voz.

3 El loco Juan Carabina – Intérprete: Simón Díaz. ¿Qué te puedo contar de Simón? El gran cultor, el otro, además del Bolívar, que inspira lo mejor de nuestro gentilicio. Esta canción es un poema de Aquiles Nazoa. Tres locos en San Fernando de Apure: Aquiles, Juan Carabina y Simón.

4 Tiembla – Intérprete: Desorden Público. Esta canción, junto con Caribe, me inspira  a creer en este país, este continente, en la unidad de nuestras gentes. Porque el norte sigue mirando hacia abajo y el sur se ve más a sí mismo y se está hinchando… Y C4Trío, esa generación nuestra que con calidad y entrega, están haciendo de nuestra música algo más universal.

5 Golpe y Estribillo – Intérprete: María Teresa Chacín. Volvemos al oriente, uno de mis golpes favoritos, pero si a eso le sumamos que lo interpreta Matecha, es maravilla, pero si además de eso, conocemos que el director de la orquesta que la acompaña es Aldemaro Romero, mejor aún. Y pensar que esos sonidos que acompañan a esa voz es la Filarmónica de Londres. Todo junto para crear una joya verdaderamente hermosa.

6 Fin del cuento – Intérprete: Sentimiento Muerto. Ese rock sabroso y nihilista de los 80-90, disfruto esta canción a lo grande. Esto también es Venezuela.

7 Sentimiento Nacional – Intérprete: Guaco. Compuesta originalmente para un comercial de automóviles que nunca ocurrió, esta pieza de Ricardo Hernández es un clásico de Guaco, de su gran época de experimentación. Pero también un himno para siempre creer y crear el sentimiento nacional de nuestra Venezuela.

8 Caramelo e Chocolate – Intérprete: Sexteto Juventud. Esta canción me la enseñó desde chiquito mi mamá. Siempre la cantaba. Es solo una muestra de aquella salsa hecha en nuestro país a finales de la década de 1960.

9 Punto y Raya – Intérprete: Soledad Bravo. Composición de Aníbal Nazoa. Tan hermosa la voz como la letra, es solo un recuerdo de que son más las cosas que nos unen a los seres humanos que aquellas que nos separan. Las fronteras no existen, fueron creadas, lo permanente es buscarle un sentido a nuestro tránsito como individuos y sociedad.

10 Pa Maracaibo me voy – Intérprete: Billos Caracas Boys. Me gustaría hacer un playlist solo dedicado a canciones en honor a ciudades de Venezuela. Pero esta es representativa, emociona y de niño me hacía soñar, junto con las gaitas, la hermosura de la ciudad del sol amada.

11 Calipso de El Callao – Intérprete: Serenata Guayanesa. Estos genios a comienzos de los años 70 lograron popularizar en todo el país canciones del acervo del estado Bolívar. Fue una época de renacimiento para la música venezolana y le han dejado un imaginario musical tan extenso a este país, que ellos también son próceres, constructores de lo mejor de Venezuela.

12 Montilla – Intérprete: Lilia Vera. Ella es otra de las grandes cantoras de nuestra música tradicional y esta pieza es un corrío folklórico del siglo XIX. Habla del general Montilla, ese que llamaban el Tigre de Guaitó, por ser siempre vencedor hasta el día que murió en batalla. Es un héroe de esa zona entre Lara y Trujillo, y por allá dicen los cultores: ¡Viva el Tigre de Guaitó, nativo de esta región! ¡Que viva el general Montilla. Que viva la revolución!

13 Concierto en la Llanura – Intérprete Juan Vicente Torrealba. El maestro Juan Vicente tiene 101 años, ha visto mucho de los cambios de Venezuela. Su legado es inmenso como arpista y compositor. Esta pieza es una ofrenda al llano, la frescura de un nuevo comienzo, y un canon en muchas partes del mundo, donde se utiliza como referencia para los arpistas que quieren graduarse como tal.

14 Tin Marín – Intérprete: Alí Primera. Esta canción está dedicada al Grupo Madera, después del accidente en el que murieran prácticamente todos sus miembros, mientras navegaban en Amazonas. Conjuga lo mejor de Alí, su poesía y el uso de los sonidos del pueblo para convertir la vida en un cantar.

15 Tambor de Caraballeda – Intérprete: Un Solo Pueblo. Esta es de las más conocidas piezas de tambor venezolano. El leo leo le, es ya algo de nuestras fiestas y que nos representa en el exterior. Y Un Solo Pueblo, para mí, de esas grandes agrupaciones que crearon y reinterpretaron la conexión de los venezolanos con su música.

16 Cuchi-Cuchi – Intérprete: Los Amigos Invisibles. Y pensar que este grupo se llama así como homenaje a Arturo Uslar Pietri… El disco Arepa 3000, en su totalidad, es una oda a la venezolanidad. Quizás por eso la proyección de este grupo más allá de nuestras fronteras.

17 El Gavilán – Trabuco venezolano. Y finalizo con esta canción del folklore, pero reinterpretado por el Trabuco venezolano, un grupo de salsa de la buena de hace varias décadas atrás. Sabrosita para escuchar, para bailar y para renovar las esperanzas de un país que siempre nace. Pasa las adversidades y se remonta a lo más alto para saberse dueño de su futuro.

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Lo que una a Caracas con su león

El relieve del original escudo caraqueño en un edificio que es símbolo de la ciudad y del país, la también abandonada Biblioteca Nacional
Foto: Carlos Arveláiz

Lo que une a Caracas con su león

Por Guillermo Ramos Flamerich

Un león de lengua serpentina me observa desde lo lejos. Con sus patas sostiene un blasón en el que está impresa una cruz. Cuando intento mirarlo fijamente desaparece, se difumina. Pero luego regresa, con más fuerza, entonces empiezo a escribir y allí vuelvo a la realidad. Ese león que ha sido el estandarte de mi ciudad ya no existe, o al menos oficialmente, luego del decreto firmado por el chavismo. De la noche a la mañana ha aparecido un nuevo emblema para Caracas. Es partidista y no cumple con la labor originaria de todo símbolo, el cual es unir y formar comunidad. Sus trazos y figuras son vacíos ya que no nacen ni de la tradición o el debate, sino de la hipocresía de quienes se consideran los únicos dueños de la ciudad. El caraqueño José Ignacio Cabrujas afirmaba que nuestra urbe pertenecía al «ámbito de la destrucción deliberada». Borran su memoria porque no la aceptan. Hoy se utilizan las reivindicaciones decoloniales como antes se barrían las viejas casonas a partir de la idea del progreso.  

A mediados del siglo XX, a punta de asfalto y concreto, se ocultaba todo lo que parecía pueblerino. En el XXI, se desaparece todo rastro de la primera ciudad, pero también de la que construimos los caraqueños en el último siglo. Al principio fue la desidia la que destruyó plazas y esculturas. A eso se unió la mítica locura de quienes quieren cambiarlo todo porque saben que en la desmemoria radica el control social. Los que viven en un continuo presente no pueden reflexionar acerca de lo que hicieron en el pasado y mucho menos tener una idea del futuro que quieren construir.

El escudo de armas del león coronado, es decir de Santiago de León de Caracas, trae consigo dos orígenes. El primero es el que nos lleva a 1591 y a la petición de Simón Bolívar y Castro, antepasado del Libertador, que hiciera al rey Felipe II de una heráldica para la capital de la Provincia de Venezuela. Durante la dominación española este escudo apareció en los planos de la ciudad, en el real pendón de 1789 y el cuadro Nuestra Señora de Caracas, del pintor Juan Pedro López, abuelo de Andrés Bello. Durante la independencia, el león se utilizó en monedas y documentos oficiales hasta 1819. Luego de esta fecha fue completamente olvidado hasta 1883. Nos recuerda el historiador Carlos F. Duarte que fue el gremio de sastres quienes ofrecieron una pintura del escudo en papel de seda, en la celebración del primer centenario del Libertador, y en reminiscencia de que fue el primer Bolívar quien hizo la gestión para obtenerlo.

El segundo origen fue su recuperación, la cual ocurrió en gran medida gracias a la labor de dos grandes amantes de la historia caraqueña, Arístides Rojas y Enrique Bernardo Núñez. «¿Cómo es posible, nos hemos preguntado muchas veces, que una ciudad abandone el más bello recuerdo de sus primeros días?», se preguntó Rojas a finales del siglo XIX en una crónica que tituló «El escudo de armas de la antigua Caracas». Décadas después Enrique Bernardo Núñez, cronista de la ciudad, se empeña en concientizar sobre el patrimonio que representa el escudo leonino. Escribe sobre su historia y lo utiliza para ilustrar la cubierta de uno de sus libros más conocidos: La ciudad de los techos rojos (1947). Esta portada recrea el viejo escudo que se encontraba en la fuente de la Esquina de Muñoz. Era una alerta que enviaba el cronista para evitar su posible destrucción. A los pocos años fue destruida, pero un molde de aquella fuente y su escudo perdura hasta el día de hoy en la Quinta de Anauco.

El escudo caraqueño en esa joya de la ciudad que es la Quinta de Anauco

Después de este trabajo por crear conciencia del patrimonio simbólico de la ciudad, es a partir de 1947 que podemos hablar del uso oficial y popular del escudo. Apareció de nuevo como sello, souvenir, en espacios públicos y uno que a mi me encanta, el relieve que se encuentra en la sede de la Biblioteca Nacional. El león continuó su camino afincándose en un equipo de béisbol nacional, en un canal de televisión, en colegios, centros de salud, locales nocturnos y en el imaginario de una ciudad que lo adoptó como mascota. En abril de 2022 un grupúsculo, prescindible y olvidable, decidió darle sentencia de muerte. Vaya que resulta más fácil destruir que construir.

Porque Caracas no necesita que reescriban su historia, sino que se construya una más incluyente y armónica. Los pasos hacia el futuro que debe dar la ciudad, es a reivindicar todas las facetas de su pasado y atender sus necesidades en el ahora. Esta es una ciudad que requiere más espacios verdes para la recreación y la cultura. Nuevas bibliotecas, canchas deportivas y caminerías. El saneamiento del río Guaire, la integración de la ciudad informal con la formal. Un transporte público de primera, servicios básicos al acceso de todos. Recuperar y reconstruir la ciudad no para que vuelva a un pasado que se revisita como bucólico, sino para no cometer los mismos errores y construir un entorno sustentable.

En estos nuevos lugares se pueden hacer los verdaderos homenajes a los grupos históricamente excluidos, nombrándolos, contando su historia. No con la burda fachada que utilizan desde el poder para ocultar los múltiples crímenes contra la ciudad. Mientras tanto, los caraqueños que la sentimos y la amamos, seguiremos soñándola, descubriéndola en su pasado y su presente. El león, si realmente nos simboliza, volverá con más fuerza en el tiempo. Así pasó en otros momentos y seguramente así ocurrirá. Sin embargo, y pensando en todo lo que se ha hecho, recuerdo también aquello que dijo el caraqueño Aquiles Nazoa en su Caracas física y espiritual: «Pero no hay en Venezuela una ley —ni por lo visto una autoridad que defienda el derecho de las ciudades a ser bellas».

Para conocer más a fondo la historia de este símbolo, recomiendo la obra de Carlos F. Duarte: El Escudo de Armas de la ciudad de Santiago de León de Caracas (Museo de Arte Colonial de Caracas, 2002).

*Publicado originalmente en Cinco8 el 14 de abril de 2022

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De cómo Vicente Emilio Sojo rescató al «Niño lindo»

Vicente Emilio Sojo, aquí en una foto de 1973, fue tanto un renovador como un protector del pasado musical de Venezuela.

De cómo Vicente Emilio Sojo rescató al «Niño lindo»

Por Guillermo Ramos Flamerich

A ti que en estos días decembrinos has montado el arbolito y el pesebre, decorado la casa con tus familiares—juntos o a la distancia—y que quizás estés ayudando a la pequeña del hogar a que toque los primeros acordes del «Niño lindo». A ti a quien la temporada navideña sabe a hallacas y te has dado cuenta de que suena de una manera singular. Es a ti a quien quiero contarte la historia de cómo muchos de los aguinaldos venezolanos estuvieron a punto de perderse. 

Si se salvaron fue por el empeño de un maestro y sus discípulos en las primeras décadas del siglo XX.

Al evocar el nombre de Vicente Emilio Sojo lo primero que recuerdo es la veneración que le tenía mi abuela Dilia. Por eso desde muy pequeño empecé a conocer sobre esta figura casi mítica de bigote de morsa y mirada perdida en la concentración, como lo había dibujado Reinaldo Colmenares, un vecino pintor a quien mi abuela le había encomendado los retratos de mi abuelo Víctor Guillermo y su hermano Pedro Antonio Ramos junto al Maestro Sojo en medio de los dos, como si fuera un integrante principal de la familia. En la biblioteca familiar encontré uno que otro libro con su obra y hasta un cómic acerca de su vida. En los álbumes familiares también estaba presente. Sabía que era un músico, pero su importancia se fue revelando poco a poco mientras más me interesaba en mi identidad como venezolano.

Vicente Emilio Sojo nació el 8 de diciembre de 1887 en Guatire. Este lugar, reconocido por la Parranda de San Pedro y su «conserva de cidra», ha sido cuna de poetas, políticos y de dos personajes esenciales para entender la historia musical del país. El primero de ellos fue Pedro Palacios y Sojo, el «Padre Sojo», un sacerdote que a mediados de la década de 1780 fundó la Escuela de Chacao, donde formó a una generación de músicos que vivieron el paso entre la colonia, la independencia y el nacimiento de la república. El otro Sojo, Vicente Emilio –aunque sin relación familiar– tuvo la triple tarea de salvaguardar el patrimonio, formar a una nueva generación y modernizar la música académica venezolana.

Vicente Emilio Sojo en una foto de 1944 perteneciente a la colección de Dilia Díaz Cisneros.

Sojo se había criado en una familia de músicos. Su abuelo Domingo Castro, además de soldado en la Guerra Federal era el autor de esa canción que reza: «¡Oligarcas temblad, viva la libertad!», tan manoseada en las últimas décadas. Antes de cumplir los diecinueve Vicente Emilio partió a Caracas para continuar con sus estudios en la Escuela de Música y Declamación.

El aguinaldo: entre lo divino y lo profano

Eran los primeros días de diciembre de 1999 cuando mi papá recibió una llamada de mi abuela pidiéndole que le acompañara a la Fundación Vicente Emilio Sojo. Acababan de publicar el álbum Aguinaldos venezolanos del siglo XIX, una recopilación de 28 canciones grabadas por el Orfeón Lamas bajo la dirección del Maestro Sojo. A los días, pude revisar el disco junto a ella, mi papá y mis tíos. Eran canciones que yo había escuchado en el colegio, en la televisión. Entonces le pregunté: ¿qué tiene de especial este disco? Mi abuela se sentó a mi lado y abrimos juntos el cuadernillo que venía inserto en el estuche y empezó a leérmelo. En un breve ensayo, el musicólogo Felipe Sangiorgi nos contaba que el aguinaldo tradicional venezolano tenía como origen el villancico español, pero en el siglo XIX había adquirido características muy propias.

El aguinaldo tomó elementos de la danza y contradanza; luego se fue mezclando con el esquema rítmico del merengue y la guasa; y en su ejecución integró instrumentos populares.

Asimismo, se pueden dividir en dos grupos: los «divinos» –«Cantemos alegres», «Nació el redentor», «Espléndida noche»– y los «profanos» o de parranda –«Si acaso algún vecino», «Tuntún», «Parranda»–. El auge del aguinaldo venezolano comenzó en las décadas finales del siglo XIX gracias a las composiciones de Ricardo Pérez, Rogerio Caraballo, Ramón Montero y Rafael Izaza. Aunque permanecen desconocidos los autores de canciones que se harían tan populares como «Niño lindo» o «La jornada» (Din, din, din, es hora de partir…). Porque, así como tuvieron su apogeo en las noches de fiesta decembrina, con los grupos que se reunían a tocar en las plazas e iglesias de nuestras pequeñísimas ciudades, los aguinaldos parecían no tener lugar en la Venezuela de intensos cambios del siglo XX. Mientras el país iba dando pasos en su camino hacia una modernidad deseada, se desdeñaba su pasado rural.

En 1928, el divertimento de emular a un coro de cosacos que había estado de visita en Caracas llevó a Vicente Emilio Sojo, junto a Juan Bautista Plaza, los hermanos Calcaño y Moisés Moleiro, a fundar el Orfeón Lamas. En 1930 presentaron su primer concierto oficial y en paralelo estaban fundando la Orquesta Sinfónica Venezuela. En la primera etapa se dedicaron a representar piezas del repertorio clásico universal y algunas composiciones propias. Para ese entonces Sojo ya era el creador de un Himno a Bolívar (1911); la Misa cromática (1923) y Palabras de Cristo en el calvario (1925), entre las más resaltantes. En la Escuela Superior de Música fue el mentor de la generación que produjo obras como la Cantata Criolla (de Antonio Estévez), Margariteña (de Inocente Carreño) y Santa Cruz de Pacairigua (de Evencio Castellanos). En la casona contigua a la Santa Capilla se formaron músicos como Blanca Estrella de Méscoli, Antonio Lauro, Ángel Sauce, Gonzalo Castellanos, Teo Capriles, Víctor Guillermo Ramos, Rhazes Hernández López y Pedro Antonio Ríos Reyna. Estos fueron algunos de los representantes de la llamada «Escuela nacionalista» en la música académica venezolana.

El rescate de «Niño lindo»

No sé si Sojo estaba pensando en construir un puente entre la tradición y la modernidad cuando en 1937 comenzó, junto a sus discípulos, la recopilación, transcripción y armonización de canciones populares venezolanas del siglo XIX y comienzos del XX. En esta labor logró salvar unas doscientas, cincuenta de ellas pertenecientes al repertorio de aguinaldos. La misión era conservarlas lo más fiel posible al deseo de sus autores y a cómo se interpretaron en su tiempo. Para ello se apoyó en su alumno Evencio Castellanos, quien precisaba detalles en el piano.

El 24 de diciembre de 1938, en la Santa Capilla, Sojo realizó un primer concierto con el Orfeón Lamas dedicado a los aguinaldos venezolanos. Durante dos décadas fue tradición la realización de tres presentaciones anuales: la primera el 20 de diciembre en la Escuela Superior de Música, y las otras, el 25 de diciembre y 1 de enero, en la Basílica de Santa Teresa. También había presentaciones especiales fuera de la capital.

Después de casi una década de trabajo de campo y revisión de manuscritos, Sojo publicó el primer cuaderno de Aguinaldos populares y venezolanos para la Noche Buena (1945), con piezas recogidas en San Pedro de los Altos, estado Miranda. Al año siguiente apareció un segundo cuaderno y las canciones fueron teniendo pegada e interpretadas por nuevas agrupaciones y solistas, dejando a un lado el olvido y convirtiéndose en referente de la Navidad venezolana.

El escritor cubano Alejo Carpentier dijo en 1951: «Suerte tiene Venezuela de conservar una tradición que le viene de muy lejos, y haber tenido músicos que a tiempo se aplicaron a anotar, armonizar, editar, lo que el debilitamiento de una tradición oral ha dejado de perderse, irremisiblemente, en otros países».

Revisando con mi abuela las fotos del cuadernillo, encontramos una donde salía por entero el orfeón. En la segunda fila, a un extremo, se dejaba ver una muchacha que se parecía a ella. Era ella. Aunque por poco tiempo, mi abuela Dilia había sido parte del Orfeón Lamas, y allí conoció a mi abuelo Víctor Guillermo. Resulta ser que el padrino de la boda había sido el Maestro Sojo.

El aprecio y devoción por su figura siempre estuvo presente en ellos. Vicente Emilio Sojo, el de las dos artes: el de la música y el de vivir con dignidad, como lo definió Ramón J. Velásquez, viajó por primera vez a Europa al llegar a la vejez y con el inicio de la democracia en 1958 fue electo senador. Falleció a los 86 años, el 11 de agosto de 1974. De cumplirse lo que escuchábamos en la infancia, seguramente ese diciembre fue a cenar al Cielo, invitado por el «Niño lindo» como forma de agradecimiento por resguardar los sonidos de la Nochebuena.

*Publicado originalmente en Cinco8 el 23 de diciembre de 2021

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Majenye, más allá del arte «post-chabacano»

Carlos Luis Sánchez Becerra (2021). Foto: Anthony González López

Majenye, más allá del arte «post-chabacano»

Por Guillermo Ramos Flamerich

Carlos Luis Sánchez Becerra (Maracaibo, 1987), de seudónimo Majenye, es un artista visual y cantautor que está sintetizando en su obra la tradición, humor y clichés venezolanos con las reivindicaciones por la diversidad

Personajes con rostros de animales, un Simón Bolívar Shivaista o con unos glúteos enormes, Arturo Uslar Pietri voluptuoso pidiendo que se escuche su mensaje, Homero Simpson en Carora, o el doctor José Gregorio Hernández multicolor. Parece que casi ningún tema es ajeno a Majenye, mientras esto pase por el tamiz de trastocar las cosas con elementos populares y locales. Como el dúo imposible de Michael Jackson y Alí Primera, no solo por haberlos dibujado juntos, también por versionar Los techos de cartón con la música de Billie Jean. De avatares como estos está poblada su obra.  

«Pipa de fumar que usaban los antiguos», eso significa Majenye en yukpa. El artista recuerda cómo llegó a ese nombre. En el 2009 viajó con varios amigos a la Sierra de Perijá (estado Zulia). Allí, durante la visita a la comunidad indígena en Chirime, a cada integrante del grupo le dieron un nombre particular. El de Carlos fue Majenye. Una de sus alegrías al atesorar ese nombre no es solo su origen, también porque como es una palabra «casi única» (dice el artista que también es el nombre de una marca africana de maquillaje), cuando la gente lo busca en Google aparece sobre todo su obra.

La historia de Carlos antes de ser Majenye comenzó en Maracaibo, donde nació un 18 de julio. De padres tachirenses, todos los años viajaba a San Cristóbal, mientras tanto y de regreso a su ciudad, los contrastes entre lo zuliano y lo andino quizás fomentaron su timidez: «Sentía que hablaban diferente. Una vez una muchacha se me acercó a hablarme y no le entendí nada y me puse a llorar».

¿Cómo te iniciaste en el dibujo?

Desde niño dibujaba todo el día en clase. Me refugié en el dibujo como una manera obsesiva y algo terapéutica. Comencé pintando dibujos animados que veía: He-Man, Dragon Ball, Sailor Moon, Tortugas Ninja, los Ositos Cariñositos, Mi Pequeño Pony. Me hubiese gustado leer más, pero solo veía televisión. Después de ver comiquitas me puse a investigar el surrealismo. Pero ahora he vuelto a esa etapa infantil y estoy haciendo mis propias caricaturas y animaciones.

Y de allí directo a estudiar arte…

—Me gradué en La Universidad del Zulia, en artes plásticas mención pintura. El Zulia influyó en mi trabajo, el colorido de sus artistas. A diferencia de Caracas el Zulia tiene muchos artistas figurativos. Pero en Caracas, desde Soto y Cruz-Diez, es más importante la abstracción geométrica y el cinetismo. Pero en Maracaibo la figuración con artistas como Ángel Peña, Henry Bermúdez, Carmelo Niño es muy importante. También las cuatro etnias indígenas influyen en la forma del arte que se hace, el colorido es increíble. Por eso empecé a dibujar con marcadores, para recrear esa fuerza del color de los tapices wayuu.

Y el color se convirtió en su energía. En 2008 ganó una mención honorífica en Alicante, España, en la bienal de pintura «Miradas de Hispanoamérica». En 2012 vivió una temporada en el «Nuevo Circo de Caracas», lugar en el que aprendió algo de contorsionismo. A los 27 años partió de Maracaibo y se fue a vivir a Carora con su pareja actual.

—¿Cuáles son las principales temáticas de Majenye?

—A mí me interesan muchas cosas: lo venezolano, lo queer, lo humorístico, la literatura venezolana… Si te pones a pensar, cualquier hecho local puede ser muy universal si uno lo desgrana, lo pelas como un cambur. Siento que si uno investiga y busca muy bien se consiguen formas de originalidad que no van a haber en otros países. Muchos pintaron a Madonna, pero muy pocos a Lila Morillo.

Y el artista menciona a Lila Morillo no por simple retórica. Es uno de los personajes de la cultura pop venezolana que más ha dibujado y con la cual ha buscado hacer una simbiosis con referentes de la cultura pop mundial. Lila en todas las formas y situaciones: como David Bowie, Frida Kahlo, como protagonista de Resident Evil, Michael Jackson, Xena, en fin…

Las dos Lilas (2014).

—Lila Morillo, ¿musa y obsesión?

—Tengo muchos años ya que no pinto a Lila Morillo, porque había exagerado. Me dediqué dos años a dibujarla. Al principio lo hacía a manera de chiste. Yo estaba en Valencia, en casa de un amigo, viendo televisión. En un programa del día de las madres, le hicieron un homenaje a la mamá de Lila Morillo. Fue algo enternecedor y gracioso. Decidí hacer una caricatura de Lila Morillo como Pocahontas. De tanto investigar terminó gustándome. Porque me di cuenta de que tenía una voz demasiado preciosa, unos vestidos, una estética muy particular. El hecho de que cantara canciones del folklore venezolano, de que se haya sometido tantas a tantos tratamientos estéticos, para verse a los ochenta años tan bien, implica un compromiso como artista escénico. El hecho de que esté tan presente en la cultura venezolana. Yo hice un meme de Lila con todos los presidentes de Venezuela que han vivido mientras ella ha vivido y una foto de ella en la época. Con eso también hice una canción.

Pero Lila no es el único personaje del universo Majenye. Al revisar sus redes sociales encontramos todo un desfile: Diosa Canales bañándose con un barril de petróleo, el caníbal Dorángel Vargas, Led Varela, Simón Díaz. Anécdotas de Óscar Yanes, cuentos de Julio Garmendia, Renato Rodríguez y Antonieta Madrid. Y durante un buen tiempo caricaturas de denuncia política.

—¿Por qué has dejado de hacer dibujos con contenido político?

—He hecho caricaturas fuertes contra Nicolás Maduro. Pero ya no siento que el arte haga algo. Hay una desesperanza de un cambio político a través del arte. Pero no la hay con la vida diaria. A pesar de que hay un montón de carencias y hasta cuesta viajar de un estado a otro. Sumado a la pandemia y a la crisis económica. También está la amargura que uno debe llevar por subir contenido político. El arte envejece muy mal cuando trata temas muy cotidianos, aunque se vuelve un archivo histórico. Pero el archivo histórico y el arte no son lo mismo.

Este año subiste a tus redes una canción animada en la que recorres la historia del arte venezolano, de lo precolombino hasta lo que denominas como «post-chabacano». Majenye, entre la pintura, el meme y el comic, ¿es un artista post-chabacano? 

—Hay una frase del escritor Milan Kundera que dice «la belleza es un mundo traicionado. Solo podemos encontrarla cuando sus perseguidores la han dejado olvidada en algún sitio». Yo siento que hay un montón de cosas que nos parecen chabacanas, ordinarias, de mal gusto, kitsch, que tienen un gran valor estético, conceptual, emocional y cultural. Trato de encontrar eso para darle una validez artística, por eso me interesa tanto la cultura pop venezolana como «Maldita mujer» del programa Justicia para Todos.

—¿Qué viene ahora para Majenye?

—Estoy realizado un libro de 12 páginas, una historia corta. Va a ser serigrafiado a mano. Una historia totalmente surrealista y fantástica en la que me autorretrato en diferentes situaciones y paisajes. La edición será en la Macolla Creativa. Mis libros van a ser pintados a mano la portada y la contraportada. La portada es mi cara, la contraportada es la parte de atrás de mi cabeza, pero con ojos y bocas. Algo muy perturbador.

*Publicado originalmente en La Gran Aldea el 2 de julio de 2021

Bolívar caroreño (2019).

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Vicente Emilio Sojo; por Ramón J. Velásquez (1951)

Vicente Emilio Sojo - Archivo Victor Guillermo Ramos Rangel

Vicente Emilio Sojo en la Escuela Superior de Música José Ángel Lamas – Archivo de Víctor Guillermo Ramos Rangel.

Vicente Emilio Sojo o el arte de vivir con dignidad

Por Ramón J. Velásquez

Publicado por la Revista Signo, el 14 de julio de 1951. 

Tomado de la Sala Virtual Ramón J. Velásquez – UCAB.

Sin peligro de equivocación

En el tumulto de la mañana caraqueña, todos los días de labor, al filo de las ocho, entre Santa Capilla y Veroes, es fácil encontrar a un caballero cincuentón, de paso ágil y firme, de mirada altiva, de tez morena y de enhiestos bigotes canos. Viste con irreprochable seriedad, usa siempre tonos oscuros, jamás abandona el chaleco y por lo regular lleva bajo el brazo, un bastón negro. Pero de repente, mientras camina y acaso sin darse cuenta, toma el bastón por la empuñadura y con gestos nerviosos va golpeando el pavimento como si quisiera llevar la medida o lograr un extraño acompañamiento para el monólogo mental que va enhebrando.

Al transeúnte curioso no le será difícil sacar conclusiones acerca de la personalidad del mañanero señor. De golpe se adivina que es un hombre de una sola pieza, dueño de una brusca y peligrosa sinceridad. Bizarro y romántico lo podría definir algún estudiante de retórica, amigo de los adjetivos sonoros. Y a fe que no estaría desacertada la definición, porque hay bizarría en el porte y romanticismo en el cuidado celoso de los bigotes ya abolidos en el universo de la elegancia y en el cariño con que lleva su chaleco y su bastón, prendas ya liquidadas en el catálogo de la moda caraqueña.

Quien tan directa impresión de nitidez moral y de entereza humana da, es un venezolano que ha cultivado a lo largo de su vida, con tesón campesino, dos artes: el de la música y el de vivir con dignidad, ambos poco productivos, pero ricos en satisfacciones interiores.

Paisaje infantil

El personaje se llama Vicente Emilio Sojo y nació en tierras mirandinas. El paisaje de estas regiones cálidas y pródigas, sintetiza mejor que cualquier otro, la vida y pasión de Venezuela.

Entre el mar y el llano, atravesado por las montañas costeras, ha sido esta la tierra fundamental en el drama agrario del país. Entre el verde sombrío de los cacaotales creció el odio del esclavo, se ahondó el abismo de las castas y nació en fin, la voluntad libertadora del mestizo venezolano.

A través de las canciones y bailes, de los mitos y leyendas que han nacido y corren por tierras de Miranda, se podía escribir el tratado más completo de la historia social venezolana.

El campesino analfabeto de estas tierras, entiende mejor a su país que muchos civilizados doctores de la capital. Para su sensibilidad están presentes y visibles, valores y notas que se borran en el ambiente ciudadano.

Guatire está a medio camino entre las dos subregiones en que económicamente se divide la comarca: el Valle del Tuy y Barlovento. Ahogado entre el verde tierno de los cañamelares, adormecido por su río, dominado por las vecinas montañas, el pueblo vive la existencia monótona de toda comunidad semirural. De día, muchos se dedican a las tareas agrícolas; escasos al comercio y muy pocos, al suave ocio de hamaca y sombra que protege y justifica el eterno calor de la región. En las noches tibias se repiten los temas y pronto los comentarios adquieren calidad de preceptos: la buena cosecha; la mala cosecha; la guerra; el invierno; las enfermedades; Guzmán y Crespo. Va y viene la conversación de uno a otro extremo de estos temas, como un péndulo. Para huir del fastidio, aquí como bajo todas las latitudes, sólo queda un camino: la música. En la paz nocturna de los pueblos, la serenata florece como un camino de fuga.

1887 es el año del nacimiento de Vicente Emilio Sojo. Recibe las aguas bautismales en la Santa Iglesia Parroquial de Santa Cruz de Pacarigua y Valle de Guatire o simplemente Guatire, su pueblo natal. Es un tiempo de relativa paz y bienandanza en Venezuela. Se acaba de embarcar Guzmán Blanco rumbo a París, después de diecisiete años de absoluta dominación personal. Crespo anda caído y disgustado. Dentro de pocos meses, comenzará el período lleno de sorpresas, de Juan Pablo Rojas Paúl. En este año se recibe en Guatire una noticia de cierta importancia: en New York ha muerto la primera gloria literaria del pueblo, el fácil y popular poeta Elías Calixto Pompa, cuyos sonetos «ESTUDIA», «TRABAJA» y «DESCANSA» están unidos a los primeros recuerdos escolares de muchas generaciones venezolanas.

¡Oligarcas temblad!

En este ambiente amable y tranquilo, crece Vicente Emilio. La vida brinda satisfacciones elementales. Sus familiares, campesinos y artesanos sembrados desde remotos lustros en este pedazo de tierra, tienen toda una historia de dolor y alegría que contar. En ocasiones relatan al niño ansioso de cuentos, la vida y milagros de un abuelo cercano, Domingo Castro, muerto en una trinchera de la esquina del Principal, en Caracas, cuando la Revolución de los Azules.

Domingo Castro fue también soldado de la guerra federal. Desde los tumultos guzmancistas del año 44, Venezuela venía como bestia inquieta. En palabras y obras se adivinaba un desasosiego que no curaban reformas constitucionales, ni golpes de Estado. Por los caminos del llano, extraños profetas hablaban lenguaje de destrucción. Humildes tenderos y oscuros labriegos se transfiguraban ante el verbo de los predicadores laicos y abandonaban zarazas y azadones, para convertirse en soldados de un ejército innumerable: el del «Pueblo Soberano». El machete de Ezequiel Zamora, era la espada del Ángel Vengador. «La hora de las furias desatadas» llama con gran acierto Briceño lragorry, a este tumulto social cuyas consecuencias aún se reflejan en la vida venezolana.

En la guerra, la canción y el aguardiente mantienen en el soldado, el ánimo tenso y el corazón dispuesto para la jugada de la muerte. Verso y música provocan una borrachera heroica y no queda por delante, enemigo que no pueda ser vencido. Domingo Castro, como los miles y miles de provincianos que concurrieron a esta cita no entendía la justicia trascendental de la revolución federalista, pero si sentía en su corazón el profundo odio colectivo contra la clase dominadora. Reflejo de esta situación espiritual fue la canción «¡Oligarcas temblad!» que compuso Castro en aquellos días y que pronto se hizo himno oficial de combatientes, rito obligado en la noche de los campamentos, pretexto para hacer más liviana la marcha sin fin y motivo de espanto para las mujeres y los hijos de los oligarcas refugiados en el fondo de las casas o fugitivos por caminos infestados de partidas federalistas.

El caso del abuelo Domingo Castro debió impresionar de manera especial la sensibilidad del niño. De la infancia, quedan modelos eternos. Esta sería una de las explicaciones que podía darse de esa irreductible posición de amigo de la libertad y del pueblo que el artista Vicente Emilio Sojo ha mantenido, sin quebranto, a lo largo de toda su vida.

Venezuela, país macrocefálico

Venezuela es un país macrocefálico. La inmensa y poderosa cabeza que es su capital, contrasta de manera violenta con el raquitismo, pobreza y soledad de sus provincias. Caracas es la meta final de todas las ambiciones y apetitos venezolanos. En Caracas se decide la suerte de los hombres y de los partidos. Es un diario tributo al auge y poderío de la gran ciudad. «Crisol de la nacionalidad», llaman algunos a esta tradicional situación. «Sangría de la provincia», la denominan otros.

Sangría o crisol es lo cierto que Vicente Emilio Sojo también llegó a tocar a las puertas de Caracas, cerca ya de los veinte años. Venía a la conquista de la capital y para ganar el pan, sin caer en tentaciones que desgastaran su voluntad, traía aprendido un oficio, además de sus conocimientos musicales: el de tabaquero.

Hasta entonces había vivido en su pueblo natal. Bajo la dirección de don Régulo Rico, Maestro de Capilla de la Iglesia Parroquial de Santa Cruz de Guatire estudió canto y solfeo y más tarde violín, flauta, trombón y otros instrumentos de pistones. Fiestas y serenatas eran obligación en la vida romántica del maestro Rico. Allí iba con su discípulo que ya era un consumado artista de la guitarra a alegrar las horas muertas de las señoritas del pueblo, con el inmenso repertorio de las canciones venezolanas. Años más tarde, el maestro Sojo habrá de salvar muchas de estas hermosas composiciones, al incluirlas en sus Cuadernos de Canciones Populares.

Esta Caracas de 1906, a la cual llega el joven Sojo, no es el sitio más propicio para las empresas artísticas. Hace seis años que dominan los andinos. Por las tardes, jinete en su caballo blanco, recorre las calles de la ciudad y saluda agitando su pañuelo blanco, otro provinciano, nativo de una remota región fronteriza y ahora llamado el Restaurador de Venezuela: Castro. Es un gran bailarín y premia a los autores de valses y polkas. La vida en la capital es apacible. De tarde en tarde, viene alguna Compañía de Opera que casi siempre se desintegra a poco de llegar. Músicos y cantantes, quedan en Caracas como náufragos y utilizan su tiempo, en enseñar canto y música. De vez en cuando, con motivos de beneficencia, se realizan veladas en el «Municipal» en donde damas de la sociedad interpretan arias y ejecutan sonatas, en medio del aplauso de un familiar público y de las notas de «El Constitucional», el diario de la época que comenta la velada como «signo de los nuevos tiempos de cultura y progreso que con la presencia del Ilustre Restaurador han llegado para Venezuela».

A Sojo que está dedicado a lograr sus propósitos, no le interesan estos sucesos, ni tales personajes. La música es su meta y alcanzarla, se entrega con pasión devoradora. Pronto ingresa a la Academia de Bellas Artes. Dicta la cátedra de armonía el maestro Delgado Pardo. También frecuenta y escucha las enseñanzas del maestro italiano Primo Moschini. En el año 1913, compone un Cuarteto de Cuerdas. Y el año siguiente escribe su primera Misa para Tres Voces y Órgano. Luego debían venir numerosas composiciones de música religiosa y coral como el Réquiem a la memoria del Libertador, varios Himnos y Salmos, un Te Deum, tres Misas y algunas Cantatas y Motetes. Su capacidad y su preparación empiezan a ser reconocidas y en el año de 1921, se le nombra Profesor de Teoría en la Escuela de Música, de la cual andando los años llegaría a ser su Director y más eficaz animador.

Bajo la sombra de los bigotes enhiestos

Avanzaban los años, pero el clima para las manifestaciones del arte, seguía siendo mortífero. Los personajes del gomecismo compartían la creencia de que música y pintura eran refinadas manifestaciones del ocio urbano. Dedicar el tiempo al estudio de la armonía era perder miserablemente una vida que podía dedicarse a menesteres prácticos y productivos. La música es inspiración y nada más, afirmaban dogmáticos y contaban luego para reforzar sus tesis, como en sus días juveniles habían «tocado y compuesto piezas por fantasía».

Esta situación se reflejaba en la vida lánguida que mantenía la Escuela de Música. Sin útiles, con un presupuesto de beneficencia, con sueldos de hambre, así se mantuvo el instituto, sostenido más que por la mezquina ayuda del Estado, por la voluntad de maestros y alumnos.

En aquel ambiente enrarecido, sin apoyo ni esperanzas, nacieron bajo la tutoría del maestro Vicente Emilio Sojo, dos instituciones que han determinado a lo largo de sus veinte años de vida, un cambio radical en el mundo cultural venezolano: la Orquesta Sinfónica Venezuela y el Orfeón Lamas.
Bajo la sombra de aquellos bigotes enhiestos se juntaron cuantos estaban empeñados no sólo en hacer música, sino cuantos deseaban modificar una situación de estancamiento y de absurda indiferencia oficial y popular frente a las exigencias de la cultura.

Un 24 de junio, día de Carabobo, se presenta por vez primera la Orquesta Sinfónica, en el escenario del Municipal. Era el año de 1930.

Un Viernes de Concilio, se presenta igualmente ante el público caraqueño el Orfeón Lamas, con un programa de música religiosa confeccionada a base de los autores venezolanos de la etapa colonial. Lamas, Colón, Caro, Velázquez, Carreño y Olivares recobran en el retorno, su exacta dimensión de fundadores.

Otros tiempos y otra gente

Y en verdad, estaban llegando nuevos tiempos. Pronto, antes de un lustro habrán de romperse las compuertas del más largo secuestro tiránico que haya padecido el país y todas las aguas de la voluntad aprisionada, empezarán a correr. A partir de 1936, la educación recibe por parte del Estado mejor trato, la cultura del pueblo es tema obligado de políticos en el poder o en la oposición. El presupuesto de las escuelas se aumenta y mayores facilidades encuentra el artista en su tarea.

Al propio tiempo una corriente cada vez mayor de gente europea va llegando y se radica en Venezuela, contribuyendo a formar los núcleos de ejecutantes, oyentes y críticos de que tan necesitado andaba el país.

Por los mismos días comienza a perfilar su personalidad una de las generaciones más brillantes con que cuenta la historia de la música en Venezuela. La generación de Antonio Estévez, Carlos Figueredo, Ángel Sauce, Evencio Castellanos, Antonio Lauro, Inocente Carreño y tantos otros jóvenes creadores, discípulos y continuadores de Sojo.

El desconocido guatireño de 1906, ha conquistado la capital. El balance de la jornada, es altamente positivo. Y para que nada falte en esta vida voluntariosa, a la postre alguien pide su retiro de las posiciones de comando, alegando que el Maestro no conoce a Berlín, ni es amigo de Celibidache.

El músico que no escribió valses

En Venezuela fue durante mucho tiempo costumbre conseguir un cargo o salvar una mala situación escribiendo una recargada prosa o un soneto de circunstancias, o componiendo un vals. Toda la historia de la Restauración está escrita en tiempo de vals. Al Rehabilitador lo regalaban con marchas e himnos. Sojo nunca entendió que el arte podía servir para tales menesteres y en una difícil situación económica que atravesara, al cerrar un Ministro de Instrucción Pública las puertas de la Academia, los transeúntes que pasaban por la esquina de Altagracia pudieron contemplar al músico convertido en pintor de brocha gorda, retocando el frontis de la histórica Iglesia. Había que llevar el pan a la casa y el arte era entonces empresa de soñadores.
Con ser excelente su obra de músico y muy buena su labor de maestro, es más fecunda en proyección y más hermosa por la pureza de sus contornos, la obra de su propia existencia.

Voluntarioso en tierra de abúlicos, leal y firme en medio de tanta inconsecuencia, estudioso y disciplinado en un medio en donde la fantasía domina al método, la vida de Vicente Emilio Sojo es la muestra orgullosa de cuanto puede lograr el pueblo venezolano cuando con fe y constancia encausa sus maravillosas cualidades, hacia un rumbo preciso.

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De la quema de libros a la reconstrucción de nuestra memoria

Biblioteca José Ramón Medina

«Pienso en el caso de la biblioteca de José Ramón Medina, poeta y político guariqueño fallecido hace ya una década. Fundador de la Biblioteca Ayacucho, procurador y contralor general de la nación. Lo mínimo que hubiese podido hacer alguna de estas instituciones públicas era el de interesarse en preservar por entero su biblioteca y archivo.» Foto de Carlos Arveláiz.

De la quema de libros a la reconstrucción de nuestra memoria

Por Guillermo Ramos Flamerich

Junio de 2020 comenzó en Venezuela con dos noticias insólitas: el momento histórico en que la gasolina nacional dejaba de ser la más barata del mundo y se transformó en un producto importado que se vende en dólares, y las imágenes por redes sociales de unos cuantos, muchísimos, libros quemados. La biblioteca general de la Universidad de Oriente (UDO), núcleo Cumaná, acababa de sufrir un incendio. ¿Vandalismo o accidente? ¿Una combinación de ambas en un campus sin los recursos necesarios para su mantenimiento?

Las hojas ardían mientras evocaban tristes páginas de la historia de la humanidad. En un país que pareciera no saber qué hacer consigo mismo, es otro síntoma de ese huracán formado por demonios reales e imaginarios, que nos está llevando a todos.

Los cientos, quizás miles, de libros hechos cenizas representan una de las características más resaltantes de lo que va de nuestro siglo XXI: la lucha desde el poder por arrebatarnos nuestra memoria colectiva. El chavismo ha declarado una guerra contra nuestra historia, mientras la simplifica para utilizarla como una herramienta más de su propaganda. No han dejado de sorprendernos con lo que son capaces de hacer con este propósito, ni siquiera con todo lo que han descrito al respecto durante años nuestros mejores investigadores historiográficos, sociológicos y discursivos.

El proyecto hegemónico ha buscado vencer, entre otras cosas, a partir del olvido.

Primero fueron nombres de avenidas, parques, instituciones. Cambiaron la bandera, el escudo, los logos de las organizaciones públicas, todo lo que pudieron desde los vagones del Metro de Caracas hasta el nombre oficial del país. Después vino la reescritura de fechas y efemérides sin consenso previo.

Pero quizás uno de los crímenes más viles de estos años ha sido la omisión que acompaña a la desidia, como ha pasado en la UDO.

Biblioteca UDO Cumaná

Biblioteca general de la Universidad de Oriente, núcleo Cumaná, 1 de junio de 2020.

Las hogueras frías del abandono

Lo vemos en la red de bibliotecas públicas y en el poco interés que se le da a la Biblioteca Nacional de Venezuela, en Caracas. Un catálogo en línea que funciona de cuando en vez, y unas instalaciones en las que sus empleados tienen que hacer malabares para intentar cuidar libros, documentos y equipos. También la crisis, la siempre mencionada crisis nacional, se está llevando consigo bibliotecas privadas que pertenecieron a personajes que aportaron en la construcción de la república civil. Al estos fallecer, muchas veces los familiares no saben qué hacer con colecciones tan grandes. Ante el desafío de costos que significa asumirlas por alguna universidad o fundación privada, y ante el vacío gubernamental, el país pierde un patrimonio fundamental para su espíritu y memoria. Pienso en el caso de la biblioteca de José Ramón Medina, poeta y político guariqueño fallecido hace ya una década. Fundador de la Biblioteca Ayacucho, procurador y contralor general de la nación. Lo mínimo que hubiese podido hacer alguna de estas instituciones públicas era el de interesarse en preservar por entero su biblioteca y archivo.

La falta de una política cultural, uno llega a pensar que adrede, hace que una sociedad denostada siempre como «sin memoria», siga ahogándose en su ignorancia.

Pero no siempre hemos vivido esta desidia. Personas e instituciones han logrado llevar a cabo proyectos valiosos con la intención de proteger la memoria histórica del país: entre 1974 y 1999, Virginia Betancourt trabajó por la radical transformación de la Biblioteca Nacional de Venezuela.  De unos libros en mal estado, hacinados en el palacete guzmancista de la Avenida Universidad, pasaron a un moderno edificio diseñado por Tomás José Sanabria en el llamado Foro Libertador. En un cuarto de siglo, la Biblioteca Nacional se fue erigiendo como una de las más importantes de América Latina, por estar a la vanguardia en sus técnicas de catalogación y cuidado de los libros, pero también por un personal altamente competente. Esta experiencia de gestión cultural Virginia igualmente la ha vertido en mantener vigente la memoria de su padre. La Fundación Rómulo Betancourt, a partir de finales de los ochenta, empezó a publicar el archivo del expresidente, así como ensayos y estudios acerca de nuestra historia política. A partir de 2009, en alianza con la Universidad Pedagógica Experimental Libertador, se iniciaron las clases del Diplomado en Historia Contemporánea de Venezuela, con el foco en formar maestros de escuela primaria, bachillerato y profesores universitarios. De esta misma determinación han nacido las colecciones de libros: Cuadernos de Ideas Políticas y Serie Antológica de Historia Contemporánea de Venezuela.

Otro testimonio de este trabajo por la memoria venezolana fue el llevado a cabo por el historiador y expresidente Ramón J. Velásquez. Luego de su labor de preservación del Archivo Histórico de Miraflores, así como la publicación de la colección de Pensamiento Político Venezolano del siglo XIX y del de buena parte del siglo XX, una de sus labores menos estudiadas fue la creación de la Fundación para el Rescate del Acervo Documental de Venezuela (Funres) en la década de los ochenta. Desde allí se emprendió un trabajo inmenso no solo en la divulgación de archivos prácticamente desconocidos, sino en el apoyo a nuevas publicaciones y la búsqueda de fuentes y testimonios sobre Venezuela en diferentes partes del planeta. Cabe recordar la recuperación y publicación en un tomo de las caricaturas que alrededor del mundo aparecieron sobre Cipriano Castro.

En la actualidad la preservación de la memoria venezolana ha quedado relegada a contadas acciones privadas ante la orfandad oficial. Se pueden mencionar el ahínco de la Fundación para la Cultura Urbana durante dos décadas, y ahora con una labor de curaduría y difusión de su archivo fotográfico, así como el trabajo continuo de Fundación Empresas Polar, que a su vez han asumido el reto de fomentar el estudio y difusión histórica al mundo digital.

Los guardianes

Pero también se hallan esfuerzos particulares en defensa de reconocernos como país. La Fundación John Boulton tiene una colección rica en documentos y objetos del siglo XIX venezolano. A partir de 2007 la Casona Santaella, ubicada entre la triada de la Biblioteca Nacional, el Panteón y el Archivo General de la Nación, alberga un museo de acceso gratuito, en el que podemos encontrar no solo objetos que pertenecieron a Simón Bolívar, sino también los muebles y curiosidades del escritor Arístides Rojas, y recuerdos del periodo guzmancista, quizás los más vistosos los dos fragmentos de sus derribadas estatuas: un puño del «Manganzón» y la cabeza y pecho del «Saludante».

Tenemos el caso de La Poeteca, una fundación para el incentivo de la lectura, pero también un lugar de encuentro en el que se preserva una cada vez más rica colección de ediciones de poesía venezolana de todos los tiempos. A esto quiere sumar dos trabajos que se están haciendo en las regiones: El Correo de Lara, que busca preservar viejas fotografías del estado y contar grandes y menudas historias sobre la región. El otro es La Rama Dorada, librería-café en Mérida que tiene un «Libro Club» en el que uno puede pedir en préstamo libros que no se consiguen actualmente en el mercado (desde ediciones venezolanas que no han sido reeditadas, hasta clásicos de la literatura universal).

A esto se le suma el trabajo de la Universidad Católica Andrés Bello al acoger el archivo y libros de Sofía Ímber y las salas virtuales de investigación. El de la Universidad Metropolitana, en la cual se preservan las bibliotecas particulares de Pedro Grases, Arturo Uslar Pietri y Ramón J. Velásquez. Y la iniciativa familiar de reedición de la obra escrita de Rafael Caldera y la digitalización de su archivo (libros, discursos, cartas, fotos y videos),  la cual se está convirtiendo en la primera biblioteca presidencial digital de Venezuela

En mi generación, nacida entre los últimos años del sistema democrático representativo y el comienzo de la «revolución», hay una nostalgia por un país que no conocimos. Cada vez es más popular que en redes se compartan fotos, videos, crónicas y momentos fragmentarios de esa Venezuela que se creyó a un paso de la modernidad. Ha habido cierta inquietud por crear una plataforma online para preservar la memoria cultural venezolana, pero ya hay algunas iniciativas individuales en marcha.

Andrés della Chiesa creó en Instagram una cuenta llamada La palabra compartida, donde difunde cada cierto tiempo frases, imágenes e historias de la memoria venezolana. Andrés considera que cree en la tradición «la cual nos une y alimenta como pueblo». También se declara venezolanista y ve en el pasado una forma de conseguir respuestas y repensar la crisis cultural y educativa. Guiado por la figura de Arturo Uslar Pietri, se ha dedicado estos días de cuarentena, junto a la Casa AUP, a presentar conversatorios y charlas en línea sobre el escritor, así como de temas que van desde la historia del humorismo local, hasta el análisis del proceso guerrillero en los años sesenta.

Con una perspectiva diferente, Gabriel «Chacho» Domínguez fundó hace ocho años el Instituto Progresista. Junto al debate de temas de actualidad como derechos ambientales, feminismo y movimientos sociales, otro de sus propósitos ha sido revitalizar la memoria de los líderes de la democracia venezolana. «Si la gente añora algo que no recuerda muy bien, hay que mostrárselo como vigente y vivo», me dice. Considera que sobre la Venezuela democrática hay una amplia historia por contar, que no ha sabido cómo presentarse. Hay que convencer, mostrar que es algo atractivo, interesante, para el presente. Por eso desde este instituto se han apoyado jornadas sobre la historia democrática, encuentros llamados La cueva de Clío y una campaña en redes denominada Ellos también fueron jóvenes, mostrando los primeros pasos de algunos de nuestros dirigentes históricos.

Yo también estoy afincando mis esfuerzos en la recuperación de la memoria democrática venezolana. De eso puedo hablar otro día. Lo que sí les puedo decir es que es un trabajo complejo en una Venezuela que luce arrasada, tal cual la biblioteca de la UDO. Pero la acción de unos cuantos quemando libros y borrando nuestra memoria, serán solo episodios de una historia y de un pasado que debe revisarse, para sentar las bases vigorosas del país de la reconstrucción.

*Publicado originalmente por Cinco8 el 6 de junio de 2020.

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Carlos Cruz-Diez: Nostalgia y futuro de Venezueña

Maestro Carlos Cruz Diez

Carlos Cruz-Diez, París, 2017 © Atelier Cruz-Diez París. Foto de Lisa Preud’homme.

Carlos Cruz-Diez: Nostalgia y futuro de Venezueña

Por Guillermo Ramos Flamerich

Próximo a cumplir 96 años, en el maestro Carlos Cruz-Diez (Caracas, 1923) existen dos cualidades que lo acompañan junto con su obra. La primera, su infatigable entrega al trabajo. Presentando exposiciones desde Bruselas hasta Houston; desde Panamá hasta el Reino Unido. Por España, pasando por Austria. Una galería privada, un museo, una fundación, una pasarela cromática en Viena. En fin.

La segunda, es esa capacidad de relatarnos su propuesta artística, y de vida, con la sencillez de quien se sigue maravillando por el despuntar de cada mañana. Sus palabras son trazos que evocan, viven, pero, sobre todo, son apuestas por un futuro mejor.

Al acostarse cada noche, ¿existe algo de Caracas, un aroma, una imagen o una sensación, que siempre esté allí, que no haya pasado ni sea pasado, solo presente?

Ante todo, quiero decir que yo me fui de Caracas, no porque me desagradara, todo lo contrario. Fue la decisión de rediseñar mi vida y desarrollar mi discurso en una plataforma de proyección internacional. Por eso siempre tengo presente mi país y además, se lo he inculcado a mis hijos y nietos. Yo nací en la parroquia de La Pastora, en la esquina de Torrero y los recuerdos son imborrables. La niebla a las cinco de la tarde sobre la plaza o el olor a tierra mojada después de la lluvia.

¿Se puede conectar con la ciudad, con el país sin nostalgia? ¿Qué es para un hombre de 95 años la nostalgia? 

La imagen que tengo es la de la ciudad que viví. Recuerdo con nostalgia su bellísima luz y la transparencia del cielo en los meses de noviembre, diciembre y enero. El paisaje del Ávila que cambia de color todo el tiempo… A veces la nostalgia del país nos invade, pero pienso que nunca volveré a vivir lo que viví, los viejos amigos ya no están, los tiempos cambian y cada generación les deja un nuevo significante. Lo pasado es pasado, por eso vivo intensamente el presente.

Lo que sí recuerdo con nostalgia, es lo que en el futuro seguramente llamarán «el renacimiento». Que fue entre los años 1940 y 1975 donde la actividad cultural fue de una gran intensidad. A Venezuela venían las grandes figuras universales de la literatura, la música y el arte y se crearon grandes museos con colecciones extraordinarias.

Sofía Ímber dijo que usted llevó a Venezuela al mundo y el mundo a Venezuela. ¿Qué cosa del mundo actual entregaría a la Venezuela de hoy?

La paz y el entendimiento… Que no se pierda el sentimiento de la amistad, tan característico en el venezolano. Creo que la noción de amistad es fundamental para nosotros.

¿Qué quiere seguir diciendo Cruz-Diez, o qué cosa nueva ha visto Cruz-Diez que debe transmitirle a la gente?

El arte es el más bello y eficaz medio de comunicación que ha inventado el hombre. Que el arte siga siendo el refugio espiritual de la humanidad.

¿Ser venezolano implica una propuesta artística?

El arte no tiene fronteras. Los artistas venezolanos, gracias a la comunicación inmediata, hacen el arte que está en juego en cualquier parte del mundo.

La Cámara de Cromosaturación del Museo Cruz-Diez es símbolo de los que se quedan en el país. El piso del Aeropuerto de Maiquetía, es la imagen predilecta de los que se van. ¿Cómo vive el hecho de ser un símbolo de la venezolanidad?

Me llena de orgullo, pues, muy pocos artistas tenen ese privilegio, pero me da mucha tristeza que el piso del aeropuerto sea el símbolo de la salida obligada del país. Espero que también sea el símbolo del retorno.

¿Cuál es el siguiente paso después de darle movimiento al color?

El universo cromático es inagotable, queda mucho por investigar y hacer evidente.

*Publicado originalmente en el suplemento cultural Verbigracia de El Universal, el sábado 15 de junio de 2019

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Una incursión en Canoabo

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo 1

El viaje comenzó por los Valles Altos de Carabobo, en Canoabo, un pueblito «típico». Tenía las características casitas de colores, además de la iglesia, los viejos con sombrero y unos cuantos borrachitos, alrededor de la Plaza Bolívar.

Una incursión en Canoabo

Por Guillermo Ramos Flamerich

UNO

Quizás era un buen augurio: la Virgen del Perpetuo Socorro había salido en procesión desde Valencia y estaba de paso en Canoabo. No soy la persona más religiosa de todas, pero tomaba esto como una buena señal. Mi abuela era devota a aquella virgen. El viaje por el occidente de Venezuela surgió en su funeral. Entre la tristeza y el recuerdo, el pana Daniel me dijo que valía la pena recorrer pueblos y caseríos, de pararse en cada uno y hablar con la gente. Acepté. Él solo tendría que poner a disposición su carro. Le pregunté si podríamos agregar a otro pana, a Gabriel, a quien buscaríamos en Barquisimeto. No tuvo problema.

Parecía una decisión extraña la de viajar en medio de la situación país, pero creo que ya nos hemos acostumbrado a que la tensión esté presente. Si no hacemos las cosas quizás nunca exista el momento adecuado. Para nosotros los caraqueños Venezuela se ha convertido en lo que sucede en Chacaíto o en la Autopista Francisco Fajardo. Sin embargo, existe una «Venezuela profunda». Cliché. Más que profunda, es un país que está allí, tan variado como esencial. Un país que es necesario conocerlo para sentirlo cerca, nuestro.

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo 2

No sabía que había sido fundado en 1711, un 19 de marzo, ni que las tribus indígenas que habitaron allí habían dejado petroglifos, o que tienen sus propios «Diablos Danzantes».

 

DOS

El viaje comenzó por los Valles Altos de Carabobo, en Canoabo, un pueblito «típico». Tenía las características casitas de colores, además de la iglesia, los viejos con sombrero y unos cuantos borrachitos, alrededor de la Plaza Bolívar. La gente sentada en la entrada de sus casas esperaba a que pasara la vida.

Me sorprendió. No sabía que había sido fundado en 1711, un 19 de marzo, ni que las tribus indígenas que habitaron allí habían dejado petroglifos, o que tienen sus propios «Diablos Danzantes».  Mucho menos que sus chocolates son «gourmet» y se venden caros no solo en el Trasnocho Cultural, sino también afuera del país. Lo único que sabía era que en ese «pequeño pueblo venezolano escondido en una agreste comarca» había nacido el poeta Vicente Gerbasi (1913-1992). Aquel que dejó unas líneas épicas en el imaginario nacional, con ese comienzo de «Venimos de la noche y hacia la noche vamos», ese decir, con su poema Mi Padre el Inmigrante.

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo 4

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo 3

La valenciana Virgen del Socorro, de procesión por Canoabo.

TRES

Algo que disfruto mucho es preguntarle a la gente por los personajes históricos o algún hecho curioso ocurrido en el lugar donde viven. Así comencé preguntando en la plaza si conocían la casa natal de Gerbasi. Imaginaba la placa, la conmemoración. A decir verdad, para nosotros era suficiente conseguir el sitio. Los ancianos decían que conocían de la familia, pero no lograban ubicar la propiedad. Los más jóvenes nos mandaban con dirección al colegio del mismo nombre. Al rato, y después de varias vueltas en el caso, una señora nos supo indicar: «Es esa casa de allá, toque la puerta a ver si está el señor Francisco».

Sí estaba. La esposa nos hizo esperar unos minutos en el zaguán mientras el señor Francisco Moreno se ponía su camisa. Entonces nos saludó y nos dijo: «Bienvenidos a la casa donde nació el poeta Vicente Gerbasi el 2 de junio de 1913». ¿Y usted es familia? le pregunté. «No. Pero cuando me vendieron esta casa me dijeron que aquí había nacido y me he dedicado a cuidar su memoria».

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo 5

La esposa nos hizo esperar unos minutos en el zaguán mientras el señor Francisco Moreno se ponía su camisa. Entonces nos saludó y nos dijo: «Bienvenidos a la casa donde nació el poeta Vicente Gerbasi el 2 de junio de 1913». ¿Y usted es familia? le pregunté. «No. Pero cuando me vendieron esta casa me dijeron que aquí había nacido y me he dedicado a cuidar su memoria».

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En la entrada de la casa natal de Vicente Gerbasi, con su dueño, el señor Francisco Moreno, y su nieta.

CUATRO

En la sala no había ninguna referencia al poeta más allá de la conversación que estábamos a punto de comenzar. Nos contó la biografía del poeta, los datos básicos, es decir, lo que se conoce al buscar su nombre en alguna enciclopedia, o en Internet. Era sabroso escucharlo en ese pueblo, en ese lugar, rodeado de cuadros, entre esotéricos y ambientalistas, que hacía su esposa.

Agotada la biografía nos comentó que comprar la casa en los años ochenta le había permitido hacer amistad con el poeta, aunque nunca lo conoció. El señor Francisco ha sido invitado a los homenajes que le han hecho a Gerbasi en instituciones como la Universidad Nacional Experimental Simón Rodríguez o la Universidad de Carabobo. Allí ha podido conocer a familiares y amigos, y sentirse uno más del clan.

Su propia historia es interesante: nativo de Canoabo y después de una agitada vida en Caracas trabajando en el antiguo Ministerio de Transporte y Comunicaciones y militando en las filas del partido de Jóvito Villalba, URD, había decidido regresar y llevar una vida más tranquila, con la familia, en la austeridad de la provincia, pero también en su tranquilidad.

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo 7

El autor con la crónica publicada en la portada del suplemento cultural del diario El Universal: Verbigracia.

CINCO

Teníamos que proseguir la ruta antes de que anocheciera. La carretera angosta y desconocida no ayudaba mucho. Provocaba quedarse, pero nos esperaban más ciudades, pueblos, más estados, incluyendo a Santa Ana de Trujillo y su monumento al abrazo entre Simón Bolívar y Pablo Morillo en 1820 y cruzar el Puente sobre el Lago de Maracaibo con el Sentir Zuliano de los Cardenales del Éxito de fondo. También había que buscar a Gabriel en Barquisimeto. Mientras anochecía reflexionaba con Daniel sobre nuestro día con Gerbasi y su amigo. Nos gustó que todavía te abran la puerta de la casa para echarte un cuento largo, solo porque llegaste hasta allí para escucharlo.

También pensábamos en cómo hacer de toda esa memoria algo palpable y vivo. Lamentablemente en Venezuela el legado de los escritores pareciera que sirve para nombrar algún liceo, quizás una calle y si tiene mucha suerte, una plaza. Hay algo más en nuestra idiosincrasia, en nuestras maneras, que debe ser canalizado no con imposiciones nacionalistas y huecas, sino como una promoción al conocimiento, al arraigo. No solo es la literatura, es la música, los bailes, los dichos, Existen dos países, el que fue y el que será, y esos dos se comunican en el que es. Allí espera cumplir todas sus posibilidades tan solo si aprendemos a redescubrir esa universal angustia de ser una nación.

*Publicado originalmente en el suplemento cultural Verbigracia de El Universal, el sábado 21 de octubre de 2017

Guillermo Ramos Flamerich. Una incursión en Canoabo

 

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Viajeros del siglo XIX en Venezuela

Velorio de Cruz de Mayo - Göering

Velorio de Cruz de Mayo. Anton Göering. Tomado del Atlas de Tradiciones de Venezuela. Fundación Bigott, 1998. Aparecido originalmente en Von tropischen Tieflande zum ewigen Schnee. Eine malerische Schilderung des schönsten Tropenlandes Venezuela. Leipzig, 1892.

La extraordinaria cotidianidad

Por Guillermo Ramos Flamerich

Comenzaré estas palabras con una evocación muy personal. De niño siempre revisaba el Atlas de Tradiciones de Venezuela (1998) de la Fundación Bigott. Allí conocí de cultores populares, arquitectura local y las fiestas y manifestaciones que acompañan y adornan cada región del país. Cuando llegaba a la sección sobre «La Música Tradicional Venezolana», más allá del texto, quedaba fascinado por un grabado de 1892 sobre los Velorios de Cruz de Mayo.

En el mismo, aparecen tres individuos quienes a punta de furro, maracas y algún cuatro o guitarrilla, ponen a bailar a dos parejas, vestidas a la usanza de los trapos campesinos de la época, vestimentas consideradas actualmente como parte del patrimonio nacional. Otras cuatro personas acompañan la escena, dos a lo lejos, otras dos más cercanas. También son dos las chozas. En la más próxima a nosotros, podemos ver la silueta de un altar, con sus velas y ofrendas a una Cruz de Mayo la cual no es evidente, pero está omnipresente en todo el cuadro. La vegetación es exuberante y distingue un paisaje idílico para cualquier amante de la tierra tropical. Durante mucho tiempo esta sería mi más importante referencia gráfica sobre los Velorios de Cruz en el país y sigue siendo la más antigua que conozco. Solo la sustituiría, o mejor dicho, complementaría, asistir y vivir en pleno este ritual.

Después descubrí que el grabado había sido hecho por un viajero alemán de mediados del siglo XIX llamado Anton Göering (1836-1905), de quien el poeta y geógrafo Pascual Venegas Filardo se preguntaría si era más artista que naturalista, y el cual entregó en sus paisajes «no solo la naturaleza, sino la poesía paisajística de nuestro país»[1].

Es interesante como este registro gráfico se termina convirtiendo en documento y cómo a un venezolano del presente su imaginario sobre sus tradiciones puede ser construido a través de lo que vio un europeo. Una retroalimentación que nos hace reflexionar sobre lo propio, lo cercano y lo ajeno. Lo dice el historiador José Ángel Rodríguez al referirse a los testimonios de extranjeros: «Son ellos una parte vital de nuestro pasado, en particular del siglo XIX, cuyas fuentes históricas están dispersas y existen vacíos de información considerables, sea por la acción del fuego de montoneras y revoluciones sobre el papel en su momento, cuando no por pérdidas posteriores, resultado de otras intervenciones sobre nuestra memoria escrita»[2].

Centrándonos justamente en los mediados del siglo XIX, periodo de contratiempos propios del nacimiento y formación de las repúblicas independientes latinoamericanas, encontramos ciertas características generales que definieron la mirada europea, la cual plasmaron en sus cartas, dibujos y diarios, muchos de ellos publicados en la época, en sus países de origen y en ciudades que constituían el epicentro de la cultura occidental. A diferencia de sus abuelos conquistadores del siglo XVI, estos no llegaban a lo que se pudiera considerar un universo desconocido, propio para que cualquier leyenda o herencia mitológica de la tradición grecolatina[3] y más allá, pudieran hallarse en estos parajes.

El contexto político, histórico y económico era otro. Europa vivía su segunda Revolución Industrial. Las ideas del positivismo y la expansión del imperialismo, creaban en la mentalidad de la época una fascinación por el progreso de la técnica, por describir y medir toda experiencia y por abrir nuevas rutas a los mercados mundiales. Además, si bien las poblaciones latinoamericanas eran subsidiarias de la herencia occidental, estas eran tratadas como periféricas, sirviendo como campo idóneo para sustentar los prejuicios del momento: «También las generalizaciones supuestamente basadas en la observación directa de la sociedad, a menudo producen un diagnóstico distorsionado. Una lectura atenta descubre que no hay tal inmediatez de la observación, sino juicios previamente filtrados por los valores del acervo europeo» [4], como nos explican Elías Pino Iturrieta y Pedro Calzadilla al tocar este tema sobre la mirada del otro.

Existe entonces una barrera mental. Una torre desde la cual el viajero juzga y compara. No se integra al medio, pero le puede ser propio y lo reconoce en todo aquello que pueda servirle a su concepción de mundo: «la mirada del viajero está codificada en términos de la contraposición “civilización” y “barbarie”, expresada mediante la oposición “yo”/“otro” y “blanco”/”negro”, la imagen también esta codificada en términos del comercio. Lo que el viajero “mira” se convierte en un objeto con un valor para el mercado, y con miras a una explotación capitalista» [5].

Muchos pasaban tan solo una temporada en estas tierras, otros se quedaban por largos años. También existen las diferencias entre los que se interrelacionaban con los habitantes del lugar y los que no perdían su aura de advenedizos. En el mismo trabajo de José Ángel Rodríguez, anteriormente citado, se explica la diferencia entre las experiencias de franceses, ingleses y alemanes. Estos últimos, buscaban aprender el idioma, ser parte activa de la vida social del pueblo o ciudad en la que se encontraban, también sirvieron a la formación del conocimiento científico nacional. Muchos de ellos inspirados por el barón Alexander von Humboldt (1767-1835) (quien a comienzos del siglo había recorrido un buen trecho de la geografía local), buscaban emular sus hazañas, pero las circunstancias terminaban haciendo del viaje una vivencia bastante diferente.

Existen otros casos, como el de la viajera francesa Jenny de Tallenay (c. 1855 – ¿?), quien estuvo en Caracas de 1878 a 1881, debatiéndose en sus Recuerdos de Venezuela (1884) entre su cariño por la tierra, la crítica social y cometiendo graves gazapos en su recuento de la historia local y de los personajes y lugares. Algo muy generalizado entre los viajeros, lo cual se anota ante la mirada actual como datos curiosos, no como imprecisiones fatídicas que puedan deslegitimar al documento.

Lo cierto es que cuando los viajeros regresaban a sus lugares de origen, existía un público ansioso por conocer y vivir estos recorridos. La vida cosmopolita del viejo mundo tenía un mercado propicio no solo para las novelas y ficciones de un Julio Verne y un Emilio Salgari, también para la divulgación científica y para la imaginación de lo real. Allí entran los grabados, litografías y luego las primeras fotos, las cuales hicieron vivir a muchos los pasos de los ríos, de la selva, el contacto con civilizaciones que pudieran considerar en su óptica como «semibárbaras», vinieran estas de la América Latina, de África o Asia.

A nosotros, estos testimonios nos servirán mucho tiempo después, luego de ser traducidos y estudiados, como puntos de encuentro con nuestro pasado nacional. Logrando, en muchos casos, tapar esos baches en los que se extravían la cotidianidad de una sociedad y haciendo evidente lo que de tanto parecernos lo obvio y lo común, lo dejamos pasar sin registrarlo. Resultando, en la mirada del viajero, situaciones fabulosas, aventuras inacabadas y relatos extraordinarios dignos de ser contados y mostrados en todo el orbe.

Referencias

[1] Pascual Venegas Filardo, Viajeros a Venezuela en los Siglos XIX y XX. Caracas, Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1983,  p. 85.

[2] José Ángel Rodríguez, «Viajeros alemanes a Venezuela en el siglo XIX». Se puede revisar este trabajo en el siguiente enlace: http://190.169.94.12/ojs/index.php/rev_ak/article/download/884/813

[3] Sobre este tema y relacionado con Venezuela en específico, se recomienda leer Novus Iason. La tradición grecolatina y la relación del tercer viaje de Cristóbal Colón, del profesor Mariano Nava Contreras. Fondo Editorial Apula, Mérida, 2006.

[4] Elías Pino Iturrieta y Pedro Calzadilla, La mirada del otro. Caracas, Artesano Editores / Fundación Bigott, 2012,  p. 26.

[5] Santiago Muñoz Arbeláez, «Las imágenes de viajeros en el siglo XIX. El caso de los grabados de Charles Saffray sobre Colombia». Historia y Grafía, número 34, 2010, p. 186.

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Sobre Los días de Cipriano Castro; Mariano Picón Salas (1953)

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Los días de Cipriano Castro se convirtió muy pronto en un bestseller nacional, vendiéndose 1000 ejemplares en tan solo 48 horas, un récord en la Caracas de ese entonces.

Sobre Los días de Cipriano Castro

Por Guillermo Ramos Flamerich

La presente publicación es un extracto del trabajo final entregado para la Cátedra de Historiografía en el semestre de nivelación de la Maestría en Historia de Venezuela, Universidad Católica Andrés Bello, Caracas:

En una foto de 1955 de autor desconocido, Mariano Picón Salas aparece rodeado a su derecha por un Arturo Uslar Pietri reflexivo y de brazos cruzados; a su izquierda, por Miguel Acosta Saignes, con los ojos cerrados, en pose meditativa. Mientras tanto, don Mariano está sumido en la lectura ante un viejo micrófono de condensador. El escenario es la Universidad Central de Venezuela, durante el ciclo de foros preparados por la Facultad de Filosofía y Letras, en los que participarían no solo los ya mencionados, también los acompañarían intelectuales como Augusto Mijares, Isaac J. Pardo, Ángel Rosenblat, Pedro Grases, entre otros. Acosta Saignes calificaría todas estas charlas como «una especie de revulsivo»[1] contra la dictadura militar de Marcos Pérez Jiménez, la cual ya ejercía con total plenitud desde hacía más de dos años.

Un año antes, en 1954, Picón Salas había compartido escenario con Uslar Pietri al recaer en ambos el Premio Nacional de Literatura. Uslar por una colección de ensayos titulada como la comedia de Aristófanes: Las nubes; Picón Salas, por su parte, con una obra polémica, de historia reciente, la de comienzos del siglo XX venezolano, donde contaba la vida de un país a través de las horas de un hombre que había marcado no solo los años en que le tocó gobernar, sino que había dejado puerta franca para las transformaciones que los venezolanos de mediados de siglo seguían viviendo y padeciendo. Muchos tomaron el libro como un guiño al presente, nuevamente colmado por la censura y las conversaciones a voz baja y con velo.

Utilizando nuevamente la frase del antropólogo Acosta Saignes, este libro podía ser visto como otro revulsivo contra el autoritarismo, esta vez envuelto en las artes de un prosista que salió de Mérida para estar errante por el mundo. Fueron justamente esos años de la década militar en los que viviría por más largo tiempo en Venezuela desde su autoexilio en Chile cuando apenas contaba con 22 años. Pero para conocer el pulso de la época, es válida la reflexión que hace el historiador Ramón J. Velásquez en 1954 en un prólogo a la edición de los escritos del general Antonio Paredes, sobre el ascenso de Cipriano Castro al poder[2]:

La aparición del libro «LOS DÍAS DE CIPRIANO CASTRO» de Mariano Picón-Salas constituyó un acontecimiento nacional. En menos de una quincena se agotó la primera edición de la obra. Los lectores tomaron beligerante posición frente a las afirmaciones y a las pinturas que con su inimitable estilo y extraordinario talento había realizado el gran escritor. A muchos disgustó el tono de sutil ironía que empleó al retratar figuras y episodios de la turbulenta Venezuela de comienzos del siglo. Se llegó a discutir acerca de los méritos literarios del libro y se examinaron con lupa y telescopio las intenciones entrelíneas. Gentes hubo que quisieron ver en las páginas dedicadas a relatar la marcha de Castro hacia el Capitolio y en la crónica de los días del bloqueo, una nueva y hábil exaltación del caudillismo. Y también quienes, utilizando las mismas páginas y los mismos párrafos, descubrieron en el escritor andino, una marcada tendencia antiandinista, un disolvente propósito de burla. Algunos reclamaron a Picón Salas el no haber destacado con mejores trazos las firmes actitudes nacionalistas de Don Cipriano, al propio tiempo que concedía demasiada extensión al cuento de sus andanzas donjuanescas y de sus salidas de mal gusto. Pero la mayoría estuvo de acuerdo en que la apasionante narración de Picón Salas era el fiel reflejo de cuanto para bien y para mal de Venezuela, ocurrió en aquellos lejanos días. Y que las culpas no eran del historiador, sino de los héroes.

En otra parte de ese mismo prólogo, Velásquez afirma que Picón Salas había «logrado actualizar el tema de Castro y el castrismo». Como una nueva moda, muchos hechos del pasado van logrando acaparar la atención de quienes no pudieron vivirlo a plenitud. Y la pátina del tiempo, formada en los recuerdos de dolientes y defensores que podían permanecer vivos, la reviste ahora el lustre de investigadores e historiadores que ven más allá de la anécdota y buscan en las profundidades de periódicos, documentos oficiales, libros y archivos, las pistas para reencontrarnos con nuestro imaginario como nación.

Sobre la figura y tiempos de Cipriano Castro para la época de publicación de la obra de Picón Salas, los libros existentes van desde los testimonios, hasta las historias panfletarias y la ficción. Bien se puede nombrar a Pío Gil con su novela El Cabito (1917), donde toda la atención se centra en la lujuria desmedida del tirano; las Memorias de un venezolano de la decadencia (1927), de José Rafael Pocaterra, en la que dedica su primera parte a denunciar a Castro; o Bajo la tiranía de Cipriano Castro (1952), de Carlos Brandt, en el cual la historia es solo el hilo conductor de las acusaciones que hace el autor. Mención especial para El hombre de la levita gris (1943), de Enrique Bernardo Núñez, quien busca un análisis sistemático del contexto país y la biografía del hombre, formada por la narración de los hechos cotidianos con «carácter periodístico y el sentido de informar», tal como refiere la investigadora Irene Rodríguez Gallad en el prólogo a la edición de 1991[3]

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«En realidad ese libro más que una intención literaria tiene una intención catártica: la de ayudar a librar a los venezolanos de tantas pesadillas. La edición es muy descuidada y suscitó muchas polémicas; he estado en el índice de los réprobos y por la extraña paradoja me acordaron también un premio», Mariano Picón Salas en correspondencia al escritor mexicano Alfonso Reyes.

Los días de Cipriano Castro (Historia venezolana del 1900) fue impreso por la Compañía Anónima Tipografía Garrido el 8 de diciembre de 1953. Once días antes de cumplirse el aniversario número cuarenta y cinco de la salida del poder de Castro gracias a la patada histórica de su incondicional, el compadre Juan Vicente Gómez. La edición consta de 340 páginas divididas en 19 capítulos y adornada con 12 imágenes repartidas a lo largo del libro y como portada la ilustración de un Cipriano convaleciente, en una mecedora, con semblante de sereno enfermo que te invita a escuchar su historia. Este libro es la quinta aventura biográfica que realiza Picón Salas. La primera de ellas, muy sucinta, un retrato, como él mismo la calificaría, de su amigo recién fallecido: Alberto Adriani en 1936. Continuaría con el periplo y drama de Francisco de Miranda (1946), con el cual había convivido largas horas, revisando los «papeles enigmáticos que se conservan en su archivo» y al cual consideraba un personaje stendhaliano[4]; y la de San Pedro Claver (1949), como consecuencia de su estancia diplomática en Colombia. Así como una breve síntesis de la vida de Simón Rodríguez ese mismo año de 1953 y publicada por la Fundación Eugenio Mendoza.

Fueron mil los ejemplares sobre don Cipriano que se vendieron en tan solo 48 horas, batiendo récord de ventas y convirtiéndose en un bestseller nacional. Muy pronto pasaría a formar parte de los clásicos históricos de nuestras letras. A pesar de eso, por los momentos esa primera edición no es de agrado del autor, así se lo comentará en una carta a su amigo, el escritor mexicano, Alfonso Reyes[5]: «En realidad ese libro más que una intención literaria tiene una intención catártica: la de ayudar a librar a los venezolanos de tantas pesadillas. La edición es muy descuidada y suscitó muchas polémicas; he estado en el índice de los réprobos y por la extraña paradoja me acordaron también un premio».

Pronto aparecerá una segunda edición del libro en 1955 gracias a la Editorial Nueva Segovia, radicada en la ciudad de Barquisimeto y a finales de la década será incluido en la colección del Primer Festival del Libro Venezolano (1958); lo continuarán la edición de la Academia Nacional de la Historia (1986); la edición conmemorativa en conjunto con otras obras biográficas que escribiera el autor, publicada por la Presidencia de Venezuela en 1987; una de la colección El Dorado de Monte Ávila Editores (1991) y la más reciente es de 2011, de la mano de Bid & co editor.

De la edición de 1991 extraemos esta síntesis que hiciera el escritor Karl Krispin en su prólogo a la obra[6]:

En Picón la historia se recurre, se conjuga como una necesidad intelectual a quien el peso específico de la sucesión de hechos de un país constriñe como un deber de reafirmar una especificidad y un carácter nacionales. (…) En Picón parte de lo que fue su día a día como creador fue esa Venezuela que palpita como capítulo esencial de reconocimientos. Es ese rompecabezas armado para convertirlo en espejo. Doble reflejo: el de nosotros mismos y el del país como totalidad vinculante.

Una historia política que se puede leer como una novela de aventuras, la califica el historiador y escritor Rafael Arráiz Lucca[7]. Ciertamente la publicación de esta biografía marca un hito importante en la carrera literaria de Picón Salas, ya reconocido como pedagogo, intelectual y escritor en Venezuela y parte del continente americano. Los días de Cipriano Castro se convierte en uno de sus libros fundamentales y si De la conquista a la Independencia, publicada en México en 1944, le abre una ventana al exterior como libro de texto para los que desean descubrir los devenires de la América hispana, esta historia venezolana del 1900 será un canal de comunicación directa con sus connacionales.

Será en ese mismo 1955, en la misma universidad y la misma Facultad de Filosofía y Letras, la que le otorgue el Doctorado Honoris Causa junto con el historiador Augusto Mijares. Era el 1 de noviembre y en la fotografía que se guarda de aquella ocasión, Picón Salas aparece sonriente, de toga y birrete, al lado de un Mijares menos efusivo y casi de perfil. Los cincuenta serían unos años para don Mariano de consolidación, madurez y de un prestigio que podía sobrepasar cualquier mala jugada de la dictadura militar. Pronto Pérez Jiménez se iría casi que con la década y el merideño tendría nuevos compromisos de pensamiento y acción. Los días de Cipriano Castro se convertiría en su última y más larga obra biográfica, lo siguiente sería una historia más íntima, personal, así como reflexiones sobre la actualidad.

Referencias

  • [1] Rafael Pineda, Iconografía de Mariano Picón Salas. Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1989, p. 178.
  • [2] Ramón J. Velásquez, «Antonio Paredes y su tiempo: Los días de Cipriano Castro» (Prólogo) a Cómo llegó Cipriano Castro al poder de Antonio Paredes, Caracas, Tipografía Garrido, 1954, pp. VII-VIII.
  • [3] Irene Rodríguez Gallad, «Prólogo» a El hombre de la levita gris de Enrique Bernardo Núñez, Caracas, Monte Ávila Editores, 1991, p. 7.
  • [4] Mariano Picón Salas, Miranda. Caracas, Monte Ávila Editores, 1997, p. 23.
  • [5] Gregory Zambrano, Odiseo sin reposo. Mariano Picón Salas y Alfonso Reyes (Correspondencia 1927-1959), México, Universidad Autónoma de Nuevo León – Universidad de Los Andes, 2007, p.138.
  • [6]Karl Krispin, «Prólogo» a Los días de Cipriano Castro de Mariano Picón Salas, Caracas, Monte Ávila Editores, 1991, p. 22.
  • [7] Rafael Arráiz Lucca, «Mariano Picón Salas y la historia venezolana» en Rafael Arráiz Lucca y Carlos Hernández Delfino (compiladores), 25 intelectuales en la historia de Venezuela. Caracas, Fundación Bancaribe, 2015, p. 321.

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